El signo del amor divino

Considerar el carácter correctivo o punitivo del sufrimiento es bastante razonable: ¿cómo explicar, no obstante, la prueba que le sobreviene al inocente?

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Para el hombre contemporáneo, la inevitabilidad del sufrimiento es una realidad evidente; sin embargo, le cuesta entender su necesidad para la salvación y, sobre todo, los profundos beneficios que confiere a las almas que lo aceptan con buena disposición. Ante el dolor surgen a menudo interrogantes, inconformidades y, no pocas veces, tristes rebeldías…

Sufrir puede ser un modo eficaz de reparar las faltas cometidas, o incluso un medio utilizado por Dios para llamar a sí a las almas descarriadas que, al verse afectadas por las aflicciones, suelen abandonar el pecado y se dirigen hacia su Creador y Padre con humildad y arrepentimiento. De hecho, dicen las Escrituras: «El Señor corrige a los que ama, como un padre al hijo preferido» (Prov 3, 12).

Ahora bien, es igualmente propio en el actuar de Dios hacer padecer —¡y con violencia!— a quienes son inocentes. ¿Cómo se explica esto? ¿Para qué hacer sufrir al que no merece castigo?

«¿Por qué me buscabais?»

«Cuando terminó, se volvieron; pero el Niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Éstos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo. Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba» (Lc 2, 43-47).

Al concluir las festividades de la Pascua, la Sagrada Familia se preparó para regresar a su ciudad de origen, la pequeña Nazaret. El Niño Jesús probablemente se alejó de la Virgen nada más comenzó el viaje. Como era costumbre que en esas ocasiones los hombres y las mujeres se reunieran en grupos diferentes, María Santísima no se preocupó por la tardanza de Jesús, pensando que estaría en compañía de su virginal esposo.

Solamente después de un día de intensa caminata, mientras las familias se reagrupaban para pasar la noche juntas, Nuestra Señora se dio cuenta de que su Hijo no estaba con San José. ¿Seguiría aún con sus parientes? El santo matrimonio enseguida se puso a buscarlo. Pero, por desgracia… ¡el divino Infante había desaparecido!

Afligida, la Virgen se preguntaba qué es lo que habría sucedido. Dios le había confiado el mayor de todos los tesoros, ¿cómo podía haberlo perdido? ¿Querría su Hijo adelantar el augusto momento de la Pasión? Éstas y otras muchas interrogantes le atormentaban su espíritu; sin embargo, en ningún momento perdió la paz de alma ni el equilibrio emocional, así como su fidelísimo esposo, que trató de fortalecerla en esta perplejidad. Finalmente, ambos decidieron regresar a Jerusalén tan pronto como despuntara la aurora, para buscar su Perla perdida.

De vuelta en la Ciudad Santa se dirigieron directamente al Templo, pues una intuición sobrenatural les decía que el Niño había ido allí. De hecho, sus corazones no se habían engañado. Recorriendo las sagradas dependencias del Templo, lo encontraron entre los doctores, que se dispersaron a su llegada. Por fin, ¡ahí estaba su Amado!

Sin embargo, María no sospechaba que una prueba aún mayor estaba por llegar. Al acercarse a su Hijo e indagar el motivo de su actitud, recibió como respuesta palabras que, como una espada, le atravesaron el alma: «“¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?”. Pero ellos no comprendieron lo que les dijo» (Lc 2, 49-50).

Grande era el misterio que envolvía esta respuesta. ¿Acaso Jesús no consideraba la aflicción que le había causado a su Madre? ¿O se habría disgustado con Ella, hasta el punto de retirarse de su presencia y, cuando fue encontrado, no querer darle ninguna explicación? Absolutamente hablando, se trata de una hipótesis sin sentido, pues aquel Niño era el propio Dios: desde toda la eternidad conocía el alma santísima de María y, como hombre, había experimentado su amor. Entonces, ¿por qué actuó así y le ocultó el significado de este episodio tan singular?

Nuevo grado de unión con Dios

Los sufrimientos de María Santísima con ocasión de la pérdida y el hallazgo del Niño Jesús, como nos refiere la venerable María de Jesús de Ágreda,1 superaron los de muchos mártires en el momento de su sacrificio. La razón de este hecho reside en que cuanto más puro es el amor, más se sufre con la pérdida o ausencia del amado: y cuanto mayor es la unión de éste con el amante, más dolorosa se hace cualquier incomprensión que pueda surgir entre ellos.

La explicación de este sufrimiento infligido a la más inocente de las criaturas es que Dios puede querer «esconderse» de una persona no sólo por su culpa, sino también por un designio superior, que consiste en una altísima manifestación de su amor divino.

En efecto, a menudo la Providencia hiere a sus santos y los somete a terribles pruebas porque, a sus ojos, cuanto más sufre alguien, más digno de amor es. Para poder derramar sobre sus almas dones aún mayores y unirlos a Él con lazos más estrechos, el Señor los hace sufrir, pues su dulce sumisión a la voluntad divina e inocente esfuerzo por crecer todavía más en santidad le dan a Él una gloria incomparable y redundan en un amor singularmente perfecto.

Eso es lo que sucedió con María: Dios quería, de alguna manera, colmarla de gracias aún mayores. Sometiéndola, por tanto, a aquella dura prueba, pudo elevarla a un grado de caridad más alto. Su Corazón Inmaculado, aceptando sin entender la divina voluntad, dirigió al Altísimo un cántico de purísimo amor y de suprema modestia, el cual bien podríamos traducir en las célebres palabras de San Bernardo: «Amo porque amo, amo para amar».2 Visitada por el sufrimiento, aquella que era por excelencia la «esclava del Señor» (Lc 1, 38) le ofreció una vez más su fíat, cuya incondicionalidad demostró a toda la historia que su voluntad no se diferenciaba en nada de la voluntad de Dios.

«Per crucem, ad lucem»

En un ámbito infinitamente superior, la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, el Inocente y el Perfecto por excelencia, le dio a la historia de la creación la verdadera explicación y significado del dolor. Si antes de este augustísimo acontecimiento los hombres podían considerarlo un aspecto secundario en la vida, después de contemplar al Cordero divino colgado en la cruz nadie tiene el derecho a negar que sólo a través de él se llega al Cielo. «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6).

El verdadero católico debe ver en cada sufrimiento, grande o pequeño, no un tedioso obstáculo que debe soportarse por obligación, sino una oportunidad única de unirse a Dios. Poniéndose en esta perspectiva, su alianza con el Creador se vuelve mucho más arraigada y toda la belleza del amor divino —esencialmente sin pretensiones— se queda impresa en su alma.

A ejemplo de la Virgen, y por su maternal intercesión, mantengamos viva en nuestras almas la noción de esta alianza entre el dolor y la santidad, pues siempre que Dios nos envía una cruz, Él desea obsequiarnos con la luz. 

Extraído de la revista Heraldos del Evangelio, #238.

Notas


1 Cf. VENERABLE MARÍA DE JESÚS DE ÁGREDA. Mística Ciudad de Dios. Barcelona: Pablo Riera, 1860, t. IV, p. 252. Se trata de una mística española del siglo XVII a quien la Santísima Virgen hizo varias revelaciones sobre los misterios de su vida.

2 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. «Sermones sobre el Cantar de los Cantares». Sermón 33, n.º 3. In: BALLANO, Mariano (Ed). En la escuela del amor. Madrid: BAC, 1999, p. 207.

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