Nuestro Redentor, conociendo que los corazones de sus discípulos habían de ser gravemente turbados en su Pasión, mucho antes que ésta sucediese, les dio noticia de ella y de la Resurrección; para que viéndole morir, como Él se lo había dicho, estuviesen ciertos de que había de resucitar.
Pero sabiendo el Señor que los discípulos como carnales no podían comprender las palabras de este misterio, quiso obrar en su presencia un milagro. Y así dio vista a un ciego, para llevarlos a la firmeza de la fe con obras maravillosas, ya que no podían entender bien las palabras.
Símbolo del género humano, privado de la luz por el pecado
Ahora bien, queridísimos hermanos, los milagros del Señor, nuestro Salvador, se han de oír de modo que creáis que fueron así como se refieren y junto con esto habéis de creer que tienen dentro de sí y contienen otro misterio. Son sus obras tan llenas de maravillas que, por una parte, muestran por fuera su maravilloso poder y, por otra, encierran dentro un misterio divino.
En lo que toca al sentido literal, no sabemos quién era este ciego [del que nos habla el Evangelio]; pero sabemos en el misterio a quién significa.
Este ciego es el género humano: el cual en nuestro primer padre fue excluido de los gozos del paraíso y, como ignorante y privado de la claridad de la luz soberana, padece las tinieblas a que fue condenado; pero es iluminado con la presencia del Redentor, para que a lo menos dentro del alma sienta luz para desear el bien y, con este deseo, empiece a andar por el camino de las buenas obras para alcanzarle. […]
No basta reconocer la ceguera, hay que clamar a Jesús
Y viene muy a propósito decir que este ciego estaba sentado junto al camino y mendigando, porque la misma Verdad hablando de sí dice: «Yo soy el camino» (Jn 14 6).
Claro está que es ciego el que no siente en sí la claridad de la luz eterna; mas cuando ya tiene el principio, que es creer en su Redentor, podemos decir que está sentado cerca del camino. Y si habiendo creído, calla y no pide misericordia para ver la luz eterna, y cesa de pedir este favor, diremos que el ciego está junto al camino, pero que no pide limosna; mas si junto con creer pide merced a Dios, diremos que el ciego está junto al camino y que está pidiendo.
Mirad, cualquiera que conoce las tinieblas de su ceguera y entiende que le falta la luz soberana, saque el clamor de lo interior de sus entrañas y con verdadera voz del alma diga: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!» (Lc 18, 38).
Jesús escucha a quien persevera en la oración
Mas veamos qué le sucede a este ciego que da tantas voces: «Los que iban delante lo regañaban para que se callara» (Lc 18, 39a). ¿Quién pensáis que son estos? Sabed que son los deseos carnales y los escuadrones de los vicios, que por impedir que Dios nos oiga y lo llamemos con atención, desbaratan nuestros buenos pensamientos y desordenan con sus tentaciones cualquiera buena deliberación que nuestra alma hace; y cuando el corazón quiere estar más atento en la oración, allí procuran perturbarle.
A menudo, cuando queremos dejar los pecados y volvernos a Dios, y para esto nos ponemos en oración, entonces se representan por su industria a nuestro corazón las visiones espantosas de los pecados que hemos cometido, y quieren deslumbrar a nuestra alma, confundir nuestro corazón, y quitarnos el habla. […]
Sepamos, pues, lo que hizo el ciego contra todo esto para ser alumbrado. Prosigue el texto: «Pero él gritaba más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”» (Lc 18, 39b). Mirad que siendo este ciego acusado por la gente y mandado que calle, clama con mayores voces, dándonos a entender, que tanto con mayor fervor debemos insistir en la oración, cuanto mayor estruendo sentimos de los pensamientos carnales que perturban nuestra alma.
La multitud quiere contradecirnos para que no demos voces, cuando las visiones feas de nuestros tan graves pecados se nos representan en la fantasía, y perturban nuestra oración; pero es menester, que cuanta más contradicción sienta la voz de nuestro corazón, tanto con mayor calor ore, hasta vencer aquellos impedimentos que la fantasía nos representa, y que la oración sea tan importuna y firme, que rompiendo todos estos nublados, suba a los oídos del Señor. […]
Mas cuando con fortaleza insistimos en la oración, detenemos en nuestro espíritu a Cristo que antes iba pasando. Y por esto se sigue: «Jesús se paró y mandó que se lo trajeran» (Lc 18, 40). […]
«Señor, que yo vea»
Y por esto es bien que notéis lo que le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?» (Lc 18, 41a). ¿Por ventura quien tenía poder para darle la vista ignoraba qué quería? No por cierto, mas es su voluntad que le pidamos lo que ya sabe que le hemos de pedir y Él nos lo ha de dar; y siempre nos manda que con oraciones le importunemos, sin embargo, junto con esto nos dice: «Vuestro Padre celestial sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis» (Mt 6, 8).
Luego no por otra cosa nos dice que pidamos, sino por mover nuestro corazón a que oremos; y así vemos que este ciego dijo: «Señor, que yo vea» (Lc 18, 41b). Mirad, no le pide al Señor oro, sino luz; tiene, pues, en poco pedir otra cosa de cuantas hay en el mundo sino luz: porque dado que todo lo tuviese, sin vista no lo podía ver.
Procuremos, amados hermanos míos, ser semejantes a este ciego, pues sabemos que fue alumbrado en el alma y en el cuerpo. No pidamos a Dios riquezas engañosas, ni dones corruptibles de la tierra, ni honras mundanas. Pidámosle la luz, pero no la luz que se encierra en un lugar, que se acaba con el tiempo, que se cambia con la noche, ni la luz de que se sirven también los animales brutos. Supliquémosle que nos dé la luz que los ángeles gozan y ven: porque esta es la luz que ni tiene principio ni fin.
Ahora bien, el camino para llegar a esta luz es la fe. Y por esto con razón le respondió el Señor al ciego a quien quería alumbrar: «Recobra la vista, tu fe te ha salvado» (Lc 18, 42). ◊
Fragmentos de: SAN GREGORIO MAGNO.
Homilías sobre los Evangelios. Homilía II,
pronunciada en la Basílica de San Pedro, 19/11/590.
Traducción: Heraldos del Evangelio