Invitamos al lector a identificar el contexto histórico y geográfico en el que se escribió la siguiente carta:
Mi querido Orugario:
Lo más alarmante de tu último informe sobre el paciente es que no está tomando ninguna de aquellas confiadas resoluciones que señalaron su conversión original. Ya no hay espléndidas promesas de perpetua virtud, deduzco; ¡ni siquiera la expectativa de una concesión de la «gracia» para toda la vida, sino sólo una esperanza de que se le dé el alimento diario y horario para enfrentarse con las diarias y horarias tentaciones! Esto es muy malo.
Sólo veo una cosa que hacer, por el momento. Tu paciente se ha hecho humilde; ¿le has llamado la atención sobre este hecho? Todas las virtudes son menos formidables para nosotros una vez que el hombre es consciente de que las tiene, pero esto es particularmente cierto de la humildad. Cógele en el momento en que sea realmente pobre de espíritu, y métele de contrabando en la cabeza la gratificadora reflexión: «¡Caramba, estoy siendo humilde!», y casi inmediatamente el orgullo —orgullo de su humildad— aparecerá. Si se percata de este peligro y trata de ahogar esta nueva forma de orgullo, hazle sentirse orgulloso de su intento, y así tantas veces como te plazca. Pero no intentes esto durante demasiado tiempo, no vayas a despertar su sentido del humor y de las proporciones, en cuyo caso simplemente se reirá de ti y se irá a la cama. […]
Tu cariñoso tío,
Escrutopo
Que el lector no se asuste. Este fragmento realmente parece tener por autor a un «ente de las profundidades» y la misiva se aplica a todos los tiempos y lugares. De hecho, ésa era la intención de Clive Staples Lewis, el catedrático británico que escribió The Screwtape Letters, publicado en español con el sugerente título de Cartas del diablo a su sobrino.1
En su obra, Lewis retrata de forma humorística y satírica los consejos que da Escrutopo, un «demonio graduado» y especialista en el oficio de perder almas, a su inexperto sobrino Orugario. En treinta y una cartas son presentadas las más variadas tácticas del espíritu infernal para engatusar a un joven —el «paciente»—, alejarlo de Dios —el «Enemigo»— y llevarlo al infierno, a la «visión miserífica», donde Lucifer es tratado como «nuestro padre de las profundidades». Son páginas repletas de nociones de teología, antropología y espiritualidad, que revelan en el autor un profundo conocimiento de la psicología del ser humano y de las tentaciones diabólicas.
En el prefacio, Lewis apunta a dos errores en los cuales los hombres suelen incidir al considerar los seres infernales: no creer en su existencia o creer en éstos y tener un interés excesivo y malsano por ellos. Por eso, concluye el escritor inglés: «Los diablos se sienten igualmente halagados por ambos errores, y acogen con idéntico entusiasmo a un materialista que a un hechicero».2 Para que no incurramos en tales desviaciones es indispensable conocer la enseñanza de la Iglesia sobre este asunto.
Una visión equilibrada
La existencia de los demonios es considerada una verdad de fe, demostrada en abundantes testimonios bíblicos tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Esta doctrina ha sido reafirmada en varias ocasiones en la historia de la Iglesia, desde los primeros tiempos. Sólo el Concilio Vaticano II, por ejemplo, hace dieciocho alusiones al diablo. Por lo tanto, no hay modo de dudar de la existencia de los ángeles malos en la creación sin contradecir el magisterio. Se trata de entes muy reales, que «como león rugiente, rondan buscando a quien devorar» (1 Pe 5, 8).
Sin embargo, no debemos incidir en el error, también muy común en nuestros días, de atribuir a los espíritus maléficos una fuerza omnipotente e irresistible. Yerra, y mucho, quien piensa que el demonio es una especie de anti-Dios con total libertad de acción sobre el universo…
El Catecismo3 nos enseña que la fuerza de Satanás no es infinita. Se trata de una criatura poderosa —después de todo, posee naturaleza angélica—, pero que sólo actúa de acuerdo con los permisos divinos y no puede impedir la construcción del Reino de Dios. ¡Qué locura buscar en las fuerzas demoniacas la obtención de algún beneficio o la solución a algún problema personal! El diablo nunca da lo que promete; puede ofrecer beneficios, pero solamente de forma ilusoria y mentirosa.
¿«Anti-ángeles de la guarda»?
Menos unánime desde el punto de vista teológico es la tesis planteada por algunos autores, según la cual para cada hombre existe un «demonio de la perdición», un espíritu maligno que nos tienta constantemente, en oposición a nuestro ángel de la guarda personal.
Esta hipótesis teológica la encontramos formulada en la literatura judía desde la Antigüedad, por ejemplo, en el libro apócrifo Testamento de los doce patriarcas 4y en las obras del filósofo judío Filón de Alejandría.5 En los descubrimientos de los manuscritos de Khirbet Qumrán em 1947, cuando se encontraron fortuitamente diversos escritos valiosos y antiquísimos, también salió a la luz un manual de disciplina, la regla de la antigua facción judía de los esenios. Allí se mencionan «dos espíritus» —uno de la verdad y otro de la falsedad— que acompañan siempre al hombre en su camino por esta tierra.6
En la literatura cristiana de los primeros siglos, la tesis fue aceptada por autores de renombre, como Hermas,7 Orígenes8 y San Gregorio de Nisa.9 Este último sostiene que Satanás, tratando de imitar al Creador que puso la presencia de un ayudante celestial a nuestro lado, nombra a un demonio perverso para llevarnos continuamente al error. Por eso, cada hombre se encuentra entre estos dos espíritus y tiene la potestad de hacer triunfar a uno u otro. Es muy esclarecedor atribuirle al príncipe de las tinieblas esa especie de manía de parodiar en todo, a su manera, el procedimiento divino. De hecho, no es nada original…
Tengamos o no un «demonio de la perdición» a nuestro lado, lo cierto es que nuestros enemigos no descansan. Nos vemos tentados en todo momento y, en medio de los riesgos inminentes de esta guerra sin cuartel, debemos saber defendernos… y contraatacar. Al fin y al cabo, como enseñaba el general prusiano Carl von Clausewitz,10 son los débiles quienes siempre deben estar armados para evitar ser sorprendidos.
Conociendo al enemigo
Un supuesto indispensable para librar cualquier combate es el conocimiento del enemigo y sus tácticas, del campo donde se desarrollará la batalla y las ventajas y desventajas de su propia posición.
En nuestra lucha por la perseverancia tenemos un adversario —el mal— que se organiza en diferentes frentes: el mundo, la carne y el demonio. Y el conflicto tiene lugar en el escenario de guerra de nuestra propia alma.
La débil naturaleza humana, caída por el pecado original, tiene que encararse a sí misma, ya que «la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne» (Gál 5, 17). Y como si no bastara esta lucha contra los movimientos desordenados de nuestra naturaleza, también tenemos que enfrentar al mundo, a veces en una lucha con hombres tan maléficos y perversos que parecen peores que los propios demonios…
Estas dos concupiscencias ya serían suficientes para que nos ejercitáramos en la virtud en un combate continuo. Sin embargo, según Santo Tomás de Aquino, «no bastaría esto a la malicia de los demonios».11 Y he aquí nuestro tercer frente de batalla: la lucha contra «los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire» (Ef 6, 12).
El ataque enemigo
Ya conocemos al enemigo. Veamos ahora cuáles son sus tácticas de guerra.12
El libro del Génesis nos ofrece un detallado relato de la primera tentación de la historia de la humanidad, que llevó a Adán y a Eva a la desobediencia a Dios, contrayendo la culpa original. De esa narración podemos extraer valiosas enseñanzas y divisar con nitidez las artimañas con las que, en líneas generales, el tentador se vale para llevar a los hombres al pecado a lo largo de todos los tiempos.
En primer lugar, la serpiente hace una discreta insinuación: «¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?» (3, 1).
El demonio comienza llevando la conversación al terreno que le conviene. Así, a las personas particularmente inclinadas a la sensualidad o a las dudas contra la fe, les hablará en términos generales, sin ni siquiera incitarlas al mal: «¿Es verdad que Dios exige una adhesión ciega de vuestra inteligencia a las verdades de la fe o la inmolación completa con todos tus apetitos naturales?».
Nunca debemos dialogar con el tentador. Y hay dos maneras de resistir: directamente —por ejemplo, hablando bien de una persona cuando nos sentimos tentados a la maledicencia o haciendo un acto público de manifestación de fe cuando el respeto humano nos avergüenza de la religión— o indirectamente, lo que ocurre sobre todo en tentaciones que se refieren a la fe o a la castidad, de las cuales debemos alejarnos inmediatamente, porque en estos casos gana el que huye. La argumentación lógica o el ataque frontal contra estas tentaciones sólo servirían para enredarnos aún más en las falacias del enemigo.
Por parte de Eva no hubo rechazo; al contrario, empezó a entablar un peligroso diálogo con la serpiente: «Podemos comer los frutos de los árboles del jardín; pero del fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha dicho Dios: “No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis”» (3, 2-3). En consecuencia, el Maligno se halló en libertad para anunciar su falaz propuesta: «No, no moriréis; es que Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal» (3, 4-5).
Cuando por culpa propia o debilidad no sepamos rechazar las primeras insinuaciones del demonio, corremos grave peligro de sucumbir. Nuestras fuerzas flaquean y el pecado se vuelve cada vez más atractivo: «La mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y deseable para lograr inteligencia…» (3, 6a). El alma, entonces, comienza a vacilar y perturbarse. Un extraño nerviosismo se apodera de todo su ser. No quiere ofender a Dios, pero ¡el panorama que se le presenta es tan seductor!
Finalmente, si uno cede a la tentación en materia grave, quitándose violentamente de sí la presencia divina, convirtiéndose en enemigo de Dios y merecedor del infierno, la vergüenza y el remordimiento lo asaltarán: «Así que tomó de su fruto y comió. Luego se lo dio a su marido, que también comió. Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron» (3, 6b-7).
Al pecador, desilusionado y frustrado, sólo le queda una salida: reconocer su maldad e ingratitud, y pedir perdón a Dios.
Nuestra preparación
Sin embargo, ¿cómo nos preparamos para esa gran guerra por nuestra salvación? Evidentemente, no podemos esperar de brazos cruzados a que el enemigo se acerque y sólo entonces tomar medidas.
La estrategia fundamental y las armas que utilizaremos para vencer las tentaciones fueron dadas por el divino General a sus Apóstoles la noche en que comenzaba la Pasión, su combate más glorioso: «Velad y orad para no caer en la tentación» (Mt 26, 41).
Los castillos de defensa que aguantan los ataques más violentos se construyen en tiempos de paz; así, en períodos de calma debemos mantener la mirada fija en el enemigo, sospechando que volverá a la carga en cualquier momento y preparándonos para resistir. Esta vigilancia debe manifestarse en la huida de las ocasiones peligrosas, en el dominio de nuestras pasiones y en la renuncia a la ociosidad, madre de todos los vicios.
Junto con la estrategia, disponemos del arma poderosa de la oración. Nuestra perseverancia en la virtud depende de gracias eficaces, sin las cuales cualquier esfuerzo será en vano. Debemos, por tanto, pedirle a Dios con humildad e insistencia que nos las conceda. A nuestro alcance tenemos la ayuda de nuestros ángeles de la guarda y de los santos del Cielo; contamos con el auxilio materno de la Santísima Virgen, Aquella que aplasta la cabeza del enemigo infernal. Por eso no debemos tener miedo: la victoria en el combate depende de «la fuerza que llega del Cielo» (1 Mac 3, 19).
Y si somos derrotados en alguna batalla, el poderoso sacramento de la Confesión puede recuperar todo el terreno de nuestra alma que el enemigo se jactaba de haber conquistado. Un auténtico soldado no se rinde ante las ametralladoras enemigas; cuando nos alcancen hay que curar las heridas, levantarnos y continuar el combate. Recordemos que el tentador se alegra más del abatimiento y la pérdida de confianza provocados por nuestras faltas que de ellas mismas.
En esta gran guerra, las condecoraciones de los héroes llevan la forma de cruz, están pintadas con el rojo de la sangre de las almas luchadoras y les garantizan, al final de la contienda, la entrada al palacio del Rey celestial.
Finalmente, un punto muy importante: el alistamiento no es opcional… Comprende a las personas con uso de razón, hombres y mujeres, de todas las edades, porque, nos guste o no, peregrinar en este valle de lágrimas significa ser militante en un campo de batalla. ◊
Extraído de la revista Heraldos del Evangelio, #243.
Notas
1 LEWIS, Clive Staples. Cartas del diablo a su sobrino. 9.ª ed. Madrid: Rialp, 2001, pp. 69‑70; 72.
2 Ídem, p. 21.
3 Cf. CCE 395.
4 Cf. TESTAMENTI DEI DODICI PATRIARCHI FIGLI Dl GIACOBBE. Testamento di Giuda, c. XX, n.º 1. In: SACCHI, Pablo (Org.). Apocrifi dell’Antico Testamento. Novara: De Agostini, 2013, t. I, p. 823.
5 Cf. FILÓN DE ALEJANDRÍA. Quæstiones in Exodum. L. I, n.º 23. In: Œuvres. Paris: Du Cerf, 1992, t. XXIV, pp. 101-105.
6 Cf. REGLA DE LA COMUNIDAD (1 QS 3, 18‑19). In: GARCÍA MARTÍNEZ, Florentino (Ed.). Textos de Qumrán. 6.ª ed. Madrid: Trotta, 2009, p. 52.
7 Cf. HERMAS. Le Pasteur, c. 36, n. 1-10: SC 53, 173-175.
8 Cf. ORÍGENES. Homélies sur Saint Luc. Homélie XII, n.º 4: SC 87, 203.
9 Cf. SAN GREGORIO DE NISA. La vie de Moïse. L. II, c. 45-46: SC 1, 131-133.
10 Cf. CLAUSEWITZ, Carl von. De la guerra. Barcelona: Obelisco, 2021, p. 442.
11 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 114, a. 1, ad 3.
12 Este apartado y el siguiente fueron elaborados en base a comentarios del P. Antonio Royo Marín, OP (cf. Teología de la perfección cristiana. 6.ª ed. Madrid: BAC, 1988, pp. 302-306).