Cuando la filosofía del Evangelio
gobernaba los Estados
Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer.
Surge un misterioso enemigo de la civilización cristiana
Se encuentra en todas partes y en medio de todos; sabe ser violento y astuto. En estos últimos siglos ha intentado provocar la desintegración intelectual, moral y social de la unidad en el organismo misterioso de Cristo. Ha querido la naturaleza sin la gracia, la razón sin la fe, la libertad sin la autoridad, a veces la autoridad sin la libertad. Es un «enemigo» que se ha vuelto cada vez más concreto, con una falta de escrúpulos que aún nos deja atónitos: Cristo sí, Iglesia no. Luego: Dios sí, Cristo no. Finalmente, el grito impío: Dios ha muerto; o incluso: Dios nunca existió. Y he aquí el intento de edificar la estructura del mundo sobre cimientos que Nos no dudamos en señalar como principales responsables de la amenaza que se cierne sobre la humanidad: una economía sin Dios, un derecho sin Dios, una política sin Dios.
Del protestantismo a la Revolución francesa
El pernicioso y deplorable afán de novedades promovido en el siglo xvi, después de turbar primeramente a la religión cristiana, vino a trastornar como consecuencia obligada la filosofía, y de ésta pasó a alterar todos los órdenes de la sociedad civil. A esta fuente hay que remontar el origen de los principios modernos de una libertad desenfrenada, inventados en la gran revolución del siglo pasado y propuestos como base y fundamento de un «derecho nuevo», desconocido hasta entonces y contrario en muchas de sus tesis no solamente al derecho cristiano, sino incluso también al derecho natural.
De la revolución burguesa a la proletaria
Después de la revolución burguesa de 1789 había llegado la hora de una nueva revolución, la proletaria: el progreso no podía avanzar simplemente de modo lineal a pequeños pasos. Hacía falta el salto revolucionario. Karl Marx recogió esta llamada del momento y, con vigor de lenguaje y pensamiento, trató de encauzar este nuevo y, como él pensaba, definitivo gran paso de la historia hacia la salvación, hacia lo que Kant había calificado como el «reino de Dios». […]
Con precisión puntual, aunque de modo unilateral y parcial, Marx ha descrito la situación de su tiempo y ha ilustrado con gran capacidad analítica los caminos hacia la revolución, y no sólo teóricamente: con el partido comunista, nacido del manifiesto de 1848, dio inicio también concretamente a la revolución. Su promesa, gracias a la agudeza de sus análisis y a la clara indicación de los instrumentos para el cambio radical, fascinó y fascina todavía hoy de nuevo. Después, la revolución se implantó también, de manera más radical en Rusia. Pero con su victoria se puso de manifiesto también el error fundamental de Marx.
Del comunismo al libertinaje: «no» a Dios, «no» a la moral, «no» a las leyes
En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores. En esta dirección se orientan las doctrinas que desconocen el sentido de lo trascendente o las que son explícitamente ateas.
Se han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de «acuerdo con uno mismo», de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral.
Al final del proceso, el triunfo de la Virgen y de la Iglesia
Esta persecución, [la Iglesia] la conoce, por haberla sufrido en todos los tiempos y bajo todos los cielos. Muchos siglos por los que atravesó bañada en sangre le otorgan, pues, el derecho de afirmar con santa altivez que no la teme y que, cuantas veces sea necesario, sabrá afrontarla.
No quisiéramos que el cuadro de la dolorosa situación presente sacudiera en el ánimo de los fieles la plena confianza en el auxilio divino, el cual proveerá a su tiempo y por caminos misteriosos la victoria final. […] Mientras numerosas fuerzas conspiran contra la Iglesia y se la priva de toda ayuda y apoyo humanos, he aquí que se levanta majestuosa sobre el mundo y extiende su acción entre los pueblos más dispares bajo todos los ambientes. No, el antiguo príncipe de este mundo ya no podrá dominar como antes, después de haber sido expulsado de él por Jesucristo; los intentos de Satanás causarán ciertamente muchos males, sin embargo, no lograrán el éxito definitivo.
Extraído de la revista Heraldos del Evangelio, #246.