San Pedro Julián Eymard – Precursor del reino eucarístico

Compártalo en las redes sociales​

Llamándolo a fundar la primera Orden dedicada específicamente a alabar al Sacramento del amor, la Providencia quería de él sobre todo una fe que nunca se dejaría vencer, pese a las contradicciones y los desmentidos.

San Pedro Julián Eymard

De cabellos completamente encanecidos, un delgado sacerdote de casi 60 años, convencido de que no los verá llegar a causa de los rigores de una vida dedicada al apostolado durante la cual no se concedió nada a sí mismo, conversa con una devota hija espiritual sobre esta existencia terrenal cercana ya a su fin. La perplejidad de ver frustrados repetidamente sus más nobles anhelos y las decepciones con las que algunos de sus allegados porfían en mortificarlo, le llevan a declarar: «Mi consuelo es que, al final de todo esto, será el reino del Santísimo Sacramento. ¡Oh! Gracias, sí, gracias —diré entonces».1

*   *   *

En un humilde hogar del pueblo de La Mure d’Isère, al pie de los Alpes franceses, la celosa Mariana busca con ahínco a su hermano de 5 años, que esa mañana ha desaparecido de la vista de su madre. Después de recorrer todas las habitaciones de la casa y conocedora de las buenas disposiciones del muchacho, se le ocurre mirar en la pequeña iglesia vecina. Pero allí tampoco lo encuentra. Finalmente, su intuición la lleva a la parte posterior del altar mayor, adonde halla al niño arrodillado sobre la tarima que facilita al sacerdote la exposición del Santísimo Sacramento, con la cabeza apoyada en el sagrario. Y al preguntarle qué hacía allí, él le responde cándidamente que estaba conversando con Jesús y aclara: «Porque desde aquí lo escucho mejor».2

*   *   *

Entre esta escena y la anterior habían transcurrido cinco décadas. Ambas, no obstante, resumen la ruta que se había trazado un alma que, en el episodio del inocente niño, ya indicaba el norte de su existencia hacia Dios y, en la fe humildemente manifestada a las puertas del encuentro con Él, certificaba el cumplimiento de su vocación en medio del desmentido de una misión frustrada. ¿A quién nos referimos?

Precoz llamamiento sacerdotal

Aquel jovencito que, además de asistir a misa cotidianamente, visitaba dos veces al día al Santísimo Sacramento se llamaba Pedro Julián Eymard. Con tales disposiciones enseguida vio cómo nacía en su interior la vocación sacerdotal y le prometió al Señor, el día de su Primera Comunión, seguir ese camino.

Alimentaba dicha vocación a los pies de la Virgen, quien profundamente le hablaba al alma desde que, poco antes, hubiera comenzado a peregrinar todos los años al distante santuario de Nuestra Señora de Laus. Sin embargo, la realización de aquel llamamiento aún le costaría duras pruebas, pues circunstancias familiares exigían su presencia en el hogar paterno.

Pedro Julián iba superando las contrariedades con determinación, sobre todo las luchas contra sí mismo. Años más tarde contaría en confidencia que éstas, especialmente en el arduo terreno de la castidad, lo ayudaron a forjar su carácter combativo, el cual benefició mucho a los jóvenes que convivían con él. Finalmente, con 23 años, aquel que había sido un seminarista ejemplar, recibía la ordenación sacerdotal en Grenoble.

Fecundo ministerio de un alma llamada siempre a más

Cualquiera que analizare la vida del joven sacerdote se sorprendería del eximio desempeño de todas las funciones que le asignaban sus superiores.

Pero, desde sus primeros pasos hacia el presbiterado, aspiraba vehemente a la vida religiosa, anhelo que no había podido cumplir debido a su frágil salud y a la oposición de su propia hermana. Habiendo entrado en contacto con la naciente Sociedad de María, de los Padres Maristas, pensó que había encontrado en ella la realización de su sueño. Una vez más, como sería habitual en su vida, tuvo que vencer numerosos obstáculos, no obstante, acabó consiguiendo el permiso de su ordinario e ingresó en el noviciado de la Orden, en Lyon.

La admirable conducta del P. Eymard hizo que creciera su fama entre los Maristas. Con tan sólo 33 años fue nombrado provincial de la Orden —cargo inmediatamente anterior al de superior general—, sobre el cual acumuló el de visitador general.

El llamamiento eucarístico

La proyección del P. Eymard parecía no encontrar límites en la congregación. La Providencia, sin embargo, lo llamaba ad maioraEn efecto, aunque la mirada humana pudiera presagiarle una fulgurante carrera eclesiástica, cierta inquietud rondaba su alma. Tocado por una singular gracia de devoción eucarística, recibió tres profundas mociones divinas que le impelían a enfervorizar la entrañable relación con Jesús Hostia que lo había caracterizado desde su infancia.

En 1845, mientras llevaba la custodia con el Santísimo Sacramento en la procesión de Corpus Christi, sintió un potente llamamiento a depositar a los pies del Señor en la Eucaristía todas las necesidades de la Iglesia y del mundo de entonces. Arrebatado de admiración, le prometió consagrarse por entero al ministerio de, parafraseando a San Pablo, no predicar sino a Jesucristo, y Jesucristo eucarístico. El apostolado desarrollado por el santo en Lyon, derivado de esa primera resolución, le valió el apodo de Padre del Santísimo Sacramento.

Pero en 1851 fue cuando íntimas gracias místicas configuraron en su alma el carácter concreto que debería tener su ministerio, recibidas esta vez junto a Nuestra Señora en su santuario de Fourvière. Años más tarde escribiría los pensamientos que en ese momento lo absorbieron: «No es para extrañarse, en efecto, que, desde la institución de la Iglesia, la Sagrada Eucaristía no haya tenido un cuerpo religioso, su guardia, su corte, su familia, mientras que todos los demás misterios de Nuestro Señor lo han tenido para honrarlos y predicarlos».3 Sin duda, la Divina Providencia forjaba en el P. Eymard una certeza que jamás se apartaría de su espíritu: «Era necesario que hubiera uno».4

Dada la situación del mundo, se hacía imperioso fundar una congregación cuyos miembros se santificaran en función del Santísimo Sacramento, fueran sus adoradores permanentes y llevaran a las almas junto al altar, reformando la sociedad a partir de la adoración eucarística.

Vocación clara, trazos inseguros

Siempre dócil a la Providencia, no quiso emprender ninguna acción concreta hasta que no se le fuera mostrado claramente. Durante tres años más, se dedicó con determinación a las funciones que le correspondían en los Maristas, dotando a su apostolado de un profundo carácter eucarístico y desarrollando varias iniciativas en ese sentido, como las jornadas eucarísticas, la adoración nocturna o las Cuarenta Horas.

Únicamente en 1853, durante un filial diálogo, mientras estaba haciendo la acción de gracias en la santa misa, el Señor le inspiró que debía, conforme narraría posteriormente, «formar una adoración perpetua y para todos», pidiéndole «un sacrificio absoluto, que todo fuera inmolado», incluso su pertenencia a la Congregación Marista. Aceptó ipso facto la invitación y fue «inundado de consolación y también de fuerza»,5 que ya nunca lo abandonaron, a fin de soportar todo lo que esta entrega comportaba.

El Señor lo llamaba desde la sagrada hostia que reposaba en su interior: «Congregadme a mis fieles, que sellaron mi pacto con un sacrificio» (Sal 49, 5). Con todo, su corazón insaciablemente fogoso no se contentaba con la fundación de una obra destinada a proveerle al culto al Santísimo Sacramento, como nunca, de los mayores esplendores. Esto era tan solo el punto de partida. Su aspiración consistía en conducir hacia Él a todos los pueblos y, de este modo, reformar una sociedad que caminaba a grandes pasos a la ruina total: «Querría hacer aún grandes cosas por Dios, antes de morir. […] Le pido a Dios que, si en esto no hay orgullo, me conceda una misión que me lleve a hacer el bien por toda la tierra».6

Esta fuerte moción de la gracia era bastante osada para la época y las circunstancias en que vivía. En su amplio despliegue de horizontes, el santo tenía muy claro lo que eso significaba, pero no retrocedió ni vaciló en ir más allá: «Le he prometido a Dios que nada me detendría. […] Sobre todo, le pedí la gracia de trabajar para esta obra sin consolaciones humanas».7

Una fundación cuajada de obstáculos y fracasos

La certeza de un llamamiento se topó con obstáculos inimaginables
San Pedro Julián Eymard

Los pasos iniciales hacia la anhelada fundación los daría el P. Eymard con un oficial de la Armada retirado, el conde Raimundo de Cuers, reciente converso que luego se haría sacerdote y sería su primer discípulo. Para llevarla adelante, no obstante, tendría que pedir dispensa de los votos religiosos en la Sociedad de María, donde encontró una fortísima oposición que le costó grandes sufrimientos. Muchos de los que aún consideraba hermanos suyos de hábito lo tenían por un traidor a su vocación, pues, según decían, abandonaba la congregación para involucrarse en un proyecto meramente humano, movido por el deseo de realización personal.

Obtenida, por fin, la licencia, los dos compañeros se pusieron en camino para llevar a cabo la obra a la que aspiraban, con la bendición del Papa Pío IX, que animaba esta labor, y la del arzobispo de París. Aun así, la falta de medios era tanta que en repetidas ocasiones temieron por la continuidad de su fundación, porque hasta desalojados fueron de la primera casa en la que se reunieron. Durante años seguidos no lograban disponer de una residencia adecuada, ni tampoco de un lugar donde construir el trono dignísimo que deseaban para Nuestro Señor sacramentado.

Esto no sería nada si las vocaciones acudieran en gran número al nuevo proyecto… Sin embargo, su escasez era angustiosa, pues los primeros candidatos capitularon ante las privaciones que las circunstancias los sometían, impidiendo con ello el inicio de la adoración al Santísimo Sacramento con regularidad.

Peor aún, no tardaron en aparecer un cúmulo de críticas sobre la naciente obra, entre ellas de numerosos eclesiásticos. Muchas, oh dolor, provenían de sus antiguos correligionarios maristas, que lo acusaban de sembrar la cizaña en la mies del Señor con su fundación.

Finalmente, quizá la prueba más dolorosa: algunos pensaban que todas esas contrariedades por las que atravesaba la obra, que no hacían más que aumentar con el paso de los años, indicaban que no contaba con las bendiciones del Cielo. Esto acentuó en los primeros seguidores del P. Eymard una fuerte desconfianza en relación con su papel de fundador, creando un lamentable vacío a su alrededor. Tal indisposición se verificó especialmente en aquel a quien consideraba un verdadero hermano: el P. Cuers, que lo había acompañado desde el comienzo y manifestaba cada vez más celos con respecto a su persona, queriendo apropiarse un poco de la gracia fundacional que no le correspondía. Asimismo, bajo la ridícula pretensión de una entrega más radical a Nuestro Señor sacramentado que la del santo, llegó a separarse de él para fundar su propia Orden eucarística. La incomprensión y la comparación de aquel que debería ser su apoyo más grande y que además arrastró a otros tras de sí fueron uno de los mayores sufrimientos que tuvo que afrontar San Pedro Julián. Con heroica resignación, no obstante, jamás le negó su ayuda y amistad a su viejo compañero.

En medio de tantos contratiempos, la obra iba avanzando. Podemos entender, empero, cuán lejos estaban esas conquistas del horizonte grandioso que años antes había arrobado al fundador. La Providencia le negaba, según su petición, toda y cualquier consolación humana. ¿Acaso estaría Ella condenando al fracaso a aquel que había sido un sacerdote singularmente exitoso? Según criterios humanos, tal vez; pero desde la mirada divina, la realidad era bastante diferente.

La vía de la perplejidad, garantía de éxito sobrenatural

Hay algo que hace sufrir al corazón del hombre más que cualquier padecimiento físico: la contradicción. Cuando el Señor le pidió a Abrahán que sacrificara al hijo de la promesa, el corazón del patriarca gimió porque la exigencia de Dios contradecía lo que Él mismo le había prometido.

¿Por qué procede así el Altísimo? Al hombre Él le concedió la razón para que, conociéndolo, lo amara. Sin embargo, en ciertas ocasiones exige de su criatura una entrega tan elevada que sobrepasa los límites del entendimiento. Le pide un paso en los vastos panoramas de la fe, pero no le da una explicación. Tal exigencia se presenta como una contradicción o, incluso, como un verdadero absurdo, ante el cual el pobre intelecto humano se siente minúsculo e ineficaz.

Esa era precisamente la situación en la que se encontraba el P. Eymard. Al ver explicitado, mediante una profunda inspiración divina, el llamamiento sacramentino, contemplaba proféticamente a qué pináculos de amor al Santísimo Sacramento su obra debía conducir a la Iglesia y al mundo, hasta una transformación completa de la sociedad. No obstante, pasados los años, constataba cuán distantes estaban su congregación y la mayoría de sus hijos espirituales de la realización de lo que el Señor le había hablado interiormente, hasta tal punto de que, viendo que el final de su vida se acercaba, les confió: «Voy a morir y, cuando ya no exista, nadie tendrá la gracia de la fundación… […] Vamos, aprovechaos bien, pedidme, valeos más de mí. Os hablo cuanto puedo, pero vosotros os contentáis con escucharme y lo dejáis pasar…».8

A los que Dios elige para transitar por las vías de la contradicción, le quedan tan sólo dos actitudes: rebelarse, abandonando el primer amor y juntándose a los que en el Cielo vociferaron «non serviam», o someterse, incluso en las brumas de la incomprensión, uniéndose a las miríadas que gritaron: «Quis ut Deus» y perseveraron en la fidelidad a aquel que los amó primero. San Pedro Julián Eymard escogió seguir el camino abierto por San Miguel y sus ángeles.

«Al final de todo esto, será el reino del Santísimo Sacramento»
Procesión de Corpus Christi en la basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil)o Paulo Rodrigues

Prueba y consolación final en medio al desmentido

Durante su vida no hizo otra cosa sino luchar, rezar y sacrificarse para que fuera fundado un reino eucarístico entre los hombres: «Que venga el reino de su amor y se extienda por toda la tierra, consumiéndola como un fuego celestial y eterno».9 Y el desmentido de ver la realización de ese ideal tanto más distante cuanto más se entregaba a él, constituía, sin duda, una prueba a la cual Dios lo sometía por una altísima razón, que no le estaba permitido conocer. He aquí la gran perplejidad de los fundadores: contemplar la posibilidad de establecer en este mundo un reflejo de Dios, pero no ver su completa materialización. En realidad, no obstante, más que sus humanos servicios para la consecución de ese sueño, el Señor todopoderoso quiere de ellos la oblación perfecta de una fe que, a pesar de las contradicciones, nunca se deja vencer.

¿Habría alguna consolación mística que sustentara al santo al final de sus días? Consta, por ejemplo, la misteriosa aparición en su cuarto de un nimbo, en el cual su dedicada asistente, poco habituada a absurdas creencias, logró ver los delicados pliegues de un vestido. ¿Habría sido la Santísima Virgen avisándole de su inminente partida y consolándolo en ese trance? Nunca lo sabremos con certeza. Pero, sí, podemos inferir que poseía la plena seguridad, sustentada por la fe, del cumplimiento de su misión; a tal punto que, a pocos días de su muerte, afirmaba, conforme hemos visto al inicio de este artículo: «Al final de todo esto, será el reino del Santísimo Sacramento».

Ya sea antes o después de su paso hacia la eternidad, San Pedro Julián Eymard pudo comprobar el efecto de ese holocausto de confianza consumado con heroísmo: la custodia, rodeada del mayor honor, reinando sobre una sociedad hecha enteramente de santidad. Sus esfuerzos, por tanto, a favor del establecimiento de ese reino eucarístico no fueron en vano. Comprendió que era necesario que alguien sufriera teniendo claro el objetivo de sus padecimientos, que un hombre creyera en la plenitud de tal reino sin verlo en esta vida, para que otros pudieran contemplar su plena realización. El fundador de los Sacramentinos lo hizo a la perfección, contribuyendo decisivamente al triunfo del Inmaculado Corazón de María anunciado medio siglo después al mundo en Fátima, pues el reino de la Santísima Virgen y el reino eucarístico son uno. 

Extraído de la revista Heraldos del Evangelio, #229.


1 O BEM-AVENTURADO PEDRO JULIÃO EYMARD. Rio de Janeiro: Livraria Eucarística, 1953, p. 593. Los datos biográficos de este artículo han sido tomados del mismo libro.

2 Ídem, p. 8.

3 Ídem, p. 175.

4 Ídem, ibídem.

5 Ídem, p. 255.

6 Ídem, p. 262.

7 Ídem, p. 256.

8 Ídem, pp. 609-610.

9 Ídem, p. 351.

¡Suscríbase a nuestros emails!