El Miércoles de Ceniza en sus comienzos

Compártalo en las redes sociales​

Al inicio de la Cuaresma el cortejo de los pecadores entraba por el fondo de la iglesia rezando el «Miserere». No obstante sofocados interiormente por la culpa, se sentían al mismo tiempo alentados por la promesa del propio Juez.

Para que se entienda mejor la intención de la Iglesia al instituir el ceremonial del Miércoles de Ceniza hay que tener en cuenta sus orígenes, así como las repercusiones que tuvo en la época en la que fue establecido. Por lo tanto, vamos a necesitar dirigir nuestra atención hacia un pasado lejano, ya que esa práctica, a semejanza de casi todas las demás, se constituyó de una manera definitiva en la Edad Media.

La Iglesia era el centro de la vida social

Empecemos analizando cómo eran las ciudades de ese tiempo en el que surgió dicho ritual.

Por lo que ha quedado de ellas en nuestros días, o bien por lo que retratan algunas ilustraciones, se ve que eran pequeñitas, con calles estrechas, al objeto de que cupieran dentro de las murallas forzosamente restringidas para defender mejor a sus habitantes de los ataques enemigos. Las casas estaban muy próximas unas de las otras y, como el piso superior sobresalía un poco hacia la calle, desde la ventana de una de esas viviendas casi se podía tocar, extendiendo el brazo, la que estaba enfrente.

En el centro de esa maraña orgánica de edificios se erguía el campanario de la iglesia. A menudo solían ser varios, de distintas parroquias, monasterios o conventos, en torno a los cuales se congregaba el pueblo, pues en aquella época todo lo que pasaba en la Iglesia constituía el centro de la vida social.

Los pecadores ante la sociedad

En esas poblaciones existían pecadores públicos culpables de un crimen notorio como, por ejemplo, el de haber matado a alguien durante el año. Otros habían blasfemado públicamente contra Dios y la Iglesia y seguían en su obstinación aún después de haber sido reprendidos. También existían personas o familias ostensivamente apartadas de la Iglesia, que habían dejado de asistir a Misa y frecuentar los sacramentos.

El concepto del hombre medieval con respecto a esos pecadores era: «Son altamente censurables. Debemos mantenernos alejados de ellos porque una persona recta no convive con el pecador; y si necesita relacionarse con alguno de ellos lo hace a distancia y con frialdad. Mientras no se arrepienta y haga penitencia es un enemigo de Dios y, por tanto, del género humano».

Sin embargo, tan en el centro de la sociedad medieval estaba la Iglesia que hasta esas personas iban al templo con ocasión del Miércoles de Ceniza, incluso sabiendo la mayor parte de ellas que iban por el mal camino y les pesaba vivir en ese estado, aunque no quisieran abandonarlo.

Además de éstos, en las ceremonias del Miércoles de Ceniza participaban otro tipo de pecadores: los que se denunciaban a sí mismos como tales. A veces eran hombres tenidos por muy virtuosos los que aparecían acusándose de alguna falta. Al haber sido objeto de honores y consideraciones a los cuales no tenían derecho, deseaban recibir, arrepentidos, el merecido desprecio.

A esos dos grupos se les sumaba el de los que habían pecado de forma no notoria. Eran personas que, habiéndole faltado a Dios interiormente, se juntaban a las primeras para hacer penitencia y reparar sus culpas.

«Acercaos al lugar de donde os viene el perdón»

Catedral de Chartres, Francia.

Así que cuando ese día empezaban a tocar las campanas, convocando al pueblo, los habitantes de la ciudad iban saliendo de sus casas en dirección a la iglesia.

Imaginemos el estado de espíritu de los pecadores yendo en grupo por la calle al lado de la población inocente mientras vislumbraban de lejos la fachada de la iglesia, adornada de santos y de ángeles, con una imagen del Crucificado en el centro —o de Nuestro Señor Jesucristo bendiciendo, o bien una de la Virgen de las vírgenes, concebida sin pecado original.

Todavía con el tañido de las campanas de fondo, llegaban al templo, que se yergue imponente, aparentando severidad, aunque al mismo tiempo se presenta tan acogedor que parece decirles: «¡Venid, hijos! Habéis pecado, pero acercaos al lugar de donde os viene el perdón, confesaos y arrepentíos». Entraban y, una vez concluida la ceremonia, se retiraban a un sitio determinado para hacer penitencia.

Todo esto revestía autenticidad porque el hombre de la Edad Media poseía una profunda noción de la gravedad del pecado.

Dios se toma en serio a sí mismo

¿Cómo mantener encendida en nosotros esa noción que innumerables circunstancias nos intentan deslustrar?

Para que entendamos mejor la cuestión voy a formular una pregunta un tanto extraña. ¿Qué pensarían mis oyentes de alguien que nos hiciera la siguiente acusación: «Es usted un individuo frívolo que no se toma en serio ni a sí mismo»? La respuesta a tal injuria podría ser una bofetada. Pues una persona de este tipo no sirve para nada. Tomarse en serio a sí mismo es el primer paso para que alguien consiga ser algo en la vida.

Ahora bien, cómo sería más descabellada, por no decir blasfema, hacer esta otra pregunta: «¿Acaso Dios se toma en serio a sí mismo?».

Evidentemente que sí. Él se ama infinitamente y se toma infinitamente en serio. Por eso, cuando establece que la práctica de determinado acto constituye un pecado, los hombres que cometen dicha falta rompen con Él y se convierten en sus enemigos.

Dios no dice algo sin que produzca un efecto inmediato, no proclama una enemistad que no sea auténtica. Si Dios no fuera infinitamente serio, sería el caso de preguntarse si Él existe.

La seriedad de todo ante Dios

Con esa seriedad, que participa de su infinita sabiduría y santidad, el Creador contempla las acciones humanas. Ante ella el pecado se vuelve gravísimo y profundamente execrable.

Quien lo comete se hace más miserable. Por muy rico que sea alguien, cuando peca se convierte en el más desafortunado de los hombres, pues aunque posea todo lo que la tierra le puede ofrecer no tiene nada de lo que el Cielo da.

Además, en cualquier momento la punición divina le puede acaecer a través de numerosas e inesperadas desgracias que se desencadenen sobre él sucesivamente o, peor aún, los castigos del Infierno, para los cuales no hay nada en esta tierra que sirva como término de comparación. Allí hay tinieblas eternas, el fuego quema y no ilumina. Los peores tormentos atenazan continuamente a los precitos, quienes comprenden que para ellos ya no hay más remedio.

El pecador tiene una noción viva de que ha actuado contra Dios. Sabe que no debería haber hecho ese mal, por ser Él infinitamente Santo, Bueno y Verdadero. Sabe, igualmente, que esa tremenda cólera que se desata contra él es fruto de la infinita Justicia divina.

En la Edad Media los pecadores tenían esa noción y por ello iban a la iglesia para pedir perdón y hacer penitencia.

Una oración dictada por el propio Dios

Quien ha transgredido la ley de Dios debe empezar reconociendo el mal que cometió. Para ello, la Iglesia le incita a que rece los salmos penitenciales,1 los cuales invitan de modo magnífico a sentir la enorme gravedad y maldad del pecado.

Dios es tan insondablemente bueno que le ha dado al hombre la gloria de ser creado en estado de prueba para que de este modo pueda adquirir méritos. No obstante, muchos hacen mal uso de esa libertad que les ha sido concedida y pecan. Pero el Creador, en lugar de exterminarlos de inmediato, conforme la ofensa lo merecería, les «susurra» al oído palabras propias a hacerles sentir la malicia de lo que hicieron y que les invitan a pedir perdón.

Actúa como un juez que, tras haber recibido a un reo con una majestad indescriptible, con una demostración de fuerza y severidad tremendos, envía a alguien para que le entregue una nota que reza: «Si ruegas clemencia con sinceridad de alma y pides perdón con las palabras que están en esta nota, el juez ordena que te atenderá».

De esta forma, el pecador camina en dirección al Supremo Juez rezando una oración que le ha dictado Él mismo con vistas a concederle el perdón. ¡No se puede imaginar una manifestación de misericordia más grande que esa!

Ese miércoles sagrado, el cortejo de los pecadores entraba por el fondo de la iglesia rezando el Miserere: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa» (Sal 50, 3). Sofocados interiormente por la infamia de su iniquidad y por la grandeza del Juez, oraban para pedir perdón. Sin embargo, se sentían al mismo tiempo alentados por la promesa del propio Juez, que les había dicho: «Reza de esta forma, hijo mío, procura tener esos sentimientos, y yo me convertiré en tu amigo».

Ahí se ve el magnífico equilibrio de la actitud divina. El Creador está listo para castigar a quien le ofendió, pero prefiere no hacerlo y le dice al hombre que se convirtió en enemigo suyo: «Tú, hijo mío, que eres malo: sé bueno. Aquí tienes las palabras que debes decir. Por medio de ellas mi gracia obrará en tu alma. Responde sí a mi invitación y te volverás más blanco que la nieve».

Confianza inquebrantable en el perdón divino

Miércoles de Ceniza en la Comunidad de los Heraldos del Evangelio, Ecuador.

Todo esto no cabría en una jaculatoria. Cuando el pecador reza los salmos penitenciales está pidiendo muchas veces y de formas muy distintas que Dios le obtenga el perdón.

No obstante, después de haber repetido las palabras enseñadas por el Juez, con las que le suplica de una manera apropiada, correcta y bellísima que le consiga las disposiciones de alma que le harían volver a ser visto con agrado por Él, el penitente se queda con la duda de haber sido atendido. ¿Por qué Dios no le concede enseguida su perdón?

Repite el pedido con nuevos argumentos y, en cierto momento, apela a la propia gloria del Altísimo: «Por tu nombre, Señor, consérvame vivo; por tu clemencia, sácame de la angustia. Por tu fidelidad, dispersa a mis enemigos, destruye a todos mis agresores» (Sal 142, 11-12). Es como si dijera: «En mí no hay nada que merezca tu misericordia. Pero ¡qué hermoso será para ti perdonarme! Tú amas tu gloria y por amor a tu gloria te pido: dame aquello a los que no tengo derecho. ¡Perdóname, Señor!».

Razonamientos como este son muy adecuados para hacer que el espíritu se compenetre de la gravedad del pecado, pero también para adquirir la inquebrantable certeza en el perdón divino del que nos habla otro de los salmos, al cual podríamos llamar «Salmo de la confianza». En él se tiene la impresión de que la esperanza del penitente va in crescendo hasta llegar a una especie de explosión: «Tú, el Dios leal, me librarás» (Sal 30, 6).

La gracia habló en el alma del pecador y le dio la certeza de que sería salvado, pero para expiar el pecado que cometió quiere sufrir durante la Cuaresma. Inclinado y de rodillas ante el sacerdote, inicia ese período de reparación recibiendo la ceniza sobre su cabeza y oyendo: «Recuerda, hombre, que polvo eres y al polvo volverás» (cf. Gén 3, 19).

La frase pronunciada por el ministro sagrado equivale a una advertencia. A través de la voz del sacerdote parece que Dios dijera: «¡Cuidado! La muerte ronda a tu alrededor. Soy infinitamente bueno, pero también justo. Ve y haz penitencia».

Equilibrio entre justicia y misericordia

La principal de las penitencias consistía en el ayuno. Algunos de esos pecadores llegaban a pasar los cuarenta días a pan y agua. Pero había también una ceremonia de bendición de cilicios, que por lo general eran cinturones llenos de ganchitos de hierro que arañaban la carne en torno al tronco, causando dolorosas heridas. Eran usados durante todo el tiempo cuaresmal por algunos penitentes.

Nótese la belleza de esa actitud de la Iglesia. Al mismo tiempo que estimula el uso de esos objetos, instituye una ceremonia para bendecirlos, como diciendo: «Peniténciate hasta sangrar. Sin embargo, como tú eres mi hijo, voy a derramar mi bendición sobre el instrumento que te tortura».

Aquí se ve, una vez más, el equilibrio entre justicia y misericordia, virtudes que debemos amar por igual, de manera que cuando Dios le dice al pecador: «¡Te execro!”, debemos exclamar con la misma alegría con que lo haríamos ante una manifestación de su bondad infinita.

Cuando el pecador comprende la maldad de su pecado y percibe cómo su falta es odiada por Dios, también entiende cómo Dios es la Pureza. Y ante la Pureza infinita de Dios, ¿cómo puede uno no entusiasmarse? Quien tiene horror a un determinado pecado, ama la virtud a la cual éste se opone.

Es sumamente necesario que tengamos entusiasmo por la seriedad y severidad de Dios y, por eso, una bonita oración para rezarla durante esta Cuaresma sería la siguiente: «¡Oh, Señor mío, cómo odias mis pecados! Yo te suplico: ¡dame una centella de tu odio sagrado en relación con ellos». Pero enseguida debemos pedirle su misericordia. Sin ella, ¿quién podrá subsistir?

Extraído, con pequeñas adaptaciones,
de la revista «Dr. Plinio».
São Paulo. Año XIV.
N.º 157 (abr, 2011); pp. 30-35.

1 Los salmos 6, 31, 37, 50 (Miserere), 101, 129 (De profundis) y 142 son tradicionalmente denominados por la Iglesia «salmos penitenciales», pues en ellos el salmista reconoce la gravedad de su pecado y ruega a Dios el inmerecido perdón.

¡Suscríbase a nuestros emails!