Evangelio del XVII Domingo del Tiempo Ordinario
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 44«El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo.
45El Reino de los Cielos se parece también a un comerciante de perlas finas, 46 que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra.
47El Reino de los Cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: 48cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. 49 Lo mismo sucederá al final de los tiempos: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos 50 y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.
51¿Habéis entendido todo esto?». Ellos le responden: «Sí». 52Él les dijo: «Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo» (Mt 13, 44-52).
I – ¿Por qué hablar en parábolas?
El Evangelio seleccionado por la Santa Iglesia, Maestra infalible de la verdad, para este decimoséptimo domingo del Tiempo Ordinario corresponde al pasaje final del capítulo 13 de San Mateo, en el cual el Señor enseña mediante metáforas: «Jesús dijo todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les hablaba nada, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta: “Abriré mi boca diciendo parábolas; anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo”» (13, 34-35).
A sus discípulos les explicaba en privado el significado de las alegorías, a fin de instruirlos adecuadamente y prepararlos para ser los maestros de la Iglesia, como explica Santo Tomás de Aquino.1 Sin embargo, la muchedumbre que le escuchaba no lograba penetrar en los arcanos de la Buena Noticia anunciada por Jesús. En este sentido, se mostraba severo en relación con los que le oían, por una sencilla razón: sus corazones estaban lejos de la verdad, pues, imbuidos de espíritu utilitario, tan sólo anhelaban beneficiarse de los milagros obrados por el divino Taumaturgo. La perspectiva de un cambio de vida en la línea de la santidad, insistentemente pedido por el Salvador, no les importaba. Allí se encontraba, según sus desviados conceptos, un profeta fuera de serie, capaz de resolver las situaciones más adversas mediante prodigios extraordinarios, lo que hacía la vida más segura y placentera; las enfermedades, incluso las incurables, eran sanadas por Él con una asombrosa facilidad y la alimentación ya no representaba un problema ante tanto poder. Tal perspectiva no sólo atraía a gente de bien, sino a incontables interesados.
De modo que al ser interrogado por sus seguidores acerca del motivo por el cual le predicaba al pueblo en parábolas, Nuestro Señor responde con rigor: «A vosotros se os han dado a conocer los secretos del Reino de los Cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender. Así se cumple en ellos la profecía de Isaías: “Oiréis con los oídos sin entender; miraréis con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos; para no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure”» (Mt 13, 11-15).
En sentido contrario, las tres parábolas propuestas en el Evangelio de hoy parecen haber sido dichas en la intimidad, en los intervalos entre las distintas predicaciones del Señor. Interrogados por el Maestro, los discípulos afirman haber entendido su significado, señal de estar en consonancia con la Revelación. A la luz de los comentarios que de ellas hace el Doctor Angélico, meditemos sobre estas divinas enseñanzas, de elevadísimo valor para cada fiel.
II – Abundancia, belleza y eclesialidad
Según Santo Tomás, en estas parábolas Nuestro Señor pretende mostrarle a los más cercanos la dignidad de su enseñanza, subrayando tres aspectos de la doctrina evangélica: la abundancia, al comparar el Reino de los Cielos con un tesoro escondido en el campo; la belleza, cuando los compara con una perla; y la eclesialidad, al referirse a la red de los pescadores, en la cual se recoge una multitud de peces.
Hay todavía otro aspecto a destacar: el hecho de que el Reino de los Cielos sea de una sublimidad tan alta que justifica la necesidad de dejarlo todo para adquirirlo. Como más tarde el Señor pondrá en evidencia en el episodio del joven rico, todas las cosas creadas se vuelven nada y polvo frente a los quilates espirituales de la salvación eterna, comprada por Él al elevado precio de su sangre preciosísima: «Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el Cielo— y luego ven y sígueme» (Mt 19, 21).
La abundancia de la sagrada doctrina
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 44 «El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo».
Así como un tesoro se caracteriza por la abundancia de riquezas, la doctrina del Santo Evangelio consiste en la profusión de la sabiduría, dejando aquí los conocimientos humanos, por muy sutiles o elevados que fueran. ¿Y por qué se trata de una preciosidad escondida? Porque no es para todos. De hecho, los corazones impuros no logran hallarla, lo que explica la incomprensión que el estilo de vida verdaderamente cristiano produce en los grandes del mundo. En el mismo sentido apuntan las palabras de Nuestro Señor al Padre: «Has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11, 25).
Analizando con agudeza y unción este aspecto, la genialidad de Santo Tomás descubre en él todavía otros significados. A veces ciertas realidades muy elevadas deben ocultarse por cautela, a fin de evitar envidias. Además, así como el calor del fuego se concentra en un lugar cerrado, así también el tesoro de la Palabra de Dios calienta con más intensidad el fervor de la caridad cuando se custodia con aprecio en el corazón. Finalmente, el hecho de no mostrarlo de manera superficial impide que su verdadero valor se oscurezca por el pecado de la vanagloria, como le ocurriría a la llama si se expusiera al viento.
Por otra parte, el tesoro simboliza con propiedad el Sagrado Corazón de Jesús, que contiene todas las riquezas de la sabiduría y de la ciencia. Por lo tanto, el Reino de los Cielos se identifica con la Persona del Señor, considerada en la plenitud de su santidad, como Redentor que extiende a los hombres su acción salvífica. El campo, a su vez, representa la tierra fértil y virginal de la Santa Iglesia, que esconde el divino tesoro. Habiendo encontrado a la Esposa Mística de Cristo, hemos de dejar atrás todo para pertenecer enteramente a ella, participando de la riqueza infinita que nos ofrece.
La belleza y la sublimidad de la enseñanza evangélica
45 «El Reino de los Cielos se parece también a un comerciante de perlas finas, 46 que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra».
Comparar el Reino de los Cielos a una perla de gran valor equivale a resaltar la belleza del mensaje evangélico, proclamado por la propia Palabra de Dios encarnada, que nos abre las puertas del Cielo para conducirnos hasta allí. Al recordarnos que San Gregorio Magno relaciona la perla con la gloria celestial, por ser ésta el mayor bien deseable, Santo Tomás cita el salmo que dice: «Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida» (26, 4).
También hay otro significado más sublime en la parábola, extraído del primero: siendo la Belleza sustancial, infinitamente superior a toda belleza creada, Dios Hijo debe ser preferido de forma absoluta a cualquier otra criatura, lo que da pleno sentido a la obligación de venderlo todo a fin de adquirir la divina Perla.
Finalmente, el Aquinate propone otra interpretación, basada en San Agustín. Todas las virtudes pueden ser comparadas a perlas preciosas, pero entre ellas destaca una por su importancia: la caridad. Por el hecho de ser la reina de las virtudes y la más prominente perfección de la humanidad santísima de Nuestro Señor, es preferible a todos los bienes, como recuerda enfáticamente el Apóstol de las gentes: «Por Él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3, 8).
Los malos serán separados
47 «El Reino de los Cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: 48 cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran».
Al comentar estos versículos, Santo Tomás subraya la eclesialidad de la doctrina evangélica en cuanto participación común en los grandes bienes. El mar representa el mundo y las redes la Iglesia, en la cual se juntan peces de variados tamaños y especies. La universalidad de la salvación es una característica del Nuevo Testamento, pues la ley del Evangelio congrega a todos los hombres. Sin embargo, no todos la aprovechan, como bien ilustra la parábola del sembrador, narrada en este mismo capítulo de San Mateo (cf. Mt 13, 4-9). Algunos corazones se vuelven terreno infértil, pedregoso o lleno de abrojos que impiden la germinación y crecimiento de la semilla, así como hay peces no deseados en la red del pescador.
En efecto, en el transcurso de nuestro período de prueba en este mundo, Dios permite que la cizaña nazca en medio del trigo y que peces malos se mezclen con los buenos, pero al final de los tiempos serán separados. ¿Sólo en la consumación de los siglos? Absoluta y definitivamente, sí. No obstante, a lo largo de la historia el Señor permite que se produzcan ciertas separaciones para preservar la vida y la santidad de su Iglesia.
Si recordamos, por ejemplo, la herejía arriana, su expansión, preponderancia y dominio, podremos calcular hasta qué punto Nuestro Señor Jesucristo tuvo que intervenir con fuerza irresistible en favor de su inmaculada Esposa profanada, humillada y gravemente debilitada por la propagación de la falsa doctrina. Sin embargo, gracias a la intervención del brazo de Dios, la ortodoxia venció.
Esto nos llena de confianza, porque hoy también la Iglesia es blanco de ataques y conspiraciones, muchas veces provenientes —con dolor lo decimos— de quienes con mayor respeto y veneración deberían dar su vida para protegerla. Al contrario, sirviéndose de una manera diabólica de su influencia, buscan deshonrarla, desvirtuarla y profanarla, en un intento siempre frustrado de transformarla en una sucursal de la «sinagoga de Satanás» (Ap 3, 9).
Nada de esto debe amedrentar a los fieles que, congregados bajo el manto de María Santísima, esperan con confianza inquebrantable el socorro del Cielo prometido en Fátima y en tantas otras apariciones aprobadas por la Iglesia. Dios intervendrá y vencerá, como sucedió en los milenios que nos precedieron. Esta vez, no obstante, considerando el particular horror del mal que asola a la Iglesia y al mundo, asistiremos, sin duda, a una intervención sin precedentes en rigor, fuerza y misericordia.
Sólo existen dos caminos
49 «Lo mismo sucederá al final de los tiempos: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos 50 y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes».
Hecha la separación figurada en el versículo anterior, el Señor destaca ahora cómo, en lo que se refiere al destino eterno, no existe una tercera vía: o se va al Cielo o al infierno. Constituyen una multitud los que pretenden llevar una vida correcta —mediocre o tibia—, pensando que así es posible tender un puente entre el bien y el mal. Sin embargo, el fin del mundo nos sitúa ante la única alternativa verdadera: la salvación o la condenación.
¿Quién atravesará las gloriosas puertas del Paraíso? La propia secuencia de las parábolas nos lo indica. Sólo quienes sepan atribuir el debido valor al tesoro escondido y a la perla preciosa serán constituidos, en las palabras de San Pablo, «herederos de Dios y coherederos con Cristo» (Rom 8, 17). Aquellos que, aun evitando los excesos de los facinerosos, hayan vivido fuera de la práctica de los mandamientos —y aquí cabe recordar que el primero de ellos es el más olvidado y el más relevante— serán arrojados al horno de fuego por los ángeles justicieros. A partir de esta realidad se entiende que a Dios o se le da todo o no se le da nada…
En la actualidad, lamentablemente, la predicación sobre la verdad dogmática del infierno ha caído en el olvido, cuando no es vista con recelo, como algo superado. No obstante, en quince ocasiones el Señor amenaza a sus oyentes con este castigo eterno, reservado a aquellos que, prefiriendo sus egoísmos o esclavizándose a sus pasiones, le dan la espalda a Dios, el único que tiene derecho a ser amado sobre todas las cosas. No perdamos de vista los novísimos y evitemos el fracaso sempiterno anunciado en el Apocalipsis: «Los cobardes, incrédulos, abominables, asesinos, impuros, hechiceros, idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda» (21, 8).
El Antiguo Testamento se explica a la luz del Nuevo
51 «¿Habéis entendido todo esto?». Ellos le responden: «Sí». 52 Él les dijo: «Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo».
Los discípulos fueron examinados por el Señor y pasaron la prueba con éxito. Habían comprendido el sentido espiritual escondido en las parábolas, de suerte que se preservaron de la maldición de Isaías referida al comienzo de estas líneas. Eran así esclarecidos por la luz del Espíritu Santo, gracias a la arrobada admiración que tenían con relación a Jesús y a la unión de corazones con Él.
Por eso el divino Maestro los llama a continuación «escribas» —maestros de la ley—, ya no de la caduca ley mosaica, sino del Reino de los Cielos. Santo Tomás explica con agudeza el significado de ese apelativo: se convirtieron en anunciadores de Cristo al escribir sus mandamientos en las tablas de sus propios corazones y de los demás.
Jesús también los compara a un padre de familia, pues deberían engendrar la vida de la gracia en las almas de sus oyentes mediante la predicación de la Palabra divina y la distribución de los sacramentos. Por otra parte, afirma que es necesario extraer del tesoro de la Revelación lo nuevo y lo antiguo, porque la Antigua Ley, aun repleta de valiosísimas enseñanzas, se vuelve clara a la luz del Evangelio. Nuestro Señor prepara a los Apóstoles para que sepan descubrir, especialmente después de la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés, el auténtico sentido espiritual de todo lo que las Escrituras recogen.
III – Entreguémonos a Jesús sin reservas
Aunque de sublime sencillez, las tres parábolas de este domingo están cargadas de significado y, sobre todo, de exigencias. Escucharlas implica una invitación a cambiar por completo de mentalidad, dándole a Dios el predominio absoluto que le es debido en cualquier estado de vida. Debemos sellar nuestros corazones con su amor y dedicarle únicamente a Él cada instante de nuestra vida, lo que requiere una actitud radical. Se vuelve necesario comprender, como se ha dicho antes, la existencia de tan sólo dos caminos —el de la salvación y el de la perdición— y, ante esta disyuntiva, empeñarse con todas las fuerzas interiores por alcanzar la anhelada meta del Paraíso celestial.
Desgraciadamente son incontables los católicos tibios que, a lo sumo, le dan a Dios una parte de sus corazones y el resto al mundo. Respecto a esta clase de discípulos superficiales y a veces impostores, advierte San Juan: «Conozco tus obras, tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto. Sé vigilante y reanima lo que te queda y que estaba a punto de morir, pues no he encontrado tus obras perfectas delante de mi Dios. Acuérdate de cómo has recibido y escuchado mi palabra, y guárdala y conviértete. Si no vigilas, vendré como ladrón y no sabrás a qué hora vendré sobre ti» (Ap 3, 1-3).
Así pues, urge tener cuidado con la tentación de la mediocridad. Las virtudes cardinales buscan la equidad entre dos extremos malos. Por ejemplo, la fortaleza vence a la pusilanimidad y domina la audacia temeraria. No sucede lo mismo, sin embargo, en relación con las virtudes teologales, entre las que se encuentra la caridad. Por el hecho de referirse directamente a Dios, no existe en ella término medio. Se trata de una virtud extremada, como enseña San Bernardo cuando afirma que «la medida del amor a Dios es amarle sin medida».2 El propio Santo Tomás, en su célebre himno Adoro te devote, le suplica a Dios: Fac me tibi semper magis credere, in te spem habere, te diligere —haz que yo crea más y más en ti, que en ti espere, que te ame.
El mediocre o tibio peca, como se ha mencionado arriba, contra el primer y más importante mandamiento, que nos ordena: «Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 5). Para ser fiel a tal precepto, necesitamos concentrar nuestras energías en este santo afecto, tratando de crecer en él sin cansarnos o desistir jamás, porque el Altísimo es infinitamente digno de ser amado.
Muchos hombres, no obstante, reducen este mandamiento a la observancia sumaria de algunos actos de culto o a un comportamiento indolente que se limita a evitar los desvíos morales extremos. De modo que, viviendo mal el mandamiento del amor, caen de una forma casi imperceptible en el abismo del pecado mortal y en la esclavitud a ciertas pasiones desordenadas, y aún así, engañados por la apariencia de bien que creen practicar, se juzgan buenos porque «no hacen mal a nadie». El Apocalipsis vuelve a quitarles la venda de los ojos a estos mediocres, a fin de que puedan reconocer su estado y penitenciarse: «Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca» (3, 15-16).
Respecto de Dios vale el dicho popular: o todo o nada. Pensar en darle sólo un poco o una parte es una ilusión. Ante la inagotable bondad divina y del fascinante resplandor de su inigualable belleza solamente cabe una actitud: dejar de lado nuestro apego a las criaturas y entregarle por completo, sin reservas ni condiciones, nuestro corazón.
La Santísima Virgen María será la intercesora de todos aquellos que, reconociendo sus flaquezas, sepan recurrir a Ella suplicándole esta gracia: darlo todo a Dios, darlo para siempre y darlo con alegría. ◊
Extraído de la revista Heraldos del Evangelio, #240.
Notas
1 En sintonía con el homenaje que esta edición de nuestra revista le dedica al Doctor Angélico, las citas y referencias del presente artículo han sido tomadas de: SANTO TOMÁS DE AQUINO. Lectura super Matthæum, c. 13, lect. 4.
2 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. «Tratado sobre el amor a Dios», c. VI, n.º 16. In: Obras Completas. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1993, t. I, p. 323.