La teología le ha asignado numerosos atributos a Dios, como Sumo Bien, Suma Verdad y Suma Belleza. Conforme la doctrina clásica de la participación, todos los seres creados son en mayor o menor grado partícipes de dichas cualidades, es decir, son más o menos buenos, verdaderos y bellos.
De manera similar, podemos afirmar igualmente que, en cierto sentido, Dios es la Victoria. Y de este atributo también participa la obra salida de sus manos.
En los albores de la Creación de los seres angélicos, momento en que parecía que las tinieblas prevalecían con la rebelión de Lucifer, San Miguel proclamó: «¡Quién como Dios!». Y con este grito el arcángel derrotó mediante un estallido de luz a las huestes de Satanás, convirtiéndose en el paladín del Sumo Bien y el supremo vengador del honor de Dios ofendido. Por lo tanto, participó de la victoria del Altísimo.
Por otra parte, en la tierra, después del pecado original, todo parecía indicar que el bien había perecido; expulsados del paraíso, Adán y Eva tendrían que sufrir y luchar en este valle de lágrimas. No obstante, se mantenía la promesa de que la mujer —la Virgen— aplastaría la cabeza de la serpiente (cf. Gén 3, 15).
De hecho, el «sí» de María Santísima al anuncio angélico fue un durísimo revés contra las legiones infernales, porque de Ella nacería la propia Vida (cf. Jn 14, 16). En el Verbo Encarnado todo era victoria, incluso su muerte, pues por ella se conquistó el triunfo más grande para el género humano: la Redención. Además, una vez resucitado, Jesús ya no muere más, «la muerte ya no tiene dominio sobre él» (Rom 6, 9).
Sin embargo, el demonio no bajó la guardia, incluso derrotado. Al contrario, el Apóstol esclarece que nuestra lucha no es «contra hombres de carne y hueso, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire» (Ef 6, 12). Mientras el calcañar de la Virgen no aseste el último golpe, la raza de la serpiente seguirá emprendiendo sus insidias sobre el género humano.
San Pedro nos exhorta a la vigilancia contra ese enemigo traicionero (cf. 1 Pe 5, 8), lo cual debemos hacerlo, ante todo, proveyéndonos de armas espirituales como la Eucaristía y el Rosario. En efecto, lo más importante en esta lid es conservar la vida interior, incluso en las extenuantes agruras a las que está expuesto nuestro hombre exterior.
En el combate cotidiano, los verdaderos hijos de la Iglesia confían, por consiguiente, en que las puertas del infierno jamás prevalecerán contra ella (cf. Mt 16, 18). Y la ruina del mal depende de cada uno de ellos, como señaló el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira en el libro En defensa de la Acción Católica: «La victoria de la Iglesia en la gran lucha en la que está comprometida depende, en última instancia, de la santidad». Al participar de la victoria divina, el santo siempre vence, hasta en la muerte, pues no hay triunfo más grande que el Cielo.
Por lo tanto, es preciso tener una absoluta confianza en los designios del Todopoderoso, incluso en las caóticas encrucijadas en que nos encontramos. El demonio es un eterno derrotado. Así pues, si el Señor es la Victoria, los que lo sirven participan de su conquista, porque a ellos le ha sido prometido: «Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono» (Ap 3, 21). ◊
Editorial de la revista Heraldos de Evangelio, #225.