Cuando las tentaciones parecen que no tienen fin, las tribulaciones de la vida amenazan destruirnos y nuestras oraciones aparentemente no son oídas por Dios, es la hora de la confianza en la Providencia.
Singlando el embravecido mar de Galilea cuajado de olas encrespadas, los discípulos de Jesús luchaban por llegar a Cafarnaún en medio de la bruma de la noche. Experimentados pescadores, buenos conocedores de aquellas aguas, se afanaban en realizar las maniobras necesarias para no zozobrar en la tempestad y arribar cuanto antes a puerto seguro. Súbitamente, algo los deja aterrados: el divino Maestro va a su encuentro, en la oscuridad, ¡andando sobre las aguas!
Al principio, entre gritos de pánico, creían que estaban viendo un fantasma, pero enseguida percibieron que era el propio Jesús quien les hablaba: “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!” (Mt14,27). Los Apóstoles ya habían sido testigos de muchos milagros, pero la visión de aquella figura majestuosa y serena avanzando en medio de la tormenta realzaba aún más el divino poder de Aquel que los había llamado.
Y Pedro empezó a hundirse…
San Pedro, siempre fogoso, le suplicó al divino Maestro el permiso para ir a su encuentro. El Señor lo consintió y el príncipe de los Apóstoles comenzó a andar con desembarazo sobre las violentas olas. Creía firmemente en el poder del Maestro. Sin embargo, en determinado momento, miró hacia sí mismo y hacia el mar… El temor natural venció a la confianza sobrenatural. Pedro empezó a hundirse.
Entonces gritó con fuerza pidiéndole a Jesús que lo salvara. Tal vez le viniera a la memoria uno de los salmos que los judíos de la época aprendían de niños: “Dios mío, sálvame, que me llega el agua al cuello” (Sal68,2). El creador del mar se acercó a él, le extendió su mano salvadora y le hizo una divina recriminación: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?” (Mt14,31).
Cuando ambos subieron a la barca, el viento impetuoso cesó y el mar se calmó. Todo volvió a su perfecto orden. Aquellos pocos testigos de tan grandioso espectáculo y del absoluto poder del Señor sobre las fuerzas de la naturaleza se postraron ante Jesús y proclamaron su filiación divina: “Realmente eres el Hijo de Dios” (Mt14,33).
Esa también es nuestra propia historia
El episodio ocurrido con el príncipe de los Apóstoles se repite, en cierto modo, en la vida de cada uno de nosotros. Sabemos, como Pedro, que Jesucristo es Dios, esperamos su intervención en la Historia y rezamos, pidiendo su auxilio. Pero al igual que Pedro, muchas veces también dudamos… Nos falta la virtud de la confianza.
Por medio de esa virtud, el hombre adquiere la certeza de que Dios y su Madre Santísima han de ayudarlo a vencer todas las dificultades que encuentre en su camino. Conducido por la luz de la razón y por la luz de la fe, y llevado a esperar contra todas las apariencias y ante los obstáculos más imposibles de vencer, no se perturba ni duda. Al contrario, “en las circunstancias más terribles se mantiene calmo y en orden, porque sabe que la Virgen vendrá en su socorro”.1
Por lo tanto, cuando, al navegar en las procelosas aguas de este valle de lágrimas, entremos en un torbellino de pruebas, no nos dejemos guiar por el viento de las incertezas. Pongamos con confianza los ojos en el Salvador y en María Santísima. Ellos harán que la tempestad se calme y nuestra nave se dirija segura a buen puerto.
Temor al percibir la propia contingencia
Puede suceder, no obstante, que sin dudar del poder del Altísimo ni del deseo que Él tiene de ayudarnos, sintamos pánico de acercarnos a Él y de abandonarnos enteramente en sus manos. La infinita desproporción entre la perfección divina y nuestras grandes miserias parece separarnos de Él irremediablemente.
Nada más erróneo. Y para demostrarlo, analicemos otro episodio de la vida de Pedro.
Cierta vez, estando a la orilla del lago de Genesaré, el divino Maestro subió a su barca, mandó que la apartaran un poco de tierra y desde allí predicó a la muchedumbre. A pesar de estar cansado, pues había salido a pescar toda la noche sin haber conseguido nada, el discípulo prestó cuidadosa atención en las divinas palabras.
Para su sorpresa, tan pronto como terminó de predicar, el Maestro le ordenó que avanzara mar adentro y echara nuevamente las redes. Durante la noche entera el mar se había negado a dar sustento alguno a aquellos pescadores. Sin embargo, el mandato de un hombre tan extraordinario como aquel no podía dejar de ser atendido. San Pedro no sabía que a partir de aquel día echaría las redes apostólicas para conquistar almas.
Hecha la voluntad del Maestro, el apóstol no conseguía creer lo que estaba viendo, ni siquiera tirar de las redes repletas de peces que poco antes había echado con desconfianza. Fue necesario pedir ayuda a la otra barca, y ambas casi se hundieron por la cantidad de pescado.
Cuando se dio cuenta de lo sucedido, Simón Pedro cayó a los pies de Jesús e hizo la súplica tantas veces repetida a lo largo de los siglos por quien siente el peso de su propia contingencia: “Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador” (Lc5,8). Esta vez Jesús no atendió su petición. Por el contrario, lo tranquilizó y le hizo una promesa: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres” (Lc5,10).
El Maestro no abandonó al nuevo apóstol. Lo atrajo hacia sí y le mostró lo mucho que deseaba que se levantara y lo siguiera. Esta misma invitación nos la hace Dios a cada instante: “El Señor recela, por encima de todo, que tengáis miedo de Él. Vuestras imperfecciones, vuestras flaquezas, vuestras faltas (aun las más graves), vuestras reincidencias tan frecuentes, no le desagradarán, siempre que deseéis sinceramente convertiros. Cuanto más miserable sois, más compasión tiene de vuestra miseria; más desea cumplir para con vosotros su misión de Salvador”.2
Trabajemos con el espíritu vuelto hacia lo alto
San Pedro no actuó mal por haberse quedado toda la noche intentando pescar. El trabajo es necesario y justo. Dios no espera una pasividad completa de los que en él confían, pero hasta los cuidados materiales deben ser enteramente puestos en sus manos.
Es menester trabajar con ahínco por la gloria del Creador del universo, sabiendo al mismo tiempo que sin Él nada podemos hacer. Bien expresa este principio un salmo cantado por los judíos en sus peregrinaciones a Jerusalén: “Es inútil que madruguéis, que veléis hasta muy tarde, que comáis el pan de vuestros sudores: ¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen!” (Sal126,2).
Simón Pedro había echado las redes siguiendo las reglas de su profesión, pero no obtuvo nada. Para enseñarle a tener confianza en lo sobrenatural, el Señor obra la pesca milagrosa.
A ejemplo del príncipe de los Apóstoles, debemos echar las redes de nuestros esfuerzos sobre el mar de este mundo, teniendo siempre en consideración la regla de oro dada por San Ignacio de Loyola: “En todo lo que hiciereis, he aquí la regla de las reglas a seguir: confiad en Dios, actuando como si el éxito de cada acción dependiera por completo de vosotros y no de Dios; sin embargo, al emplear vuestros esfuerzos para lograr ese buen resultado, no contéis con ellos si no proceded como si todo fuera hecho únicamente por Dios y nada por vosotros”.3
Ahora bien, si eso pasa con “el pan de vuestros sudores”, cuanto más esta verdad se verifica con la gracia de Dios. Nada, absolutamente nada se puede alcanzar en el orden sobrenatural por las propias fuerzas, ni siquiera una señal de la cruz hecha con piedad. Por lo tanto, “¡preparémonos para la lucha! Trabajemos con ahínco, pero con espíritu y corazón vueltos hacia lo alto”.4
De Dios no se puede huir
Completa ilusión tiene quien piensa que sus acciones no son vistas por Dios, o que piensa que puede engañarlo, ignorando que Él penetra en las más recónditas intenciones del corazón humano. Vano también es el esfuerzo de quien trata de ocultarse de su divina mirada, viviendo como si Él no existiera.
La pésima actitud tomada por Caín, milenios antes de nuestro nacimiento, no fue ajena a ese estado de espíritu. Cuando su hermano más joven, Abel, ofrecía en sacrificio las primicias de su rebaño, Dios lo miraba con agrado. Las suyas, no obstante, eran rechazadas, pues el Creador no podía recibir con alegría los frutos mediocres que le ofrecía.
Al verse rechazado por Dios, Caín se quedó extremadamente irritado, y el Señor le dijo: “¿Por qué te enfureces y andas abatido? ¿No estarías animado si obraras bien?; pero, si no obras bien, el pecado acecha a la puerta y te codicia, aunque tú podrás dominarlo” (Gén 4,67).
Caín no dio oídos a la amonestación divina. Pensando que era posible huir de la mirada omnisciente del Altísimo, llevó a Abel, su hermano, al campo y allí cometió el primer asesinato de la Historia. La sangre inocente clamó a Dios por venganza, que no tardó en castigar al culpable.
Aquellos que, como Caín, se resisten a oír la voz de Cristo que los llama a la conversión, tienden a caer en la desesperación: “Almas culpables, no tengáis miedo del Salvador; es principalmente por vosotras que bajó a la tierra. No renovéis nunca el grito de desesperación que pronunció Caín: ‘Mi culpa es demasiado grande para soportarla’ (Gén 4,13). ¡Qué mal conocéis el Corazón de Jesús!”.5
A veces parece que Dios nos abandona
Cierta clase de personas se esfuerzan por alcanzar la virtud: rezan mucho, se confiesan con frecuencia, hacen buenos propósitos, pero recaen en sus faltas y tienden también a desanimarse.
La consideración de nuestra flaqueza debe, sin duda, ayudarnos a practicar la virtud de la humildad, pero permitir que nos cause desánimo sería el peor de los males. “¿María Magdalena no había llevado una vida escandalosa? Sin embargo, la gracia la transformó instantáneamente. Sin transición, de pecadora se convirtió en una gran santa. Ahora bien, la acción de Dios no se ha acortado. Lo que ha hecho por otros, puede hacerlo también por vosotros. No dudéis de ello: vuestra oración confiada y perseverante obtendrá la curación completa de vuestra alma”.6
A veces nos da la impresión de que Dios ya no quiere hablar con nosotros. La voz de Cristo no se hace oír en nuestro interior y, peor aún, parece que tampoco Él quiere oírnos. Nos sentimos abandonados.
Esa terrible prueba exige uno de los más extraordinarios actos de confianza que alguien pueda hacer. A ella están sujetos tanto el justo como el pecador. Tanto en un caso como en el otro es necesario perseverar: “Que nada altere vuestra confianza. Desde lo más profundo del abismo gritad sin cesar hacia el Cielo. Dios acabará respondiendo a vuestro llamamiento y cumplirá su obra en vosotros”.7
Conocer la hora de Dios está por encima de la capacidad de los hombres. De una cosa, no obstante, podemos estar seguros: a cierta altura de nuestra existencia oiremos la “voz de Cristo, voz misteriosa de la gracia” que resuena en el silencio de nuestros corazones, susurrando “en el fondo de nuestras conciencias palabras de dulzura y de paz”.8
Los santos supieron confiar y mirar a lo alto
Especialmente intensa es la prueba del abandono en el caso de los santos. Precisamente por ser justos, se reconocen deudores de la Providencia y al sobrevenirles alguna tribulación achacan a sus propias lagunas el motivo de tal abandono. Y responden entregándose con un amor incondicional a Aquel que los hiere, sin esperar ser correspondidos.
“En su juventud, San Francisco de Sales conoció una prueba de ese tipo: le daba pánico no ser un predestinado al Cielo. Pasó varios meses en ese martirio interior. Una oración heroica lo liberó. El santo se postró ante un altar de María: le suplicó a la Virgen Inmaculada que le enseñara a amar a su Hijo aquí en la tierra con una caridad tan ardiente como su miedo de no amarlo en la eternidad”.9
Todos los santos enfrentaron dificultades que exigían de ellos lucha y confianza, confianza y lucha. Pero en los momentos más trágicos de sus vidas, supieron mirar a lo alto, esperando el momento de la intervención del Señor, y así vencieron tempestades y llegaron al puerto de la salvación. Sus corazones estaban inundados de la certeza de que Dios y la Virgen jamás los abandonarían.
Suprema prueba de poder y de amor
Pecadores o santos, todos deben confiar en el auxilio del divino Redentor. Tanto en los momentos de aparente abandono como en los de alegría interior, Jesús siempre procura nuestro bien. “Hará todo lo posible para ayudarnos en el negocio sumamente importante de nuestra salvación. He aquí la gran verdad que Jesucristo escribió con su sangre y que vamos ahora a releer juntos en la historia de su Pasión”.10
Preso y humillado, Cristo nos dio la suprema prueba de su amor y de su poder. Al andar sobre las aguas y resucitar a los muertos, nos mostró su dominio sobre la naturaleza y la vida. Sus adversarios habían intentado matarlo en su propia ciudad, Nazaret, al querer lanzarlo al precipicio, pero no tuvieron éxito en su intento. Jesús escapaba de la muerte cuando Él quería, pero en el momento señalado para su Pasión se entregó voluntariamente.
Los verdugos que fueron a prenderlo en el Huerto de los Olivos también escucharon su voz. Pero no la voz tranquilizadora oída por los discípulos en el mar tempestuoso. Al contrario, cuando dijo a los guardias enviados para apresarlo: “Yo soy”, ellos “retrocedieron y cayeron a tierra” (Jn 18,6). ¿Quién puede resistir a la voz del Omnipotente? Solamente un Judas, ápice de la traición y de la vergüenza.
Poco antes, Judas había oído del Maestro una última invitación a la conversión; pero, descendiente espiritual de Caín, se cerró a la voz de la gracia y a la mirada compasiva del Maestro. “Judas le traiciona y le da un beso hipócrita. Jesús le habla con una dulzura conmovedora; le llama ‘amigo’; intenta a fuerza de ternura tocar ese corazón endurecido por la avaricia. ‘Amigo, ¿a qué vienes?’ (Mt 26,50). ‘Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?’ (Lc 22,48). Es la última gracia que el Maestro concede al ingrato. Es una gracia de una fuerza tal, que nunca comprenderemos toda su intensidad. Pero Judas la rechaza: se condena, porque así lo ha querido”.11
Pedro aceptó la invitación al arrepentimiento
También Pedro había pecado gravemente: abandonó al Señor en el Huerto de los Olivos y, poco después, lo negó tres veces en el patio del palacio del sumo sacerdote. Juzgándose fuerte y determinado a seguir al Maestro por donde quiera que fuera, el apóstol confió en sus fuerzas y… flaqueó. El canto del gallo, no obstante, le recordó la profecía de Jesús: “Esta noche, antes de que el gallo cante, me negarás tres veces” (Mt 26,34). Y la voz de la gracia le invitó al arrepentimiento.
Muy diferente del infame Judas, Pedro aceptó en lo más hondo de su alma esa invitación. No fue necesario que Jesús le dijera una palabra siquiera, pues en horas como esa una mirada vale más que mil palabras: “Sus miradas se cruzan. Era la gracia, una gracia fulminante que esa mirada le trajo a Pedro. El apóstol no la rechazó: salió de inmediato y lloró amargamente”.12
También a nosotros la gracia nos hace una invitación: tener una confianza absoluta en el Señor y en su Madre Santísima. Ellos jamás nos abandonarán, por muy graves y numerosos que sean nuestros pecados. Dios nos presenta en el Evangelio esos dos ejemplos. Escojamos el camino de la confianza, de San Pedro; huyamos de las veredas de la desesperación, de Judas. “Al igual que a Judas y a Pedro, Jesús nos ofrece gracias de arrepentimiento y conversión. Podemos aceptarlas o rechazarlas: somos libres. A nosotros nos toca decidir entre el bien y el mal, entre el Cielo y el infierno. La salvación está en nuestras manos”.13
Extraído de la revista Heraldos del Evangelio, #196
1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Confiança: flexibilidade nas mãos da Providência. In: Dr.Plinio. SãoPaulo. AñoXIX. N.º217 (Abril,2016); p.14.
2 SAINTLAURENT, Thomas de. Livro da confiança. SãoPaulo: Cultor de Livros, 2016, p.11.
3 FRANCIOSI, Xavier de. L’esprit de Saint Ignace, apud SAINTLAURENT, op.cit., pp.2425.
4 SAINTLAURENT, op.cit., p.23.
5 Ídem, p.44.
6 Ídem, p.45.
7 Ídem, p.46.
8 Ídem, p.9.
9 Ídem, p.46.
10 Ídem, p.47.
11 Ídem, p.48.
12 Ídem, p.49.
13 Ídem, ibídem.