Habían pasado cuatro días desde que corrieron la losa de la tumba. El cuerpo, según la Sagrada Escritura, ya olía mal. Sin embargo, Lázaro volvió a la vida y se convirtió en un indiscutible símbolo de la omnipotencia de Jesús: un poder sobre la vida y la muerte, cuya jurisdicción sobrepasaba el umbral de la eternidad.
No obstante, lo que los evangelistas no narran, y que seguramente al hombre contemporáneo le gustaría mucho conocer, es lo que habría visto Lázaro al pasar de esta vida a la otra…
¿Qué hay después de la muerte?
He aquí una pregunta mantenida bajo el más absoluto velo de misterio a lo largo de todos los tiempos. Creemos, por la fe, que la muerte es la puerta definitiva hacia la eternidad, un paso obligado para ir al Cielo o al infierno; pero ¿quién puede decir con exactitud qué encontraremos cuando cerremos los ojos por última vez?
En realidad, sólo aquellos que han cruzado el umbral de la muerte podrían dilucidar con certeza esta cuestión… lo cual no suele ocurrir, puesto que el paso a la otra vida acostumbra a ser definitivo.
Pero hubo «muertos» que volvieron a la vida y relataron lo que encontraron al divisar el umbral de la eternidad. Antes de conocer algunos de estos casos extraordinarios, vale la pena recordar ciertos principios.
En las «fronteras de la muerte»
Actualmente, numerosos estudiosos se dedican a examinar las llamadas experiencias cercanas a la muerte, que, desde una perspectiva científica, se aproximan a lo que nosotros, los católicos, creemos por revelación divina: la resurrección de la carne y la vida eterna.
Aunque la medicina aún no ha logrado determinar con exactitud el momento en el que la vida cesa y da paso a la muerte, para definir esta última diferencian la llamada muerte clínica de la muerte biológica, pues son situaciones distintas.
La muerte clínica se caracteriza por signos que pueden ser monitorizados, como la midriasis, el paro cardiorrespiratorio, la ausencia total de reflejos y la suspensión de la actividad cerebral, reflejada en el electroencefalograma plano. Sin embargo, con la tecnología moderna es posible revertir este cuadro entre los tres y los diez minutos siguientes a la defunción, impidiendo el «embarque» a la eternidad.
El óbito definitivo y, por así decirlo, irreversible de una persona se llama muerte biológica, y su signo más evidente es cuando comienza el proceso de descomposición del cuerpo.
Los teólogos, por su parte, definen la muerte como la separación del alma de su propio cuerpo, y diferencian dos etapas: la muerte aparente y muerte real. Explica el P. Royo Marín, OP: «Entre el momento llamado de la muerte y el instante en que ésta tiene realmente lugar, existe siempre un período más o menos largo de vida latente […]», ya que «la muerte no viene de repente; es un proceso gradual de la vida actual a la muerte aparente y de ésta a la muerte real».1
Conviene señalar que los casos relatados a continuación ocurrieron muy probablemente entre la muerte clínica o aparente y la muerte biológica o real, en un estado que podríamos denominar como la «frontera de la muerte».
Una cuestión complementaria
Aún queda una pregunta por responder en este intrincado asunto: las almas de aquellos que «vuelven a la vida», ¿fueron juzgadas? Según la teología, el juicio particular se celebra en el momento mismo de la muerte, siendo su sentencia instantánea e irrevocable. ¿Qué pensar entonces de estas raras excepciones? Sencillamente que volvieron a la vida antes de ser juzgadas, es decir, previendo ese regreso, no estuvieron sometidas al juicio particular, el cual sucederá cuando se produzca la segunda y definitiva muerte corporal.2
Dejando de lado las discusiones sobre el tema, dado que la ciencia y la teología aún no han podido precisar el momento de la muerte real, dirijamos nuestra atención a las experiencias de quienes pasaron por este trance y recuerdan lo que vieron y oyeron, pues pueden darnos cierta noción de lo que nos sucederá el día que Dios quiera llamarnos.
«Virgen, ¡levántate!»
Santa Hildegarda de Bingen, gran mística del siglo xiii, pasó por varias experiencias cercanas a la muerte, en una de las cuales toda la comunidad ya lloraba su fallecimiento.3 La abadesa se estaba debatiendo entre la vida y la muerte durante treinta días y parecía, finalmente, que había sucumbido a la fiebre: «Mi cuerpo, parecía derretirse bajo el ataque de un dolor agudo. Mi carne, mi sangre, la médula de mis huesos se secaban. Mi alma parecía lista para liberarse de mi cuerpo…».
Su alma se encaminaba entonces hacia una gran luz, cuando vio al glorioso San Miguel, rodeado de sus combatientes, que le interpeló: «¡Vamos, vamos! ¿Por qué duermes, y contigo el conocimiento que Dios te ha dado para su servicio? […] Amanece, ¡levántate! Sale el sol, ¡levántate, come y bebe!».
Entonces Hildegarda oyó a todo el ejército celestial cantar en retumbante coro: «¡Escuchad la voz! Los mensajeros de la muerte han hecho silencio, aún no es el momento de partir. Virgen, ¡levántate!».
Y volvió a la vida.
Salvio, el hombre que volvió del Cielo
No siempre es tan hermosa la experiencia cercana a la muerte… A veces conduce a la conversión, en otras ocasiones puede servir de incentivo para abrazar una vía de mayor perfección. San Gregorio de Tours,4 el historiador de los francos, recoge el testimonio de San Salvio, un monje que regresó a la vida después de, supuestamente, haber contemplado algo de la bienaventuranza celestial.
Habían pasado cuatro días desde su fallecimiento, cuando «despertó» exclamando: «Oh, Señor misericordioso, ¿por qué me has hecho volver a este tenebroso lugar del mundo, cuando mejor fue para mí tu misericordia en el Cielo que la vida en este siglo perverso?».
Sorprendidos, los circunstantes deseaban que contara lo que le había pasado, pero Salvio guardó silencio y ayunó durante tres días, tras los cuales narró: «Fui llevado al Cielo por dos ángeles, de modo que me pareció que tenía bajo mis pies no sólo esta tierra inmunda, sino también el sol y la luna, las nubes y las estrellas. Luego fui introducido, a través de una puerta más luminosa que el día, en una morada llena de una luz inefable y de una extensión indescriptible, en cuyo pavimento entero resplandecían el oro y la plata».
Salvio saludó a numerosos ángeles, mártires y confesores, en un ambiente reluciente y sobrenatural, mientras se acercaba a una luz más intensa que las demás: «Me inundó un perfume de extrema dulzura, que tanto me nutrió que todavía no siento hambre ni sed. Escuché una voz que decía: “Que regrese a la tierra, pues es necesario para nuestras iglesias”».
Como se puede imaginar, el infortunado lamentó amargamente verse obligado a abandonar las delicias del Cielo y regresar a este valle de lágrimas… «¡Ay, ay! Señor, ¿por qué me has mostrado estas cosas si estoy privado de ellas? He aquí que hoy soy expulsado de tu presencia para regresar a un mundo frágil y no volver nunca más aquí. Te ruego, Señor, que no apartes de mí tu misericordia; te suplico que me dejes vivir en este lugar, no sea que al salir de él perezca. Y la voz que me había hablado dijo: “Ve en paz, porque yo soy tu guardián hasta que te traiga de vuelta aquí”».
De la inocente descripción que nos ha dejado la historia se desprende que el piadoso monje, futuro obispo de Albi, no llegó hasta los esplendores de la visión beatífica —de la que seguramente nunca habría regresado—, sino que sólo pudo vislumbrar algo de esas delicias que Dios reserva para sus elegidos, quizá para edificación de sus oyentes inmediatos y beneficio de la posteridad.
Del purgatorio a la tierra…
No menos impresionante es la experiencia narrada por San Beda,5 que «tuvo lugar en Inglaterra, para que los vivos pudieran despertar de la muerte del alma».
Este es el caso de un hombre piadoso que, tras una grave enfermedad, falleció. Sus familiares lo velaron durante la noche, pero al amanecer volvió a la vida, causando gran asombro y pánico entre los presentes, de los cuales sólo su esposa tuvo el valor suficiente de permanecer junto al féretro… «Me permitieron estar de nuevo entre los hombres; sin embargo, de ahora en adelante ya no debo vivir como solía hacerlo, sino de una manera muy diferente», le explicó.
Entonces le contó que un guía resplandeciente de luz lo condujo por un extenso y profundo valle. El camino que seguían estaba flanqueado por un mar de fuego y por un campo asolado por la nieve y el granizo. «Ambos lados estaban llenos de almas humanas que parecían ser arrojadas de un sitio a otro como por una violenta tormenta…».
La horrible visión le hizo pensar que se trataba del infierno. No obstante, la entrada a éste estaba más adelante y, mientras contemplaba estupefacto la terrible suerte de los condenados, he aquí que el guía lo abandonó… Perdido en la negrura del valle y muy asustado, los demonios lo rodearon tratando de agarrarlo, hasta que apareció nuevamente el guía, llevándolo a otro lugar.
Caminaron hacia una altísima muralla, y la vista del otro lado le hizo olvidar las penalidades por las que había pasado: «Había una vasta y agradable llanura, cuya fragancia de flores disipaba con la maravillosa dulzura de sus aromas el fétido hedor del oscuro horno que se había apoderado de mis fosas nasales. Tan grande era la luz que se extendía sobre ese lugar que parecía exceder el brillo del día o los rayos del sol del mediodía. En aquel campo había innumerables grupos de hombres vestidos de blanco y muchas plazas de jubilosas multitudes».
Más adelante vio una luz muy hermosa y escuchó el sonido de dulces cánticos, pero el guía le explicó que tenían que regresar por el camino que habían venido. Mientras caminaban, le explicó las visiones que había tenido: el mar de fuego y de nieve era el lugar donde se purgaban aquellos que se habían arrepentido de sus pecados sólo en el momento de la muerte, mientras que la llanura florida —¡pásmese el lector!— aún no era el Cielo, sino la región donde terminaban de purificarse aquellas almas que aún no eran lo suficientemente perfectas para contemplar a Dios.
Al regresar del mundo de los muertos, ese hombre llevó una vida de gran penitencia, a la espera del momento en que pudiera ser admitido en las moradas eternas. Esta experiencia fue, sin duda, una gracia particularísima, con miras a un verdadero fervor.
Un fusilado salvado por el Padre Pío
Acompañemos un relato más reciente, que le sucedió a un hijo espiritual del Padre Pío, el P. Jean Derobert, un militar que se enfrentó a un pelotón de fusilamiento…6
Una mañana, Jean recibió una nota del Padre Pío que decía: «La vida es una lucha, pero conduce a la luz». Por la noche, la aldea donde estaba destinado en Argelia fue atacada por rebeldes y acabó siendo fusilado junto con otros cinco soldados.
«Vi mi cuerpo a mi lado, que yacía, cubierto de sangre, entre mis camaradas asesinados. Y empecé una curiosa ascensión por una especie de túnel. De la nube que me rodeaba surgían rostros conocidos y desconocidos. […] Continué mi ascensión hasta que me encontré en medio de un paisaje maravilloso, envuelto en una luz dulce y azulada… Después vi a María, maravillosamente bella con su manto de luz, que me recibió con una sonrisa indecible… Detrás de ella estaba Jesús, maravillosamente bello, y detrás, una zona de luz que supe que era el Padre, y en la que me sumergí…
»Allí sentí la satisfacción total de todos mis deseos… Conocí la dicha perfecta… Y bruscamente me encontré en la tierra, con el rostro en el polvo, entre los cuerpos cubiertos de sangre de mis camaradas».
Tiempo después, en una visita a su padre espiritual, Jean lo oyó exclamar: «Ay! ¡Cuánto me has hecho pasar! ¡Pero lo que viste fue muy bello!». Estaba vivo gracias al Padre Pío y, además, había perdido el miedo a la muerte porque sabía lo que le esperaba «al otro lado». Una vez más se vislumbra la intención pedagógica de la Providencia al brindar experiencias tan extraordinarias como las narradas, subrayando, en cierto modo, algo de lo que nos enseña la doctrina católica sobre el más allá.
Un encuentro con Jesús a 130 kilómetros por hora
En 2008, la directora de cine y escritora Natalie Saracco sufrió un terrible accidente automovilístico a 130 km/h, en una carretera de camino a su casa, cerca de Pacy-sur-Eure (Francia).7 Se quedó atrapada dentro del coche y poco a poco empezó a sentir que su vida se le escapaba mientras expulsaba chorros de sangre. Se vio en un lugar fuera de los límites espaciotemporales y se encontró ante Jesús, que le mostró su Corazón rodeado de espinas.
«Lloraba, y de su Corazón brotaban lágrimas de sangre. Y aquellas lágrimas brotaban también de mi propio corazón. Me pareció que Él deseaba que yo experimentara su terrible sufrimiento. Era un sufrimiento tan profundo que olvidé mi miedo a morir y a las personas a las que dejaba. Le pregunté: “Señor, ¿por qué lloras?”. “Lloro porque sois mis hijos queridos. Por vosotros he dado mi vida y, a cambio, solo obtengo frialdad, desprecio e indiferencia. Mi corazón se consume en un amor insensato por vosotros…”».
Natalie sabía que Dios amaba a los hombres, pero antes de esta experiencia no podía imaginar que ese amor fuera tan grande. «Señor, es una pena entregar el alma, ahora que sé que nos amas hasta la locura. Me gustaría poder regresar a la tierra para dar testimonio de tu amor sin límites y para consolar tu Sagrado Corazón».
«Nada más decir esto —prosigue ella—, me sentí pequeña y frágil: había llegado la hora de mi juicio ante el tribunal celeste. Oí una voz que decía: “Seréis juzgados por el verdadero amor de Dios y de sus hermanos”. Después de aquellas palabras, me sentí como reinyectada dentro de mi cuerpo: una sensación de calor recorrió todo mi ser, de la cabeza a los pies. Dejé de vomitar sangre. Los bomberos me sacaron del coche. En el hospital, los médicos no podían entender cómo seguía viva después de un choque tan brutal. Era inexplicable. Además, gozaba de una paz y de una alegría extraordinarias. Estaba desollada viva, pero sentía que todo estaba en orden, en paz».
¿Un error de cálculo?
Habría aún miles de hechos por narrar, pero nos vemos obligados a dejarlos para otra ocasión… Permítasenos, sin embargo, considerar que, lejos de ser meros accidentes, «errores de cálculo» o golpes de suerte, estas experiencias sin duda fueron permitidas por Dios para provecho espiritual no sólo de los directamente beneficiados, sino también de todos aquellos que luego tomarían conocimiento de ellas.
Que el Padre celestial, conocedor y guía de nuestros destinos, y la Santísima Virgen, a quien le pedimos todos los días que ruegue por nosotros en la hora de nuestra muerte, preparen nuestras almas para este terrible y grandioso momento. Así, cuando llegue, podremos exclamar con Santa Teresa del Niño Jesús: «¡No muero, entro en la vida!». ◊
Extraído de la revista Heraldos del Evangelio, #244.
Notas
1 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la salvación. 4.ª ed. Madrid: BAC, 1997, pp. 254; 256.
2 Cf. Ídem, p. 280.
3 Cf. FRANCHE, Paul. Sainte Hildegarde. 3.ª ed. Paris: Victor Lecoffre, 1903, pp. 62-63.
4 Cf. SAN GREGORIO DE TOURS. Historia francorum. L. VII, c. 1.
5 Cf. SAN BEDA. Historia ecclesiastica gentis anglorum. L. V, c. 12.
6 Cf. THEILLIER, Patrick. Experiencias cercanas a la muerte. 2.ª ed. Madrid: Palabra, 2017, pp. 147-150.
7 Cf. Ídem, pp. 92-94.