Imponerse la tarea de escribir algo breve acerca de celebridades que surcaron el firmamento de la Historia cuál estrella fugaz, a un tiempo ágil, brillante y encantadora, no es un cometido sencillo; y pretender redactar unas líneas, cortas o largas, sobre personas que simbolizan, como fue explicado en el artículo anterior, su propia nación, también es una empresa difícil.
Primero, porque se incurre con facilidad en el error de dar una visión unilateral de los hechos que las rodean; segundo, porque son astros de un tamaño inusual, especialmente si son longevos, cuyo recorrido exige un estudio más profundo. Pero existe otro riesgo, que merece cautela: de modo análogo al sol —que además de iluminar, ofusca—, la vida de tales hombres y mujeres excede los límites de la banal trivialidad que tanto satisface a los indiferentes; y que a veces les inquieta, debido a su brillo.
Hechas estas salvedades, pasemos a tratar algunos aspectos de la larga trayectoria de Isabel II, la cual encarnó los atributos de supremacía, nobleza y serenidad, como paradigma de su pueblo.
Una generación en tiempos de guerra
Nacida en Londres, el 21 de abril de 1926, Isabel Alejandra María se convirtió en la presunta heredera del Reino Unido en 1936, como consecuencia de la ascensión al trono de su padre; éste lo asumió debido a la abdicación de su hermano, Eduardo VIII.
Aún joven, el talle de su particular fisonomía se iba formando, menos atractivo que agraciado, a pesar de su sonrisa siempre jovial y afable, la cual no ocultaba el peso del porvenir que, sin duda, presentía. En sus ojos de una aguda percepción, tan propios de quien vislumbra más allá de lo que ve, se encontraba el atributo de personalidades analíticas que no dejan escapar nada a su observación, extrayendo de ellas ricas conclusiones. Pero en el conjunto de su fisonomía es donde trasparece el sentido innato de la autoridad, aliado al del deber, cuya expresión más destacada son los trazos gruesos de sus labios.
Finalmente, de una naturaleza privilegiada por la Providencia, comenzaban a brotar las cualidades morales que la acompañarían a lo largo de su vida: la constancia en los propósitos y la lealtad a lo que correctamente está dispuesto.
Habiendo estallado la Segunda Guerra Mundial, cuando Isabel aún no había cumplido los 15 años, ese trágico contexto sirvió de ocasión para que la futura reina forjara más profundamente su carácter firme y decidido, como afirmaría más tarde: «Mi generación, la generación de tiempos de guerra, es muy resistente». Sin demérito alguno a su noble condición, en tales circunstancias, se formó como conductora y mecánica, y fue promovida a capitana junior honoraria, en virtud de su alta responsabilidad, pese a su corta edad.
Lealtad para con su pueblo
Su ascenso al trono tuvo lugar en febrero de 1952, cuando tan solo tenía 25 años. La ceremonia de coronación se llevó a cabo el 2 de junio de 1953. Desde entonces, Isabel II hizo de la monarquía una misión de vida, fijándose para sí una meta de fidelidad a su estado: «Estoy segura de que mi coronación no es el símbolo de un poder y un esplendor que se han ido, sino una declaración de nuestras esperanzas para el futuro, y por los años que, por la gracia y la misericordia de Dios, se me concedan para reinar y servirlo como su reina».
A lo largo de los percances a los que está sujeto todo jefe de Estado, en la líder inglesa resplandecerían los atributos de la buena diplomática, de la mujer que sabe cultivar su propia inteligencia y, con una sola mirada, consigue poner a la persona con la que trata en la posición que corresponde.
No le faltaron oportunidades para expresar ese sentido diplomático, pues su interés por el universo político nacería ya en los primeros años de reinado, cuando mantenía encuentros semanales con el primer ministro inglés Winston Churchill. Ciertamente, de estas instrucciones pudo sacar una buena dosis del estilo de administración genuinamente anglosajón, reflejado en el paradigmático estadista.
En el transcurso de siete décadas al frente de la corona inglesa, sus viajes oficiales como jefe de Estado sumaron alrededor de doscientos cincuenta. Casi todos los países de la Commonwealth tuvieron la ocasión de recibir tan notable visita. La soberana se reunió con decenas de presidentes y, por momentos, vio fusionarse su historia personal —ya fuera como protagonista o espectadora— con la propia trama mundial. Sin embargo, salió indemne ante hechos como la independencia de las colonias británicas de África, la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín.
Ser madre: «el mejor trabajo»
No obstante, además de monarca, Isabel fue madre. Una tarea que, según dijo, «es el mejor trabajo». De su matrimonio con el duque de Edimburgo, Felipe Mountbatten, nacieron cuatro hijos: Carlos, Ana, Andrés y Eduardo.
En las fotografías que retratan la vida familiar de Isabel, llama la atención que toda la compostura que tanto la caracterizaba en medio de las solemnidades y pompas de la corte, no era olvidada ni menospreciada en tales circunstancias. Por el contrario, muestran la integridad de su índole, sin perjuicio alguno del afecto y el calor maternales.
Incluso en los momentos de intimidad, como en los de un pícnic, era notable su limpieza, siempre eximia e impecable. No había un pelo de su cabello fuera de su sitio, y hasta cuando en los pliegues de su vestido hay algo que parece ser fortuito, se diría que se trataba de una casualidad muy estudiada.
Años conturbados
Si bien la líder inglesa se preocupó por exteriorizar el equilibrio entre la cortesía y la jovialidad, sobre todo en público, su vida estuvo impregnada de situaciones difíciles.
Según afirmó ella misma, el período más turbulento de su existencia fue el año 1992, definido como annus horribilis. En esa ocasión, sus hijos Carlos, Ana y Andrés rompieron sus respectivas uniones matrimoniales, siendo no sólo un duro golpe para la monarquía inglesa, sino un enorme entristecimiento para su corazón de madre.
Sin embargo, estos y otros infortunios no la abatieron. Siempre en actitud erguida, se diría que era portadora de un don capaz de sortear los acontecimientos nacionales y personales con finísima prudencia.
Reverencia por lo sagrado
Las ocasiones para manifestar esta virtud tan de su aprecio se dieron también en la esfera eclesiástica, habiendo mostrado extremo respeto e incluso auténtica simpatía por el papado.
Las fotos de los encuentros con pontífices, empezando por Pío XII, en 1951, hasta nuestros días, son de gran elocuencia. Lejos de la pretensión de tener una actitud discordante con el papado, Isabel II reconoció en el sucesor de Pedro al poseedor de un oficio muy superior al suyo.
¿Cómo se explica, por ejemplo, que cuando Benedicto XVI realizó, en 2010, la primera visita de Estado de un pontífice al Reino Unido desde la ruptura de Enrique VIII con la Iglesia Católica, en 1533, fuera recibido de un modo tan caluroso y, diríamos, filial?
Modelo impar de dignidad
De conformidad con el camino que eligió para sí, combinando las vicisitudes de una infancia transcurrida en medio de la guerra con los años siguientes que modelaron su decidido carácter, la trayectoria de Isabel II queda bien resumida en un principio explicitado por ella: «El dolor es el precio que pagamos por el amor». En efecto, quien mucho amó su misión y, en consecuencia, a su pueblo, por él también decidió entregar una vida entera.
En el epílogo de su existencia, se convirtió en un modelo impar de dignidad, honor y grandeza, puesto al servicio de su nación, pero que excedió los límites insulares del reino británico y de la Commonwealth.
Esperamos que en el umbral de la muerte, Dios le haya concedido a Isabel II las gracias necesarias para abrazar la verdad íntegra y, de esta forma, su alma fuera acogida en las moradas celestiales. Long live the Queen! ◊