A través de las sinuosas calles de Siena caminaba un niño. La ciudad, ocupada en sus quehaceres e intrigas, ni lo notaba. Este muchacho, de porte mediano y varonil, semblante agradable y mirada alegre, tiene bastantes amigos que lo estiman; sin embargo, andaba solo. O, por lo menos, pensaba que estaba solo… Un poco más atrás, escondida entre las casas, una mujer sigue sus pasos. Su fisonomía contrasta con la del joven, pues camina aprensiva, como si estuviera a punto de toparse con algo indeseable.
Sí, Tobia estaba preocupada. Amaba a aquel chico como a un hijo. Aunque eran primos, una gran diferencia de edad los separaba; y ella lo había visto crecer. Hijo de la noble familia de los Albizzeschi, Bernardino había perdido a su madre cuando tenía cerca de 3 años y ni siquiera había cumplido los 6 cuando falleció también su padre; entonces se hicieron cargo de él sus tías (Diana, Pía y Bartolomea) y su prima Tobia, que lo cuidaron y educaron con todo esmero.
Bernardino siempre había sido muy recatado y sus tutoras se esforzaban para que el ambiente en el cual transcurría su infancia no mancillara su inocencia. El niño correspondió a ese develo; y a su piedad natural se le agregó la virtud. Sin embargo, el tiempo pasaba y ya había llegado a la adolescencia. Sus tías y su prima temían por él. Constantemente le alertaban sobre los peligros del pecado y las malas tendencias que, a lo largo de los siglos, habían pervertido a los jóvenes.
No obstante, cierto día, contestando a sus advertencias, Bernardino dejó sorprendida a Tobia al comunicarle:
—De hecho, estoy embelesado por una dama muy noble. Daría mi vida para regocijarme con su presencia; y no dormiría por la noche si el día pasara sin haberla visto.
Unos días después, Bernardino volvió a hablar del tema:
—Me voy ahora a ver a mi hermosa amiga.
—Pero ¿quién es? ¿Dónde vive? —le preguntó Tobia.
—Más allá de la Puerta Camollia.
Como no le pudo sacar más información y se quedó intrigada, entonces decidió espiarlo. Y fue tras él cautelosamente, de esquina en esquina, tratando de no ser vista.
Al llegar, finalmente, a la Puerta Camollia, Bernardino se detuvo y, ante la Virgen Asunta al Cielo, allí representada en una bella pintura, se arrodilló. Lo que él le dijera, Tobia ciertamente nunca lo supo, pero el fervor y admiración que su semblante transmitía dejaban entrever que aquella convivencia era más del Cielo que de la tierra. Luego se levantó y regresó a casa.
Tobia, siempre a escondidas, volvió a seguirlo durante varios días, sintiéndose siempre edificada. Hasta que logró que su primo declarara quién era la noble dama de la que hablaba:
—Madre —le respondió—, ya que me lo pedís, os diré el secreto de mi corazón. Estoy apasionado por la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios; siempre la amé, por Ella tengo abrasado el corazón y a Ella es a quien deseo ver. En Ella quería fijar siempre mi mirada con la veneración que le es debida.
La aurora de una vida bajo el auspicio de la Madre de Dios
Si grande era el cariño de Bernardino por la Santísima Virgen, más excelente era el de aquella que lo había amado primero. Sí, pues antes incluso de que el conocimiento de ese niño se abriera a las cosas del mundo, antes de que sus ojos se encantaran con la Creación, antes de que su lengua inexperta balbuceara las primeras palabras, María lo había elegido para sí.
No tardó mucho en aflorar una duda en su corazón juvenil: ¿Cómo se dedicaría a Ella? ¿En qué estado de vida lo quería? Entonces fue cuando la peste, tan temida e indeseable, llamó a las puertas de Siena. Bernardino, con tan sólo 17 años, se aplicó heroicamente a auxiliar a los enfermos. Cuatro meses más tarde, agotado por sus esfuerzos, él mismo fue víctima de la peste y parecía que su fin estaba cerca. Sin embargo, contra toda expectativa, su salud se restableció.
¿Qué hacer con esa vida que María le había devuelto?, seguía preguntándose. La religión le atraía sobremanera; ¿sería esa la voluntad de Dios? Lleno de fervor juvenil —tan a menudo contrario a la prudencia y al «sentido común»—, Bernardino intenta la vida de ermitaño. Con su característico humor, narraría más adelante esa insólita experiencia:
«Deseo contaros el primer milagro que realicé; ocurrió antes de hacerme fraile […]. Me vino la voluntad de querer vivir como un ángel y no como un hombre. Pensé marcharme a un bosque; y me preguntaba a mí mismo: “¿Qué harás tú en un bosque? ¿De qué te alimentarás?”. Y respondiéndome también a mí mismo, me decía: “Bueno, haré lo que hicieron los Santos Padres; comeré hierba cuando tenga hambre y beberé agua cuando tenga sed”. […] Y, tras invocar el nombre de Jesús bendito, me llevé a la boca un puñado de hierbas amargas y empecé a masticarlas. Mastico, mastico, pero no quieren bajar. Al no poder tragármelas, me dije: “Bebamos un sorbo de agua”. ¡Vaya!, el agua descendía, pero las hierbas se quedaban en la boca. Total, bebí bastantes sorbos de agua con un bocado de hierba y no lograba tragarla».1
Desistiendo de la vida solitaria, al haber entendido de que esa no era la vía a la cual lo destinaba la Providencia, sus ojos se dirigieron hacia los Frailes Menores. Se entusiasma por su Regla y el llamamiento divino se confirma en un sueño; se despoja de los honores de su sangre y de los bienes terrenales y toma el hábito de San Francisco: era el 8 de septiembre de 1402, fiesta de la Natividad de Nuestra Señora y fecha en que cumplía 22 años.
De esta manera, siempre bajo el manto protector de la Reina de los Cielos, fue como dio grandes pasos en su vida, según lo contaba él mismo:
«Nací el día de la Natividad de la Bienaventurada Virgen, y el mismo día […] renací, al entrar en la Orden del Seráfico Padre Francisco; en ese día profesé los votos en la Orden, en ese día celebré la primera Misa y le hice el primer sermón al pueblo sobre la Bienaventurada Virgen, de cuyo amor y gracia espero en ese día también marchar de esta vida».2
Incansable dedicación y celo por las almas
En cierta ocasión, el joven franciscano fue a asistir a una predicación de San Vicente Ferrer, cuyas palabras sacudían a las multitudes, señalándoles la displicencia y el paganismo en los que la cristiandad se estaba hundiendo. El día anterior, Bernardino había hablado personalmente con el dominico y había salido lleno de gratitud y consuelo. Y San Vicente, habiendo discernido el llamamiento de su interlocutor, previó durante el sermón el futuro que le aguardaba:
«Oh hijos míos, está en esta reunión un religioso de la Orden de los Frailes Menores que, en breve, será un hombre ilustre en toda Italia; su palabra y sus ejemplos producirán grandes frutos entre el pueblo cristiano. Os exhorto, pues, a dar gracias a Dios; roguémosle, todos juntos, que cumpla lo que me reveló».3
Pasaría un tiempo hasta que la profecía se cumpliera. Durante muchos años estuvo Bernardino escondido en las brumas del anonimato. En el silencio del convento, subió los peldaños de la virtud y del conocimiento, para después, sobre el púlpito, transmitir no solamente la doctrina, sino irradiar la santidad. Y ésta de tal manera movía a las multitudes que «concurrebant ad ecclesias instar formicarum».4
Su incansable celo edificaría y convertiría en Italia a muchedumbres, país por entonces inmerso en el neopaganismo. Del 1419 al 1422 su voz resonaría en Lombardía, acentuadamente en Bérgamo, Como, Mantua, Cremona, Placencia y Brescia. En cada ciudad se detenía unas semanas para enseguida buscar, a pie, en la localidad vecina, almas a quienes hacer el bien.
Método vivo y original de mover los corazones
En el púlpito, su genialidad y virtud se unen para atraer a los pecadores a la amistad con Dios. Se cuenta que, por ejemplo, al llegar a Perugia, en Umbría, se encontró con un pueblo indiferente a los asuntos de la fe, afecto a continuas y feroces guerras intestinas. A pesar de que muchos comparecían a sus predicaciones, fray Bernardino no se daba por satisfecho. Un día, ante el público reunido, anunció:
—Queridos habitantes de Perugia, en poco tiempo les mostraré al diablo.
Encendida la curiosidad… el auditorio se multiplicó al día siguiente. Y al cabo de unos días más el predicador declaró:
—Voy a cumplir mi promesa y les voy a mostrar no sólo a un demonio, sino a varios.
Todos fijaban la mirada en él, atentos, imaginando qué profundidades habrían de abrirse para que el padre de las tinieblas se volviera visible.
—Miraos unos a otros —prosiguió fray Bernardino— ¡y veréis demonios!
Y en un tono de extrema gravedad, que no admitía broma alguna, el santo le advirtió al pueblo que practicaba las obras de Satanás y, por ello, merecía ser llamado hijo suyo. Finalmente, la gracia, conducida por fray Bernardino, tocó el corazón de aquella gente y la conversión fue completa.
¡Con un hombre de Dios no se juega!
Años después, no obstante, la discordia y la violencia reinaban nuevamente en la ciudad y el santo franciscano volvía allí.
—Dios ha visto vuestras disensiones, que detesta —dijo, subiendo al púlpito—, y me ha mandado a vosotros, como ángel suyo, para hablarles a los hombres de buena voluntad.
Cuatro sermones se suceden y Bernardino lucha para reconciliar a aquellas almas. El último día, concluye solemnemente:
—Que todos los hombres de buena voluntad, deseosos de paz, se pongan a mi derecha.
El pueblo, conmovido, se desplazó en masa hacia la derecha del santo. Todos, excepto uno que, desafiante, se mantuvo solo con su familia a la izquierda. Entonces el humilde franciscano muestra que su celo también lo transformaba, ante la necesidad, en un juez implacable.
—Hete ahí —le dijo al infeliz—, obstinado en tu error. Te exhorto, en nombre de Dios, una vez más, a perdonar a los otros, de corazón, lo que puedan haber hecho contra ti y tu familia. Si no me escuchas, puedes estar seguro de que no regresarás a casa vivo.
Ahora bien, con un hombre de Dios no se juega… Aquel desgraciado no desistió de su mala conducta y nada más llegó a su casa, murió, sin recibir los sacramentos de la Iglesia.
Al nombre de Jesús, toda rodilla se doblará… incluso en el Renacimiento
Muchos de los sermones de San Bernardino se han conservado para la posteridad. En estilo fácil, atrayentes, repletos de metáforas y ejemplos, permiten reconstituir el ambiente que se creaba a su alrededor y, en cierto modo, sentir la gracia que sobre él flotaba. Sermones que fueron escenario de una gran batalla, a la cual el santo franciscano se dedicaría de cuerpo y alma.
De hecho, al pasar las páginas que componen la historia de San Bernardino no podemos desconsiderar la difícil coyuntura en la cual se encontraba el mundo y cómo la humanidad tomaba un rumbo completamente opuesto a lo que la Iglesia le había indicado a lo largo de los siglos. Dando la espalda a la sangre que lo había redimido y embriagándose con las cosas de la tierra hasta el punto de olvidarse del Cielo, los hombres volvían a emborracharse con el «vino viejo» del paganismo. Era el brillante, pero en muchos aspectos reprochable, Renacimiento que estaba llegando. Se expulsaba a Dios de su trono y en su lugar se sentaba el hombre.
Los frutos de tal inversión de valores no se hicieron esperar: discordias y guerras, inmoralidades y desvaríos empezaron a formar parte de lo cotidiano. Faltaba alguien que, como la Virgen María en las bodas de Caná, le indicara a la humanidad: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2, 5), y la recondujera a Jesús. Ese fue el papel verdaderamente mariano de San Bernardino.
Por ejemplo, reinaban grandes desacuerdos políticos entre los habitantes de Venecia, como, por cierto, en muchas ciudades de la península Itálica. Las casas eran identificadas por un azulejo con el nombre o las armas de la familia, el cual también indicaba el partido de sus moradores. Cuando fray Bernardino pasó por allí, su corazón inflamado proclamó a todos el nombre de Cristo y los venecianos, conmovidos, cambiaron las marcas de la discordia por un azulejo con el Santísimo Nombre de Jesús.
Y así, recorriendo las ciudades, fray Bernardino dejaba atrás de sí el nombre de Jesús marcado en los hogares y, sobre todo, grabado en los corazones.
Acusado de herejía…
El antiguo enemigo no podía quedarse inactivo mientras el santo franciscano le arrancaba de las manos tantas almas. Y he aquí que, en Roma, acusan a fray Bernardino de herejía. ¿Herejía? Sí, pues hubo quien quiso ver aspectos de idolatría en su forma de venerar el nombre de Jesús.
El Papa Martín V convoca al ilustre predicador para que dé explicaciones en la Ciudad Eterna. El momento es de gran conmoción, especialmente para los católicos italianos, que tanto habían recibido de fray Bernardino. Todos parecen temer, menos él. Muchos de los que antes lo aplaudían, ahora lo ultrajaban.
Un día, al ver con admiración cómo, después de recibir grandes insultos, él se recogía para estudiar calmamente en su cuarto, respondió: «Cada vez que entro en mi celda, todas las injurias quedan afuera; ningún ultraje se atreve a entrar conmigo, de manera que no me supone ningún impedimento ni me causan disgusto».5
Para defender el honor de su maestro ofendido, un discípulo suyo, también renombrado predicador, comparece en la Ciudad Eterna, portando un ostensivo estandarte en el que se lee el nombre de Jesús: se trata del audaz capuchino San Juan de Capistrano. Finalmente, ambos comparecen ante el pontífice y se procede a un debate entre ellos y sus opositores. La victoria de Bernardino, o mejor, de Jesús, es completa; el Papa, en reparación, ordena una procesión en honor a su Santísimo Nombre, que a partir de entonces pasa a figurar en lo alto de las iglesias y en los tejados, también en Roma.
Últimos esfuerzos, dedicación completa
Incluso sintiendo que su fin ya estaba muy próximo, fray Bernardino no descansa. Al contrario, sediento de almas, va en busca de aquellas que su caridad aún no había logrado alcanzar y a quienes trataban de disuadirlo de ello les respondía: «No ignoro que estoy viejo y poco apto a soportar el cansancio; sin embargo, el amor que me urge me obliga, mientras pueda mover la lengua, a no dejar nunca de anunciar la Palabra de Dios, a exhortar a las poblaciones y, para esta obra, emprender viajes, aunque fueran a tierras lejanas».6
El reino de Nápoles es su próximo destino. El 30 de abril de 1444 deja Siena secretamente. En el camino se despide de la vieja ciudad de Perugia, de donde parte para visitar por última vez el convento de Santa María de los Ángeles, de Asís. En Espoleto empiezan a faltarle las fuerzas. Cuando llega a Cittaducale, en la frontera con el reino napolitano, Bernardino sube por última vez a un púlpito. En Áquila es obligado a descansar en el monasterio franciscano.
Y entonces, con 64 años, de los cuales cuarenta y dos como religioso y, al menos, veinte como predicador, fray Bernardino entrega su bella alma a Dios. Habría querido morir en la fiesta de la Natividad o de la Asunción, pero Jesús le pidió la renuncia a ese santo deseo. Era la víspera de la Ascensión del Señor.
Sin duda, en el Cielo Bernardino le decía a Dios las palabras que sus hermanos cantaban piadosamente en la capilla al rendirle sus últimos homenajes: «Padre mío, di a conocer tu nombre a los hombres que me diste, y ahora ruego por ellos, no por el mundo, pues vengo a ti. Aleluya».7 ◊
Extraído de la revista Heraldos del Evangelio, #214.
1 SAN BERNARDINO DE SIENA. Le prediche volgari. Siena: Tip. Edit. all’inseg. di S. Bernardino, 1884, v. II, pp. 351; 353.
2 THUREAU-DANGIN, Paulo. São Bernardino de Sena. Um pregador popular na Itália da Renascença. Petrópolis: Vozes, 1937, p. 27, nota 14.
3 Ídem, p. 37.
4 Ídem, p. 55. Del latín: «Acudían a las iglesias como hormigas».
5 Ídem, pp. 101-102.
6 Ídem, p. 248.
7 Ídem, p. 254.