A un joven que practicaba los mandamientos, Jesús lo miró con amor y le hizo una invitación: «Vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el Cielo, y luego ven y sígueme» (Mc 10, 21).
Ese llamamiento a abandonarlo todo para seguir al divino Maestro llegó en primera instancia a los Apóstoles y, en los siglos sucesivos, a muchas almas sedientas de darlo todo por Cristo. Inicialmente, el martirio representó el camino regio para seguir los pasos sangrientos y gloriosos de Jesús; más adelante, cuando el peligro de la muerte cruenta se hacía siempre más distante, se verá en la fuga mundi el modo de morir a cualquier expectativa meramente humana, poniendo en práctica de la forma más radical el consejo de San Pablo: «Buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra» (Col 3, 1-2).
El movimiento eremítico, el monacato y la vida religiosa en general han sido un lugar privilegiado para responder con generosidad a la llamada de Jesucristo: «Sígueme». Su palabra ha conmovido a millares de corazones durante los ya más de veinte siglos de historia de la Santa Iglesia, creando una constelación de santos que asumieron el estado de suprema libertad para servir al Señor como sus esclavos de amor.
Sin embargo, el llamado al seguimiento no es exclusivo de algunos en la Iglesia. El Señor invitó también a las multitudes: «Si alguien quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga» (Lc 9, 23).
Diferentes medios para alcanzar un mismo fin
Gracias al énfasis dado a la llamada universal a la santidad de todos los fieles, en cualquier estado o condición,1 esta perspectiva vuelve a flote, después de varios siglos de olvido y resignación.
Se trata de despertar en todos los bautizados el interés por un estudio sobre la perfección, esto es, el seguimiento de Cristo, pues de una forma u otra, ¡la santidad atañe a todos, sin excepción! Además, intentar mostrar con equilibrio —evitando las tensiones, pero sin invertir el orden de las cosas en la Iglesia— el lugar del estado de perfección y su relación con el llamado a la plenitud de la caridad propia al estado laical.
Para ello, proponemos al lector una reflexión con base en la doctrina tomasiana acerca de la perfección, a fin de comprobar la armonía existente entre el estado de vida religiosa y la vida secular, tantas veces contrapuestos en la historia moderna. En efecto, la fragmentación de la Teología en Dogmática y Moral, y la posterior segmentación de ésta en tratados dedicados a casos de conciencia y manuales de ascética, pudo sugerir dos niveles de vida cristiana paralelos. El primero sería el de la perfección —significando un seguir a Cristo en la renuncia a los bienes, al matrimonio y a la propia voluntad—; y el segundo consistiría en vivir evitando el mal moral, representado por el pecado mortal y el vicio, aunque sin aspiraciones a la santidad, reservada tan sólo a los religiosos.
Santo Tomás de Aquino jamás podría imaginar la simple formulación de semejante teoría. Para él, como veremos, todos son llamados al seguimiento, y el seguimiento consiste en la perfección de la vida espiritual, o sea, en la santidad. La única diferencia existente entre los diversos estados dice respecto a la elección de los medios para la obtención de un mismo fin.
¿En qué consiste la perfección?
Antes de nada, es oportuno indagar en qué consiste la perfección. Santo Tomás responde con las palabras de San Pablo: «Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta» (Col 3, 14). Oigamos la razón teológica expuesta por el Doctor Angélico después de haber citado la autoridad infalible de las Escrituras: «Se considera que una cosa es perfecta cuando alcanza el fin propio, que es su última perfección. Ahora bien: la caridad es la que nos une a Dios, que es el fin último del alma humana. […] Por tanto, la perfección cristiana consiste principalmente en la caridad».2
El siguiente paso a dar es preguntarse si es posible ser perfecto en esta vida, llevando la caridad a una realización plena. La respuesta común es negativa: «La perfección dejémosla para el Paraíso». No obstante, el Ángel de las Escuelas no pensaba así: «La ley divina no obliga a lo imposible. Sin embargo, nos invita a la perfección cuando se nos dice: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”. Luego parece que alguien puede alcanzar la perfección en esta vida».3
Claro que, según explica el mismo Santo Tomás, hay una diferencia de intensidad entre la perfección posible mientras se peregrina in via y la de los bienaventurados in patria. En el Cielo, la perfección «responde a la capacidad total del que ama, en cuanto que su amor se dirige a Dios con todas sus fuerzas y siempre de modo actual».4 En la vida presente, no se puede lograr este altísimo grado de contemplación afectiva, que significa una inmersión definitiva en la caridad divina. Existe, no obstante, un modo de perfección por el cual «se excluye todo lo que es contrario al amor de Dios».5 Este modo se puede adquirir mientras se es viador.
Por otra parte, el Aquinate deja bien sentada la correspondencia entre la caridad y la práctica de los mandamientos de la ley de Dios. Lo hace, como siempre, mediante varios argumentos de autoridad de la Sagrada Escritura: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón» (Dt 6, 5); «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19, 18); «De estos dos mandamientos dependen la Ley y los Profetas» (Mt 22, 40). Finalmente, concluye: «La perfección de la caridad, de la que se toma la perfección de la vida cristiana, consiste en amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a nosotros mismos. Luego parece que la perfección consiste en la observancia de los mandamientos».6
Es una conclusión de gran relieve, a ser subrayada: la perfección está en el cumplimiento de la ley de Dios; todos la han de observar para salvarse y, por lo tanto, la llamada a la perfección —como resulta en claro en el Evangelio— es universal y no sólo para algunos.
¿Cómo alcanzar la perfección?
Habiendo aclarado ya qué es la perfección, surge ahora otra pregunta: ¿cómo alcanzarla en esta vida? De dos modos, nos responde el Doctor Angélico: «Primero, en el que la voluntad del hombre rechaza todo lo que es contrario a la caridad, como es el pecado mortal. Sin esta perfección no puede subsistir la caridad, por lo tanto, es necesaria para la salvación. Segundo, en el que la voluntad humana rechaza no sólo lo que es contrario a la caridad, sino todo lo que impide que el afecto del alma se dirija totalmente a Dios».7
Algunos podrán ver en esta respuesta una «moral de mínimos», esbozada con sutil embrujo. Para ser perfecto se trata «tan sólo» de evitar el pecado mortal, como se decía antes. ¿Estaría, pues, Santo Tomás, el sol de la teología, dirigiendo a los cristianos por un camino secundario? Antes de nada, es necesario decir que evitar el pecado mortal exige heroísmo. Y, además, no es posible conseguirlo sin una vida santa, atravesada por los rayos de las virtudes teologales y regulada por las virtudes cardinales.
Por ejemplo, ¿cómo podría ser puro un joven —vencedor del Maligno, de la incitación tempestuosa de las pasiones y del dechado seductor del mundo— si no es luchando arduamente, con el auxilio de la gracia? Interrogantes como éste se podrían aplicar a personas de todas las edades a la vista de las más variadas situaciones morales. Es tan difícil abstenerse del pecado mortal, que para los hombres abandonados a sus fuerzas naturales es imposible; sólo se logra con la ayuda de Dios (cf. Mt 19, 26).
Preceptos y consejos
Pero volviendo a la cuestión precedente: si la perfección consiste en la práctica de los mandamientos, ¿cómo se explica que se pueda ser aún más perfecto no sólo evitando violar la sagrada ley divina, sino retirando cualquier obstáculo que aleje la voluntad del amor de Dios? Dejémosle la palabra al propio Santo Tomás:
«En dos sentidos se puede decir que la perfección consiste en algo: primero, por sí misma y esencialmente; después, secundaria y accidentalmente. Esencialmente, la perfección cristiana consiste en la caridad […] y en la práctica de los mandamientos. […] De manera secundaria e instrumental, la perfección consiste en el cumplimiento de los consejos [evangélicos], los cuales, como los mandamientos, se ordenan a la caridad, pero de modo distinto. En efecto, los mandamientos se ordenan a apartar lo que es contrario a la caridad que la hace incompatible con ellos, mientras que los consejos se ordenan a remover los obstáculos de los actos de la caridad, que, sin embargo, no la contrarían, como el matrimonio, la ocupación en los negocios seculares, etcétera».8
Por consiguiente, los consejos, cuyo mismo nombre indica la índole electiva, se ordenan al cumplimiento de los preceptos9 a modo de instrumento. Santo Tomás esclarece aún más el argumento mediante un ejemplo que le toca muy de cerca, como veremos: «Algo está ordenado al fin de dos maneras: una, como necesaria al fin sin la cual éste no puede existir, al igual que el alimento para conservar la vida del cuerpo. Otra, por así decirlo, necesaria al fin en el sentido de que sin ella no se puede alcanzar tan bien el fin, como el caballo está ordenado al viaje, no porque sin el caballo uno no pueda andar, sino porque con él se va mejor».10
Bien lo sabía el bueno y corpulento fraile mendicante. En efecto, casi todos los caminos recorridos por Santo Tomás, los hizo a pie: de Nápoles a Bolonia, de Bolonia a Colonia, de Colonia a París… andando bajo lluvia, frío, sol y calor. ¿Cuántas veces no habrá pensado el Aquinate, al ver los jinetes adelantarle cabalgando en apuestos caballos, en la eficiencia de ese vehículo animal en cuanto un instrumento casi necesario para alcanzar el fin?…
En todo caso, después del significativo ejemplo, sigue la aplicación doctrinal, siempre tan precisa: «De modo semejante los consejos están ordenados a los preceptos no porque sin ellos no se puedan observar los preceptos […] —de hecho, Abrahán, que hacía uso del matrimonio y de las riquezas fue perfecto delante de Dios, según las palabras del Génesis: “Camina en mi presencia y sé perfecto” (17, 1)—, sino porque con los consejos se alcanza más fácil y expeditamente la perfecta observancia de los preceptos».11
Con aquella fineza que le caracteriza, Santo Tomás establece la relación justa entre preceptos y consejos, salvando la posibilidad de ser perfecto en el cumplimiento de la Ley incluso cuando, por vocación, como en el caso de Abrahán, no se abracen las vías de la continencia perfecta, de la pobreza y de la obediencia. Así como el fraile llegó siempre a su lejana meta tras largos trayectos a pie, sin ese instrumento casi necesario llamado caballo, de esa misma forma se puede ser perfecto sin practicar los consejos.
Perfección y seguimiento
Santo Tomás, por otro lado, equipara la perfección al seguimiento de Cristo. Al comentar la invitación del Señor al joven rico, transcrita al inicio de este artículo, así lo explica:
«En esas palabras del Señor hay algo que se pone como camino hacia la perfección, como son las palabras: “Ve, vende cuanto tienes y dalo a los pobres”, y algo en que consiste la perfección: “Y sígueme”. Por ello dice Jerónimo que “dado que no basta con abandonar, Pedro añade lo que es perfecto, es decir: ‘Te hemos seguido’”. Y comentando ese mismo pasaje: “Sígueme”, Ambrosio dice: “Le manda seguirlo, no con pasos materiales, sino con el afecto de su mente, lo cual se realiza mediante la caridad”».12
De esa forma, todos los llamados a la perfección, o sea, todos los bautizados, han oído la invitación de Jesús a seguirle. Algunos, como el joven rico, dejándolo todo, otros, como Zaqueo abandonando la vida de pecado y abrazando la fe vivificada por las obras buenas, como la limosna y la restitución (cf. Mt 19, 1-10).
Llamados a recorrer el mismo camino
En conclusión, en estos tiempos tan necesitados de una verdadera renovación espiritual, es necesario redescubrir el valor de la Teología del seguimiento, como propuesta evangélica para alcanzar la perfección a que nos invita el divino Maestro. El seguimiento, sin embargo, se nos ofrece en diversas modalidades, no como caminos diferentes, paralelos u opuestos, sino en cuanto modos diferentes de recorrer el mismo camino, que es el mismo Cristo.
Algunos han sido llamados a la vía matrimonial y tienen el mérito de completar el número de los elegidos, legándoles la fe y educándolos en ella. Otros han sido dotados con una vocación más exigente, la de dejarlo todo. Éstos, libres de las preocupaciones del mundo, recorren el camino de la salvación con mayor facilidad, aunque sin olvidar nunca que están al servicio de la Iglesia, para completar su belleza, a modo de portaestandartes de la perfección, dando a todos los ánimos necesarios para no desistir a medio camino, tendiendo continuamente a Cristo, meta y perfección de nuestra vida. ◊
Extraído, con adaptaciones, de:
«La centralidad del seguimiento de Cristo
en la santificación del cristiano».
In: A vida religiosa hoje. São Paulo,
Lumen Sapientiæ, 2018, t. I, pp. 11-44.
Originalmente publicado en la revista Heraldos del Evangelio, #231.
1 Cf. CONCILIO VATICANO II. Lumen gentium, n.º 41.
2 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 184, a. 1.
3 Ídem, a. 2.
4 Ídem, ibídem.
5 Ídem, ibídem.
6 Ídem, a. 3.
7 Ídem, a. 2.
8 Ídem, a. 3.
9 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Quodlibet, IV, q. 12, a. 2.
10 Ídem, ad 3.
11 Ídem, ibídem.
12 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 184, a. 3, ad 1.