Los Reyes Magos del Lejano Oriente…

Durante las largas noches de viaje, los Reyes Magos fueron siendo preparados por la gracia para estar con Jesús. En ellos relucía con fulgor la fe, que ya no ardía en Jerusalén.

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Mientras la Sagrada Familia regresaba a Belén después de la Presentación del Niño Jesús en el Templo de Jerusalén, una caravana de ilustres personajes, a muchos kilómetros de Judea, también viajaba hacia la Ciudad de David.

Desde el lejano Oriente, unos magos, con su imponente séquito, seguían a una misteriosa estrella, cuyo surgimiento habían contemplado en una noche oscura y de cielo descubierto. Iban en busca del Rey de los judíos que había nacido y traía la salvación al mundo entero (cf. Mt 2, 1-2).

Fría acogida en la Ciudad Santa

Al llegar a Jerusalén preguntaron inocentemente dónde estaba el monarca que acababa de nacer. Contrariamente a lo que se podría pensar, Herodes y toda Jerusalén se turbaron con la noticia divulgada por aquella caravana tan noble y prestigiosa (cf. Mt 2, 3).

La opinión pública de la capital reaccionó con desconfianza y sospecha: ¿Cómo pudo haber nacido el Salvador sin que ellos lo supieran? El interrogante no era menor para los Magos: ¿No debía alegrarse por el advenimiento del Mesías el pueblo elegido por Dios para recibirlo e introducirlo en el mundo?

Herodes, disfrazando su odio, llamó a los Magos en secreto para informarse en detalle sobre el surgimiento de tal astro (cf. Mt 2, 7). Como ignoraban sus pésimas intenciones, le contaron con entusiasmo las profecías que conocían sobre el futuro rey y cómo había despuntado su estrella en el firmamento, una clara señal del cumplimiento de las predicciones.

Después de consultar a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas los envió a Belén, ciudad anunciada por Miqueas como cuna del Mesías (cf. Miq 5, 1). Y además les pidió que volvieran otra vez a verle para que le dieran indicaciones precisas sobre el niño, porque, según decía, también quería ir a adorarlo… (cf. Mt 2, 8).

Sorprendidos con la fría acogida del pueblo de Jerusalén, los reyes se pusieron en camino hacia la Ciudad de David, con cierta perplejidad. Sin embargo, nada más comenzaron la marcha, vieron nuevamente la estrella que había refulgido en Oriente. Sus corazones se llenaron de profunda alegría: ella no les había mentido, ¡estaba allí para guiarlos!

En una pobre habitación, brilla la gala más sublime de la Historia

Era una noche bellísima, que parecía presagiar uno de los amaneceres más grandiosos de la Historia. Los Magos notaron que el luminoso astro avanzaba hacia una región situada al sur de Belén. Lo siguieron hasta que, en medio de una pradera, avistaron una vivienda pobre, pero digna; sobre ella se detuvo la estrella.

En realidad, era un ángel del Señor1 que, bajo la forma de luz, los condujo hasta la casa donde aún estaba instalada la Sagrada Familia.2 De este modo, viajando de Jerusalén a Belén en una noche fría y estrellada, descubrieron con toda facilidad el discreto lugar que albergaba al niño.

Tomados por la gracia, los Magos se bajaron de sus camellos y saludaron a San José, que los esperaba a la entrada, con la deferencia debida al más digno de los príncipes. Le pidieron permiso para entrar en la habitación con todos los honores.

Tras su consentimiento, revistieron con suntuosos mantos sus magníficos ropajes, los mejores que poseían, extendieron alfombras de hermosísimos colores y formas, prepararon incensarios y organizaron un solemne cortejo. «Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra» (Mt 2, 11).

La piadosa actitud de los Magos indica adecuadamente la fe y la rectitud que los movía. Habían llegado a Belén, después de largas jornadas bajo el sol abrasador del Oriente Próximo, en busca del Rey más glorioso de todos los tiempos y lo encontraron en una habitación pobre. No obstante, en ningún momento experimentaron el más mínimo movimiento de decepción.

Al contrario, entran en la casa con toda solemnidad y adoran a aquella frágil criatura que, sin embargo, dejaba trasparecer en la expresión de su rostro y en su mirada el resplandor de su divinidad. En aquella noche brilló la gala más sublime de toda la Historia, nunca superada por las exquisitas cortes cristianas que florecerían después.

¡Un bebé Dios, todopoderoso!

Los Magos permanecieron cierto tiempo inclinados, tocando el suelo con la frente y llenos de temor reverencial. Nuestra Señora los saludó con tal bondad y dulzura que se acercaron a Ella y al Niño arrebatados de admiración, júbilo y fervor. Ésta fue la insuperable recompensa por su fidelidad. Una gracia interior penetró en sus corazones y les mostró que aquel pequeño era Dios… ¡Qué paradoja! ¡Un bebé Dios, todopoderoso!

Con los ojos bañados en lágrimas, yendo más allá de lo que veían en aquel cuerpo infantil, entraron en contacto espiritual con el propio Verbo. Para completar el cadre, junto a Él estaban María y José, como transfigurados, a semejanza de dos serafines extendiendo sus alas sobre aquella escena magnífica.

Los corazones de los Magos habían sido trabajados por la gracia a partir del instante en que decidieron permanecer en vigilia a la espera del surgimiento de la estrella. Sobre todo, a ruegos de la Sagrada Familia, se les fue comunicando un sentido profético y sobrenatural que los fue preparando durante las largas noches de viaje, para estar con Jesús.

El Espíritu Santo les presentaba a aquellas almas, dóciles a su voz, la visión de un ideal nuevo, hecho de abnegación, de espíritu de pobreza y de dulzura, contrario a la mentalidad mundana de los antiguos tiempos, que despreciaba la pobreza como signo de inferioridad. Así predispuestos, al encontrarse con aquella simplicidad manifestaron su adoración exuberante, espontánea y radiante. En ellos relucía con fulgor la fe, que ya no ardía en Jerusalén, donde Herodes y los judíos yacían en las tinieblas del egoísmo y del pecado.

Después de unos días de bendicidísima convivencia, los Magos volvieron a su tierra con los corazones repletos de alegría intensa, luminosa y noble. No obstante, teniendo en vista la envidia de los malos, un ángel del Señor les advirtió en sueños que regresaran sin pasar por Jerusalén (cf. Mt 2, 12).

Los Magos obedecieron con total prontitud a la voz del ángel, porque ya habían discernido en el rápido trato con Herodes su espíritu falaz y tiránico, capaz de toda clase de violencia para conservar un trono que había conquistado injustamente.

La marcha de los Magos cierra un capítulo en la vida de la Sagrada Familia; un capítulo lleno de alegría por el nacimiento del Niño y por las más variadas manifestaciones de reverencia y adoración hacia Él.

Extraído, con adaptaciones, de:
«San José: ¿Quién lo conoce?…».
Madrid: Heraldos del Evangelio,
2017, pp. 256-263.

Notas


1 San Juan Crisóstomo afirma que se trataba «de una fuerza invisible que tomó la apariencia de estrella. Lo que se prueba, ante todo, por la marcha que siguió» (SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo. Hom. VI, n.º 2. In: Obras. 2.ª ed. Madrid: BAC, 2007, t. I, p. 106). San Ignacio de Antioquía observa: «Su luz era inexplicable y su novedad produjo extrañeza; todos los demás astros junto con el sol y la luna hicieron coro al astro, el cual estaba proyectando su luz sobre todos» (SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Carta a los Efesios, c. XIX, n.º 2. In: BERLANGA LÓPEZ, José María. Padres Apostólicos. Sevilla: Apostolado Mariano, 2004, v. II, p. 16).

2 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 36, a. 7.

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