El “Río Chino”

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De entre las diversas metáforas que el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira usaba para describir el recorrido del ser humano en esta tierra, ocupa una mención especial, la que él llamaba «río chino».

Como es sabido, a causa de la accidentada topografía de China, sus cursos de agua atraviesan tramos particularmente tortuosos. A veces, incluso parece que los afluentes van a regresar a la fuente, cuando, en realidad, tan sólo están sorteando obstáculos y concentrando energía para desembocar en el río principal y continuar flujo hacia el mar.

Algo similar ocurre en nuestras vidas, inundadas de problemas aparentemente insolubles, cuando no de angustiosos estancamientos en un verdadero «valle de lágrimas», como nos recuerda la oración de la salve.

A veces nos engañamos pensando que avanzar velozmente en línea recta por el río es sinónimo de acierto en el trayecto elegido; sin embargo, al final podemos encontrarnos con un desfiladero sin salida… En este sentido, advertía San Agustín: «Bene curris, sed extra viam», corres bien, pero fuera del camino. De nada sirve correr mucho, hay que correr en la pista adecuada. En efecto, en el mundo activista en que vivimos estamos tentados a creer que nuestro éxito se mide por la intensidad de la acción —o actividad febril. No obstante, ¡las aguas agitadas no reflejan el cielo! Y más: las máquinas ruidosas son, por lo general, las menos productivas…

Con todo, en nuestra navegación cotidiana no siempre sabemos si vamos por el buen camino. ¿Cómo hemos de proceder? Incluso en la tempestad y con Jesús «dormido» en la barca, debemos confiar en que Él tiene el timón en sus manos (cf. Mc 4, 35-41).

El Señor permite que pasemos por infortunios precisamente para probarnos. En estas encrucijadas de la vida, no seamos como los discípulos, que en aquellos días de borrasca vituperaban: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4, 38). La respuesta de Jesús sintetiza cuál debe ser nuestro estado de espíritu en situaciones de crisis: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (Mc 4, 40). Ante todo, es necesario coraje y confianza.

De hecho, los santos se forjaron en la docilidad a los designios del Altísimo y en la certeza de que Él dirigía la embarcación de sus vidas. Para algunos teólogos, la esencia de la santidad no consiste simplemente en la práctica constante de las virtudes o en el estado de perfección —si bien sean éstos condiciones fundamentales—, sino sobre todo en el abandono a la Divina Providencia o, en otras palabras, en la conformidad de nuestra voluntad con la divina. A fin de cuentas, como señala el Apóstol, nada «podrá separarnos del amor de Dios» y, «si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rom 8, 39.31).

Ésa fue precisamente la actitud de la más santa de las criaturas: la Santísima Virgen. Ante el impasse creado por el anuncio del ángel, del cual pendía la Redención de toda la humanidad, María se entregó enteramente en manos de la Providencia: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).

La confianza en Dios debe ser tal que, si fuera preciso, el «río chino» puede incluso hasta estancarse, como ocurrió con el mar Rojo, para proteger al pueblo elegido. Sin embargo, no nos olvidemos de que las aguas también «volvieron y cubrieron los carros, los jinetes y todo el ejército del faraón, que había entrado en el mar. Ni uno solo se salvó» (Éx 14, 28). Así, los ríos chinos seguirán haciendo su curso en la historia. ◊

Editorial de la revista Heraldos del Evangelio, #237.

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