Muchas actividades humanas han ido acompañando el desarrollo de la civilización en distintos ámbitos, como, por ejemplo, en el campo de las artes. Por supuesto que experimentaron mutaciones y mejoras, pero su esencia sigue siendo la misma. Entre esas habilidades artísticas milenarias se encuentra el bordado.
El origen de esta artesanía textil —que, como bien sabemos, es una labor de adorno con hilos, frecuentemente de diferentes colores, formando dibujos— se pierde en las brumas de la Historia. No obstante, tanto los griegos y los romanos como los propios hebreos ya la conocían antes del santo advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Cabe señalar que este arte no nació de una mera necesidad utilitaria; de por sí, carece de valor práctico… Su finalidad tan sólo es estética: existe para deleitar las facultades superiores del hombre, al complacer los sentidos.
Sin embargo, bajo las apariencias de una simple serie de hilos, organizados debidamente, que decora el tejido sobre el cual está construida, se esconde una profunda lección para nuestra vida espiritual.
Imaginémonos, con ese objetivo, una escena corriente. Mientras está jugando en el suelo de su casa, un niño observa a su madre que, con mano hábil y ánimo sereno, ejerce el oficio de bordadora. Al principio, el pequeño no acaba de entender qué es lo que está cosiendo…, pues ve la pieza únicamente por la parte de abajo y se extraña de la incoherente maraña de hilos, que apenas le dan una idea del dibujo formado. «¿Será que eso sirve para tapar un desgarro en la tela? O, quizá, ¿para disimular una mancha?», son interrogantes comprensibles.
Sin dejar aparcada su curiosidad para otro momento, el niño, finalmente, le pregunta a su madre qué hace. Pero la respuesta de la buena señora no es más que una rápida mirada y una ligera sonrisa entre tanto continúa manejando la aguja.
Al cabo de un rato, por fin puede desvelar el misterio que tanto le preocupaba. Se levanta, se acerca y contempla, ya desde arriba, la maravillosa obra maestra que tenía ante sus ojos: el tejido, en otro tiempo liso, está revestido de hermosas figuras cuidadosamente trabajadas, aunque permaneciera en el revés el intrincado vaivén de líneas coloridas sin una lógica aparente.
¿Se trata del resultado de una técnica artística? Indudablemente, sí. Pero ¿qué pretende enseñarnos con ella la didáctica divina?
Usted, lector, yo que escribo, a fin de cuentas…, toda la humanidad, nos encontramos en la situación en la que se halla el pobre niño: desde aquí abajo somos incapaces de conocer los designios que Dios «borda» en lo más alto de los Cielos. Traza una serie de planes que a nuestros ojos parecen tortuosos y deformes. A menudo, por desgracia, nos viene la tentación de rebelarnos a causa de los dramas —o de las tramas— de nuestro día a día. No obstante, el Señor, que lo ve todo «desde arriba», sabe muy bien qué «hilos» deben cruzar por nuestro camino para componer de la manera más bella el dibujo de nuestra existencia.
A cada cual le puede resultar extremadamente duro aceptar esa verdad. «Cuánto mejor sería que lográramos delinear nuestro propio destino…». Muchas veces no percibimos que, si fuera así, la obra final jamás sería la más perfecta, ya que tendría por autor al hombre y no al Altísimo.
«Dios escribe derecho con renglones torcidos», dice, con cuánta verdad, el conocido adagio. Y nosotros bien podríamos parafrasearlo, aplicándolo al noble arte del bordado: «Dios borda derecho con hilos retorcidos». Pero ¿esto será real? O, más bien, ¿somos nosotros los que vemos confusamente el trazado divino? Quien tiene fe afirma con altivez: «Dios borda derecho con hilos perfectos» que nosotros, desde aquí abajo, vemos retorcidos; sin embargo, estos forman la magnífica trama de cada hombre, llamado a cumplir los designios del Padre sobre su persona, a fin de componer la más bella pieza.
Si creemos en la infinita sabiduría de Dios y en su amor para con nosotros, ninguna «tortuosidad» debe asustarnos a lo largo de nuestra existencia. Al contrario, habiendo sido permitido o planeado por la Providencia, cada maraña aparentemente incomprensible constituirá un verdadero atajo para llegar más rápido al Reino celestial. ◊
Extraído de la revista Heraldos del Evangelio, #228.