Llamamiento universal a la conversión
El llamamiento de María en Fátima se renueva para las generaciones venideras, para que sea respondido de acuerdo con los «signos de los tiempos» siempre nuevos.
El llamamiento de María en Fátima se renueva para las generaciones venideras, para que sea respondido de acuerdo con los «signos de los tiempos» siempre nuevos.
Cuando la Iglesia aparece sacudida por una salvaje tempestad, entonces es cuando emerge más bella, más vigorosa, más pura, refulgiendo en el esplendor de las mayores virtudes.
El esfuerzo de la mente humana —recuerda el Aquinate con su vida misma— siempre está iluminado por la oración, por la luz que viene de lo Alto. Sólo quien vive con Dios y con los misterios puede comprender también lo que esos misterios dicen.
Cualquiera que conoce las tinieblas de su ceguera y entiende que le falta la luz eterna, debe clamar desde lo hondo de su corazón como el ciego de Jericó: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!».
Al coronar la imagen de la Virgen, habéis firmado el testimonio de una correspondencia filial y constante a su amor. Hicisteis más: os alistasteis como cruzados para la conquista de su Reino, que es el Reino de Dios. Y en esta lucha, no puede haber ni neutros ni indecisos.
Los tres Reyes Magos no vieron al Niño expulsando a los demonios, ni resucitando a los muertos. Encontraron, por el contrario, a un pequeñín confiado al cuidado de su Madre. Aquel que aún no pronunciaba ni siquiera una palabra, ya enseñaba, así, por el simple hecho de ser visto.
En la bula en la que declara el dogma de la Inmaculada Concepción, Pío IX enaltece los incontables privilegios y virtudes de Nuestra Señora, consciente de que nada es suficiente para exaltar a aquella que es superior a toda alabanza humana y angélica.
Quien al predicar no procura atraer a sus oyentes al conocimiento más completo de Dios se le puede considerar un declamador inútil, pero no un predicador evangélico. Podrá conseguir el aplauso de los estultos, pero no escapará al severísimo juicio de Cristo.
Nosotros, los seres humanos, deberíamos convertirnos continuamente en ángeles los unos para los otros; ángeles que nos apartan de los caminos equivocados y nos orientan siempre de nuevo hacia Dios.
El hombre contemporáneo vive bajo la amenaza de un eclipse de la conciencia, el cual lleva al oscurecimiento del sentido de Dios y a la pérdida del sentido del pecado. Esta crisis se resolverá únicamente mediante una clara llamada a los principios que la moral de la Iglesia siempre ha sostenido.