Se abren las puertas. Es un ambiente sencillo; denota pobreza y austeridad. Atravesando el pasillo y cruzando el claustro adornado con vegetación otoñal, entramos en la enfermería, que está situada en el ángulo noreste. Encontramos aquí a toda la comunidad de religiosas carmelitas alrededor de un lecho, sobre el cual está una monja de tan sólo 24 años, minada en extremo por la tuberculosis. Sor Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz va a morir.
Se trata de una escena trágica, sin duda, pero en cierto sentido corriente, pues expirar en la clausura no era algo raro, mucho más a finales del siglo xix. Inusual, en cambio, era el alcance de lo que estaba ocurriendo: una de las mayores santas de los últimos tiempos había entrado en agonía.
Una gran santa, gracias al amor
A diferencia de otros santos a lo largo de la historia de la Iglesia, no fue un alma favorecida con éxtasis, visiones o brillantísimas e inéditas comunicaciones celestiales. No se pueden negar las gracias místicas que la Providencia le concedió, como la sonrisa de la Virgen, el sueño con la Beata Ana de San Bartolomé y, finalmente, la última gracia de su vida, un visible arrobo sobrenatural antes de exhalar su último suspiro. Sin embargo, más allá de estas ocasiones excepcionales, la santidad de Teresa se manifestó en su día a día. Lo que la hizo eminente no fueron las revelaciones, ni las penitencias, ni los milagros, sino el amor. ¡Ésa era su vocación!
Sus palabras fueron guardadas y legadas a los fieles gracias a la intuición que tuvieron algunas de las circunstantes de que, incluso en la vida corriente, Teresa no era un alma cualquiera. Su cautivadora sencillez demostraba un singular llamamiento de Dios. ¡Y no se equivocaron! Hasta hoy, sus escritos y dichos han sido motivo de gracias para un número incalculable de personas y lo seguirán siendo, estoy segura, hasta el fin de los tiempos.
Carácter jovial y vivaz
Importantes fueron las declaraciones hechas en los postreros meses de su corta existencia. En ellas reluce la plenitud a la que había llegado. De los diversos «cristalitos» que componen el vitral de la personalidad de la Santa de Lisieux manifestada en ese último período, uno llama especialmente la atención: su alegría, profunda y contagiosa. ¿Cómo alguien acometido por una dolorosa y mortal enfermedad, inmersa en terribles tentaciones contra la fe, había logrado difundir tanta felicidad a su alrededor?
El buen humor era propio de su carácter. Desde pequeña, incluso en medio a la crisis de escrúpulos que sufrió en la infancia, sabía conservar el semblante distendido, comunicar bienestar a los demás ¡y hasta expresar decires que rayaban la comicidad! El escrito autobiográfico conocido como Manuscrito A, preparado entre 1895 y 1896, conserva narraciones de este género, e incluso las cartas redactadas en el Carmelo pueden suscitar alegres carcajadas. No puedo resistirme a citar una de ellas.
En marzo de 1897 le escribió a un sacerdote, su hermano espiritual, que en aquella época se encontraba en China. Él le había contado aspectos pintorescos de su misión; ella, continuando y hasta ampliando el tono jocoso, también le narra un hecho sui géneris ocurrido bajo el techo donde vivía:
«¿Creería que a veces en el Carmelo también tenemos aventuras divertidas? El Carmelo, al igual que Sichuan, es un país extraño al mundo, donde una pierde sus costumbres más primitivas. He aquí un pequeño ejemplo. Una persona caritativa nos regaló recientemente una pequeña langosta bien atada en una cesta. Sin duda, hacía mucho tiempo que no se había visto semejante maravilla en el monasterio. No obstante, nuestra buena hermana cocinera se acordó de que había que poner al animalito en agua para cocerlo. Así lo hizo, mientras gemía al tener que ejercer tal crueldad a una inocente criatura. La inocente criatura parecía dormida y se dejaba hacer con ella lo que se quisiera, pero en cuanto sintió el calor, su dulzura se transformó en furia y, sabiendo de su inocencia, no pidió permiso a nadie para saltar en medio de la cocina, porque su caritativo verdugo no le había puesto la tapadera a la olla.
»Inmediatamente, la pobre hermana se arma de unas pinzas y corre tras la langosta que da saltos desesperados. La lucha continúa durante bastante tiempo, hasta que la cocinera, cansada de pelear, todavía armada con sus pinzas, va a buscar a nuestra Madre llorando y le declara que la langosta está endemoniada. Su aspecto decía más que sus palabras. (Pobre criaturilla tan dulce, tan inocente hasta hace un momento, ¡y ahora endemoniada! Verdaderamente, ¡no hay que creer en los elogios de las criaturas!). Nuestra Madre no pudo evitar echarse a reír al oír las declaraciones del severo juez que exigía justicia; en seguida se fue a la cocina, cogió a la langosta —que, al no haber hecho voto de obediencia, opuso cierta resistencia— y, después de meterla de nuevo en su prisión, se marchó, no sin antes haber cerrado bien la puerta, es decir, la tapadera.
»Por la noche, en la recreación, toda la comunidad se reía hasta las lágrimas de la pequeña langosta endemoniada y, al día siguiente, todas pudimos saborear un bocado. La persona que quiso agasajarnos no falló en su objetivo, pues la famosa langosta, o mejor dicho, su historia, nos servirá de festín más de una vez, no en el refectorio, sino en la recreación. Quizá mi historieta no le parezca muy divertida, pero le aseguro que si hubiese asistido usted a la escena, no habría podido mantenerse serio».1
Decires pintorescos que relucen santidad
Lo más impresionante es que esa faceta vivaz y traviesa de Santa Teresa no se perdió en su recorrido hacia la muerte; en el lecho de la enfermería, camino de la tumba, brilló muchas veces: «Se divierte hablándonos de todo lo que sucederá después de su muerte. Por la manera en que lo refiere, nosotras, cuando debíamos llorar, soltamos una carcajada, de lo graciosa que es»,2 comentaba su prima la Hna. María de la Eucaristía.
Tenía un gran ingenio en ese objetivo, una rapidez increíble para formar juegos de palabras, charadas y hasta las caricias más inesperadas. En medio de las molestias de uno de sus frecuentes ataques de tos, por ejemplo, bromeaba diciendo: «¡Toso! ¡Toso! Suena como la locomotora de un tren cuando llega a la estación». Y continuaba con un inocente acto de fe: «También estoy llegando a una estación: a la del Cielo, ¡y lo anuncio!».3
Su hermana y novicia, Celina, se lamentaba de que, tras la partida de Teresa, se volvería loca. Entonces, utilizando la expresión Bon Sauveur—Buen Salvador, en francés—, que también aludía a la casa de salud mental donde su padre había sido internado, la santa le respondió: «Si te vuelves loca, […] el “Buen Salvador” vendrá a buscarte».4 Con otro juego de palabras animó a la misma hermana, la cual les decía a las otras que no sabría vivir sin ella: «Tienes toda la razón. Por eso te traeré dos [alas]…».5 En francés se pronuncian de la misma manera ella —elle— y ala —aile. En el fondo, quería inculcar en Celina el deseo de elevarse por encima de la amargura de la vida terrenal y ver los acontecimientos desde perspectivas celestiales.
Incluso palpando la muerte, Santa Teresa encontraba imágenes ingeniosas. Llamó a Jesús de «ladrón», considerando que un día vendría a «robarla» para la eternidad: «No le tengo miedo al Ladrón… Lo veo a lo lejos y me guardo muy bien de gritar: ¡Socorro, al Ladrón! Al contrario, lo llamo diciéndole: ¡Por aquí! ¡Por aquí!».6 Y sobre el hecho de que el Señor tardara en buscarla, bromeaba amorosamente: «Cuando me engaña, le hago toda suerte de elogios, hasta el punto de que ya no sabe qué hacer conmigo».7 De esta manera, insinuaba que, a cada «decepción» de verse todavía en este valle de lágrimas, correspondía con mayores actos de virtud y de aceptación de la voluntad divina.
El día que bajó a la enfermería, cuando la pusieron en la misma cama en la que la Madre Genoveva había recibido tres veces la Extremaunción, hizo una broma: «Me han puesto en “el lecho de la mala suerte”, en un lecho que te hace perder el tren».8 Y, en el sentido contrario, cuando el P. Maupas se negó a administrarle este sacramento, ella «planeó» la siguiente visita del sacerdote: «La próxima vez voy a fingir; beberé una taza de leche antes de que él llegue, porque después de eso siempre tengo peor apariencia;9 entonces, apenas responderé, diciéndole que estoy agonizando».10 Representaba una verdadera comedia, comentan las que presenciaron la escena.
En una ocasión en que el monasterio recibió flores artificiales en buenas cajas de madera de la Casa Gennin, dijo, para hacer reír a las circunstantes en medio del drama de su enfermedad: «Me gustaría que me pusieran en una cajita a lo “Gennin”, no en un ataúd».11 A finales de agosto, al recibir la noticia de que el obispo iba a visitarla, reflexionó riendo: «Si al menos fuera San Nicolás, que resucitó a tres niños».12
Las visitas del médico dejaban perpleja a la santa; unas veces aseguraba que estaba en las últimas, otras, que se estaba recuperando… No obstante estas desilusiones, su esperanza se mantenía firme: el divino Esposo vendría pronto a buscarla. Entonces fue cuando afirmó con aires de traviesa: «Me daban ganas de decirle al Dr. Cornière: “Me río porque, a pesar de todo, usted no ha podido impedirme ir al Cielo. Pero como castigo, cuando yo llegue allí, le impediré ir tan pronto».13 Y, de hecho, él murió solamente veinticinco años después…
¿De dónde venía tanta alegría?
No terminaríamos provechosamente este artículo si sólo transcribiéramos las bromas de la Santa de Lisieux. Para beneficiarnos de forma duradera, nos corresponde a nosotros meditar sobre el origen de esta increíble capacidad de vivir alegre en medio de las mayores torturas del alma y del cuerpo.
En primer lugar, deseaba que nadie se entristeciera con sus padecimientos y su futura ausencia. Ciertamente lo que más le dolía era ver sufrir a quienes amaba; y, queriendo ahorrarles eso, hacía brotar de sí misma la felicidad necesaria para contagiarlos y consolar sus penas: «Cuando puedo, hago lo mejor posible por estar alegre, por agradar».14 Pero no osemos dudar, como hizo la Madre Inés de Jesús una vez, de la sinceridad de Santa Teresa: «Es para no entristecernos que pones esa cara y dices palabras divertidas, ¿no es cierto?». Una respuesta categórica disipó el juicio erróneo: «Siempre obro sin “fingimientos”».15
Otro motivo de su alegría se puede vislumbrar en las afirmaciones de la propia Teresa: «Dios siempre me ha hecho desear lo que quería darme».16 Las gracias recibidas a lo largo de su existencia la orientaban a anhelar ser consumida en el Amor, junto a un presentimiento profundo de que moriría joven. Y la tuberculosis era la prueba más patente de que estaba siendo escuchada: «Es increíble cómo todas mis esperanzas se han realizado».17 Por lo tanto, la buena disposición que manifestaba en medio a la proximidad de la muerte constituía, en síntesis, el canto del alma agradecida por la fidelidad de su Señor y Padre.
Una enseñanza dada al principio de su convalecencia es valiosa: «Siempre veo el lado bueno de las cosas. Hay quienes se lo toman todo de la manera que más les hace sufrir. Para mí, es lo contrario. Si no tengo más que el puro sufrimiento, si el Cielo se vuelve tan oscuro que no veo ninguna claridad, pues bien, hago de eso mi alegría».18
Más que nada, su buen humor se debía a la plena aceptación de los designios de la Providencia: «Estoy contenta de sufrir, porque Dios lo quiere» y «lo único que me agrada es hacer la voluntad de Dios».19
Una misión a punto de comenzar
Finalmente, su felicidad consistía también en vislumbrar, entre las brumas de la prueba, su misión venidera, la lluvia de rosa formándose en el horizonte: «Sólo una expectativa hace latir mi corazón: el amor que recibiré y el que podré dar. Y, además, pienso en todo el bien que me gustaría hacer después de mi muerte: bautizar a los niños, ayudar a los sacerdotes, a los misioneros, a toda la Iglesia»; «Mi misión está por comenzar, mi misión de hacer amar a Dios como yo lo amo, de dar mi pequeña vía a las almas. Si Dios escucha mis deseos, pasaré mi Cielo en la tierra hasta el fin del mundo. Sí, quiero pasar mi Cielo haciendo el bien en la tierra. […] Mi corazón se estremece ante este pensamiento…».20
Que cada uno de nosotros, todavía peregrinos en la tierra, recurra a Santa Teresa del Niño Jesús. Elevemos a ella súplicas confiadas y una lluvia de rosas caerá sobre nosotros. Me atrevo a asegurar que, así, estaremos ayudándola a cumplir su altísima misión y a aumentar su alegría en el Paraíso, la misma alegría que estamos llamados a disfrutar un día en su compañía. ◊
Extraído de la revista Heraldos del Evangelio, #243.
Notas
1 Carta 221. Al P. Roulland, 19/3/1897. El texto de esta misiva y las palabras de la santa recogidas en «Últimas conversaciones», citados en el presente artículo, han sido extraídas de: SANTA TERESA DE LISIEUX. Œuvres de Thérèse: https//archives.carmeldelisieux.fr.
2 GAUCHER, Guy. A paixão de Teresa de Lisieux. 4.ª ed. São Paulo: Loyola, 1998, p. 130.
3 Últimas conversaciones. «Cuaderno amarillo», 7 de mayo, n.º 3.
4 Ídem, Teresa a Celina, julio, n.º 2.
5 Ídem, 4 de agosto, n.º 3.
6 Ídem, A María del Sagrado Corazón, 9 de junio, n.º 4.
7 Ídem, «Cuaderno amarillo», 6 de julio, n.º 3.
8 Ídem, A María del Sagrado Corazón, 8 de julio, n.º 4.
9 A Santa Teresa nunca le gustó la leche, pues se sentía mal cuando la bebía.
10 GAUCHER, op. cit., p.134.
11 Últimas conversaciones. «Cuaderno amarillo», 8 de julio, n.º 17.
12 Ídem, 27 de agosto, n.º 2.
13 Ídem, 24 de septiembre, n.º 5.
14 Ídem, 6 de septiembre, n.º 2.
15 Ídem, 13 de julio, n.º 7.
16 Ídem, n.º 15.
17 Ídem, 31 de agosto, n.º 9.
18 Ídem, 27 de mayo, n.º 6.
19 Ídem, 29 de agosto, n.º 2; 30 de agosto, n.º 2.
20 Ídem, 13 de julio, n.º 17; 17 de julio.