La omnipotencia del verdadero amor

Los que militan en las sendas de la fe como buenos soldados de Cristo deben permanecer continuamente alerta, a fin de vencer a los enemigos de la salvación. Para ello, no hay arma más temible que el verdadero amor fraterno.

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Evangelio del XXIII Domingo del Tiempo Ordinario

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 15 «Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. 16 Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. 17 Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano. 18 En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los Cielos. 19 Os digo, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los Cielos. 20 Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 15-20).

I – «Vis unita fortior»

El Evangelio del vigésimo tercer domingo del Tiempo Ordinario se centra en dos temas distintos: la corrección fraterna y la fuerza de la oración hecha en grupo, con la presencia espiritual del Señor y en comunión de ideas con Él.

Aunque ambos están relacionados con el amor al prójimo, a primera vista parecen desconectados entre sí, como si el evangelista expusiera una recopilación de enseñanzas de Jesús una tras otra, respetando un cierto orden, pero sin una especial preocupación por asociarlas.

En realidad, más allá de la intención del escritor sagrado, la corrección fraterna y la infalibilidad de la oración hecha en conjunto están íntimamente ligadas. Sin la primera es imposible que exista auténtica comunión espiritual, pues su ausencia impide, en última instancia, que dos o más personas supliquen la misma intención. Así, una se convierte en camino y preparación para la otra.

Dado el altísimo quilate de la promesa hecha —«si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los Cielos»—, vale la pena profundizar en el asunto, a fin de dotarles a los hijos de la Iglesia militante de un arma eficaz: la omnipotencia suplicante nacida de la auténtica caridad fraterna.

En las actuales circunstancias, en las que las potencias del mundo habilitan sus arsenales atómicos y, de forma discreta, calientan los motores de misiles destructivos, es necesario que nos preparemos, recordando que nadie es más poderoso que el Señor Dios de los ejércitos y aquellos que en Él confían. Si estamos unidos en las mismas intenciones, nuestra oración será invencible y entonces se cumplirá al pie de la letra el famoso adagio latino: vis unita fortior, la unión hace la fuerza.

II – Bondad y justicia se besan

El papa Benedicto XV declaró algo muy osado acerca de la Santísima Virgen: «No dejamos de implorar la divina clemencia, tomando principalmente por patrona a la Virgen Madre, que, entre los muchos títulos gloriosos que con razón ha recibido, se cuenta el de omnipotencia suplicante».1 Aunque pueda parecer exagerada o incluso fuera de propósito, la afirmación es de una idoneidad teológica impecable. El propio San Alfonso María de Ligorio así lo explica: «Debiendo tener, pues, la Madre el mismo poder que ejerce el Hijo, con razón Jesús, que es omnipotente, ha hecho omnipotente a María; siendo por lo mismo siempre cierto que el Hijo es omnipotente por naturaleza, y la Madre omnipotente por gracia; lo que se halla confirmado con lo que regularmente acontece, a saber, que cuando pide la Madre, el Hijo nada le niega».2

Además, el título de omnipotencia suplicante le corresponde a Nuestra Señora por su singular y profunda participación en la obra de la Redención cual Nueva Eva al lado del Nuevo Adán. Por consiguiente, su relación materna con el Hijo de Dios y su misión de Corredentora le dan el poder de ser siempre atendida en sus súplicas, como lo demuestra de modo fulgurante el episodio de las bodas de Caná (cf. Jn 2, 1-11).

Pues bien, todos los dones, prerrogativas y privilegios con que fue honrada la Virgen de las vírgenes se reflejan de alguna manera en la Santa Iglesia, constituida a su imagen. Y en el Evangelio de hoy Nuestro Señor nos lo enseña de forma incontestable, respecto a la omnipotencia de la oración.

El aceite de la bondad todo lo penetra

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 15a «Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas».

Muy acertadamente San Luis María Grignion de Montfort se dirige a Nuestro Señor Jesucristo como Sabiduría eterna y encarnada. En Persona, es «la sabiduría que viene de lo alto» descrita por el apóstol Santiago como «en primer lugar, intachable, y además es apacible, comprensiva, conciliadora, llena de misericordia y buenos frutos, imparcial y sincera» (3, 17). Su modo divino de pensar y de actuar se caracteriza por una bondad luminosa, cuya única finalidad consiste en vencer al pecado y conducir a los hombres por las sendas de la verdad y de la belleza.

«Pentecostés», de Fra Angélico – Galería Nacional de Arte Antiguo, Roma

Así pues, las normas de la corrección fraterna instituidas por Jesús venían a aderezar con el aceite de la bondad la rigidez del mundo antiguo, favorecido por la ley del talión. La venganza y la justicia ciega constituían a menudo el surco por el que fluía el caudal de una ira mal controlada y frecuentemente brutal.

El Príncipe de la paz inauguraba una nueva sociedad, basada en un amor leal y franco, nada fingido, y era necesario establecer la manera de resolver las disputas de carácter personal con un toque de suavidad antes inexistente. Llamar al hermano a solas y conversar sobre alguna falta cometida por él se volvía una ocasión propicia para, en un ambiente de cierta reserva, sellar con la reconciliación y el perdón los malentendidos mutuos.

El premio de la corrección fraterna

15b «Si te hace caso, has salvado a tu hermano».

El premio de quien le ofrece al infractor la posibilidad de reconciliarse con su hermano en la discreta soledad de un coloquio a dos es retratado con particular brillantez por las Escrituras: «Hermanos míos, si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro lo convierte, sepa que quien convierte a un pecador de su extravío se salvará de la muerte y sepultará un sinfín de pecados» (Sant 5, 19-20).

Son legión, no obstante, los que viven en las antípodas de esta palabra. Cuántas veces, por una tolerancia mal entendida, los católicos de hoy se callan. Los padres titubean antes de corregir con firmeza y afecto a sus hijos, los profesores contemporizan hasta el infinito ante las actitudes rebeldes y caprichosas de sus alumnos, los gobernantes omiten cualquier censura a los pecados públicos y —¡oh, dolor!— los marcados con el carácter sacerdotal se dejan vencer por un miedo inexplicable, otorgando un consentimiento tácito, y a veces explícito, a los más depravados errores. ¿Así es como se obedece a ese mandamiento del Señor? ¿Qué explicaciones le darán al Juez supremo el día, entre todos terrible, del juicio?

El profeta Miqueas maldice enérgicamente a los maestros de Israel que, omitiendo la debida reprensión, conducen a quienes los escuchan por las tortuosas sendas de la perdición: «Esto dice el Señor contra los profetas que extravían a mi pueblo: “¿Tienen algo entre los dientes?, gritan paz; a quien no les pone algo en la boca, les declaran la guerra”. Por eso, en vez de visión tendrán noche, en vez de presagio, oscuridad; se pondrá el sol para los profetas, se les oscurecerá el día. Se avergonzarán los videntes, los adivinos quedarán en ridículo, se taparán la cara todos ellos, pues Dios no les responde» (3, 5-7).

Sin embargo, sobre los profetas fieles vendrá el auxilio de lo alto, como el mismo Miqueas concluye en su discurso, afirmando con palabras de fuego: «Pero yo estoy lleno de fuerza —por el espíritu de Dios—, de derecho y coraje, para anunciar a Jacob su culpa, a Israel su pecado» (3, 8).

El profeta Natán le recrimina al rey David – Museo de Arte y Arqueología de Senlis (Francia)

Un ejemplo cristalino de corrección fraterna lo encontramos en las palabras de execración y amenaza de Natán a David, reo de traición, homicidio y adulterio. Si no fuera por la valentía del profeta ante quien podría haberlo degollado en aquel instante, no existirían ni la compunción ni la penitencia admirables del gran rey, actitudes tan bien retratadas en el salmo 50 —el Miserere—, escrito por él mismo.

La divina paciencia

16 «Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos».

En la ley del amor instituida por el divino Maestro, la paciencia con relación a los demás ocupa un lugar privilegiado. Basta recordar la incansable mansedumbre del Salvador ante los defectos de sus discípulos. Como enseñará San Pablo, en plena sintonía con el Evangelio, la caridad es paciente y no obra de manera temeraria o precipitada, ni se irrita o sospecha (cf. 1 Cor 13, 4-5). Por ello, la reprensión fraterna sigue un proceso bien definido, a fin de evitar que el amor sea lesionado, preservando, no obstante, la verdad por encima de todo.

Qué diferente sería la vida familiar, parroquial y diocesana si este recurso de la corrección fraterna fuera usado con más frecuencia. Cuántas críticas, disidencia y desórdenes se evitarían, por no hablar de los progresos que harían las almas así motivadas a buscar la perfección, superando los vicios y los defectos que, en un ingente número de casos, paralizan las mejores obras de apostolado.

El mal de la obstinación

17 «Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano».

La paciencia tiene un único límite: la obstinación. Cuando el corazón del hombre, endurecido por el orgullo, se petrifica en el error volviéndose incapaz de reconocer su propia falta, entonces la caridad queda libre. Ante el muro de acero levantado por el culpable, cesan las instancias del amor. La sentencia del Señor es inexorable: una especie de excomunión se abate sobre quien renuncia a abrirse a la verdad.

En nuestros días hay una ojeriza inexplicable por la santa firmeza manifestada en los Evangelios y destacada con especial fulgor en este versículo. El rigor, confundido a menudo con la rigidez, se convierte en un enemigo muy pernicioso. Sus detractores son los trovadores de una misericordia entendida no como el perdón superabundante de una grave transgresión, sino como la inocuidad del pecado. Estos cantores de la seudomisericordia, con inconfundibles acentos de blasfemia, insinúan e incluso atribuyen una especie de sórdido permisivismo al propio Dios, que es sumamente santo y justo. A ellos se aplican las severas palabras de San Pedro en su epístola:

«Habrá entre vosotros falsos maestros que propondrán herejías de perdición y, negando al Dueño que los adquirió, atraerán sobre sí una rápida perdición. Muchos seguirán su libertinaje y por causa de ellos se difamará el camino de la verdad. […] Estos, como animales irracionales, destinados naturalmente a la caza y a la muerte, insultan lo que desconocen y perecerán como bestias, cobrando por ser injustos salario de iniquidad. Para ellos la felicidad consiste en el placer de cada día; son corruptos y viciosos que disfrutan con sus engaños mientras banquetean con vosotros; tienen los ojos llenos de adulterio y son insaciables en el pecado; seducen a las personas débiles y tienen el corazón entrenado en la codicia, ¡Malditos sean! […] Estos son fuentes sin agua y nubes impulsadas por el huracán, a los que aguarda la oscuridad de las tinieblas, pues expresando grandilocuencias sin sentido seducen con deseos carnales libertinos a quienes hace poco se han alejado de los que se mueven en el error. Les prometen libertad, pero ellos son esclavos de la corrupción» (2 Pe 2, 1-2.12-14.17-19).

¡Qué palabras en boca de un Papa!

La infalibilidad de la Iglesia

18 «En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los Cielos».

Nos enseña el magisterio que la Iglesia en su conjunto, presidida por los pastores, es infalible. En materia de fe y de moral, esto ocurre gracias a una especie de sexto sentido sobrenatural llamado sensus fidelium, que dota a los fieles de una intuición inerrante con respecto a lo que debe creer. En efecto, el propio Señor prometió que el Espíritu Santo enviado por Él enseñaría toda la verdad a los discípulos (cf. Jn 16, 13), preservándolos así del error, motivo por el cual el Cuerpo Místico considerado como un todo jerárquico y compacto no puede equivocarse en lo referente a la custodia y a la interpretación de la Revelación.

«San Pedro y el castigo de Simón el Mago», de Pedro Matés – Museo de Arte de Gerona (España)

Impresiona, sin embargo, que la decisión de relegar a un miembro de la comunidad obstinado en su pecado a la categoría de pagano o de pecador público se revista de tanta solemnidad. Si lo analizamos con detenimiento, percibiremos que la divina Sabiduría quiso dejar reglas de una bondad y de una justicia cristalinas: la misericordia sale al encuentro del pecador con la amonestación en privado, le sigue una confrontación pública en caso de necesidad y el proceso finaliza con una sentencia severa para quien rechaza las oportunidades ofrecidas.

Lo mismo sucede con la existencia de los hombres sobre la tierra. Mientras peregrinan en este mundo, pueden arrepentirse y cambiar de vida. Las solicitudes de la clemencia divina para ello son innumerables. Pero cuando se alcanza cierta medida, tiene lugar la justicia. Vemos así la profunda seriedad de nuestras vidas y la necesidad de ser humildes y amar la reprensión, a fin de ver abriéndose ante nosotros las puertas de la conversión y, al final del camino terrenal, las del propio Cielo.

La omnipotencia del verdadero amor fraterno

19 «Os digo, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los Cielos. 20 Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».

Este pasaje del Evangelio de San Mateo es de una belleza y de una fuerza sorprendentes. La alianza de Nuestro Señor con los suyos adquiere una solidez indestructible y en ella reside la inmortalidad de la Iglesia.

Primeramente, por la audiencia infalible concedida por Jesús a quienes, unidos entre sí y anhelando las mismas metas, rezan de común acuerdo por determinada intención. Estos serán siempre escuchados por el buen Padre del Cielo. ¿Puede existir mayor seguridad en la tierra? ¿Qué son los poderes destructivos de las bombas atómicas ante tal promesa? Si los católicos supieran usar esta arma espiritual con absoluta confianza, ¡cuántas batallas habría ganado la Santa Iglesia contra sus enemigos!

En segundo lugar, por el don de presencia del propio Jesús. En el Antiguo Testamento, Dios se manifestaba de manera sensible en ocasiones excepcionales y grandiosas. En lo alto de la montaña Moisés vio la gloria del Señor, la cual también fue contemplada en la dedicación del Templo de Salomón; en la Nueva Alianza basta que dos o tres se reúnan, unánimes, en su nombre para garantizarla. Tener al divino Maestro en medio de los fieles asegura igualmente su solidaridad con las súplicas presentadas al Padre, donde resulta la seguridad de encontrar una benevolencia inmutable. Ante tan deslumbrante revelación, bien podemos preguntarnos: ¿existe una religión o nación más poderosa que la Iglesia cuando reza de este modo?

III – Verdadera omnipotencia

La corrección fraterna es un remedio amargo, pero sumamente benéfico, que puede dar frutos excelentes para la salvación de las almas y, sobre todo, para la sólida constitución de la Iglesia. Sin ella, la caridad está expuesta a la erosión causada por las múltiples desavenencias que suelen aparecer en la convivencia humana. Recordemos, por ejemplo, la disputa entre las viudas griegas y las hebreas en la primera comunidad, que dio lugar a la institución del diaconado (cf. Hch 6, 1-6). La finalidad de la corrección es, por tanto, establecer la concordia y la paz en la Iglesia. De este modo, sus miembros, unidos en torno al ideal de sus vidas, pueden gozar de la presencia del divino Maestro entre ellos y presentarles súplicas infalibles al Padre.

«El Juicio final», de Fra Angélico – Galería Nacional de Arte Antiguo, Roma

No obstante, uno puede preguntarse: ¿en qué consiste la unión entre los católicos? Ante todo, hace falta que se pongan de acuerdo en cuanto a la verdad que se ha de creer. La comunión de la fe es esencial para que exista una concordia plena; de lo contrario la Iglesia se fracturaría por sucesivas implosiones, como sucedió en el seno de la seudorreforma de Lutero. La declaración de la libre interpretación de la Biblia hecha por el heresiarca fue la semilla de las más variadas y crueles divisiones, hasta el punto de que hoy prácticamente no existe conformidad doctrinaria entre las múltiples e incontables sectas protestantes.

Si la confesión de una misma fe constituye la base de la unión entre los católicos, de nada serviría si no estuviera animada por la caridad, es decir, por el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo en función de Él. Así pues, el celo por la casa del Señor, ideal supremo del Verbo Encarnado (cf. Jn 2, 17), es el vínculo de la perfección. Los fieles que lo aman con ardor se preocupan ante todo de su gloria. Aspiran a ver realizadas las peticiones formuladas en el padrenuestro en la línea de la instauración del Reino de Dios sobre la tierra, de una sociedad a imagen del Cielo en la cual se haga la voluntad del Padre.

A los católicos les corresponde amar a su prójimo con el empeño y el espíritu de sacrificio del propio Señor: «Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34). Tienen que estar dispuestos a dar su vida por la salvación de sus hermanos y, al mismo tiempo, a combatir con denuedo y tenacidad a los enemigos de la salvación.

Cuando se reúnen y con fe abrumadora le suplican al Padre la instauración del Reino de los Cielos, siempre son escuchados. Es hora de que los católicos fieles se congreguen en torno a los altares en los lugares más variados del mundo para que, seguros de estar presididos por el Hijo de Dios, supliquen con Él al Padre eterno que triunfe el bien y sea aplastado el mal. Por medio de María deben repetir los ruegos filiales presentados por Ella en su magníficat, a fin de que los soberbios sean derribados de su trono de humo y los humildes, enaltecidos.

Unidos así, los buenos participarán de la omnipotencia de la Trinidad y para ellos nada será imposible. 

Extraído de la revista Heraldos del Evangelio, #242.

Notas


1 BENEDICTO XV. Epistola Decessorem nostrum, 19/4/1915: AAS 7 (1915), 202.

2 SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. Las Glorias de María. 4.ª ed. Barcelona: Librería Religiosa, 1865, pp. 149-151.

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