Mucho se ha hablado en los últimos tiempos acerca de las amenazas de todo tipo que rodean a la barca de la Santa Iglesia, en las aguas cada vez más procelosas de este mundo. Son reales, de ello no cabe la menor duda. Sin embargo, poco o nada se dice de las amenazas pronunciadas por los divinos labios de aquel que construyó esa misma barca y que, a pesar de las ilusorias pretensiones de las fuerzas del mal, la mantiene y guía victoriosa desde hace dos mil años.
En efecto, si incontables fueron las palabras de dulzura y de perdón emanadas de la boca del divino Maestro, no menos numerosas fueron sus variadas expresiones amenazantes contra las más diversas categorías de seres. Amenazó a la fiebre que había prostrado en cama a la suegra de Simón (cf. Lc 4, 39) y a la tempestad que aterrorizaba a sus discípulos en el mar de Tiberíades (cf. Mc 4, 39); amenazó a los demonios (cf. Mt 17, 18; Mc 1, 25; 9, 25; Lc 4, 35; 9, 42) y a sus más fieles servidores de aquel tiempo, a saber: los escribas y los fariseos (cf. Mc 3, 5; Mt 23, 13-38; Lc 11, 38-52), que se habían apropiado de la cátedra de Moisés (cf. Mt 23, 2). También en sus sapienciales parábolas introducía a menudo serias amenazas, por ejemplo, aquella contra el administrador negligente que si su señor lo encontraba maltratando a sus criados, sería castigado con rigor (cf. Lc 12, 46).
Estas amenazas no faltaron ni siquiera en los momentos más decisivos de la vida del Salvador, como en la Última Cena, cuando dictaba a sus discípulos el sublime testamento de su amor: «En verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar. […] Pero ¡ay de aquel hombre por quien el Hijo del hombre es entregado!, ¡más le valdría a ese hombre no haber nacido!» (Mt 26, 21.24).
A la luz de estas consideraciones, la parábola de los viñadores homicidas (cf. Lc 20, 9-19) nos ofrece una consoladora aplicación respecto de las mencionadas amenazas que rodean a la Santa Iglesia en nuestros días. Tres veces envía el señor de la viña a sus siervos a cobrar lo que le debían los que la habían arrendado. No obstante, los viñadores los golpean y hieren, asesinando finalmente al propio heredero, quien también había sido enviado. Entonces Jesús interpela a sus oyentes: «¿Qué hará con ellos el dueño de la viña? Vendrá, hará perecer a estos labradores y dará la viña a otros» (Lc 20, 15-16). Esto es lo que les sucedió a los ministros de la Antigua Ley que no quisieron aceptar al Mesías, los cuales, sin la menor dificultad, se reconocieron incluidos entre esos criminales (cf. Lc 20, 19).
Después de referirse a la piedra angular rechazada por los arquitectos, el Señor sella sus divinas palabras con una severa amenaza: «Todo el que caiga sobre la piedra se destrozará; y a aquel sobre quien ella caiga, lo aplastará» (Lc 20, 18). Tal intimidación bien puede ser atribuida a la Esposa Mística de aquel que es esa piedra angular, especialmente con relación a la promesa de su indefectibilidad (cf. Mt 16, 18), pues la parábola muestra que, cuando faltan buenos ministros, el Señor no tarda en enviarlos, aniquilando a los usurpadores.
Así, en medio de los mayores vendavales y de las aguas más turbulentas, quien debe temer las amenazas no es la Santa Iglesia, sino sus enemigos. Los externos, que se destrozarán al caer sobre esta roca; y los internos, que serán aplastados al verla caer sobre ellos mismos con el peso del calcañar de la Santísima Virgen: «Ella los aplastará» (cf. Gén 3, 15). ◊
Extraído de la revista Heraldos del Evangelio, #247.