Pocos personajes históricos merecieron el título de magno. Alejandro lo recibió por sus conquistas militares y por la expansión del Imperio macedonio. Carlos, también llamado padre de Europa, fue grande porque de él y de su Sacro Imperio Romano Germánico nació una nueva civilización. Hubo quienes pretendieron tal denominación, como Napoleón Bonaparte, pero sin éxito… La Iglesia, por su parte, le otorgó tan significativo apodo a un restringido número de santos como Basilio, León o Gregorio.
Tomás de Aquino fue elogiado con incontables atributos. Sin embargo, ante todo podría ser llamado magno, es decir, grande.
Grande fue su predestinación, pues desde su gestación, según comenta su biógrafo Guillermo de Tocco, su madre recibió revelaciones sobre la excepcional vocación de su hijo.
Grande igualmente fue su espíritu contemplativo. Aún pequeño, en el monasterio de Montecasino, insistía preguntándole a los monjes: «¿Quién es Dios?». Toda la catedral teológica de su doctrina se encontraba ya allí en germen.
Grande fue su pureza, pues practicó la virtud angélica de manera heroica, siendo ésta la faceta de su alma que más lo distinguió en los testimonios de su canonización. Como señaló Pío XI, si no hubiera sido angélico en la virtud, tampoco habría sido doctor. Poco antes de la muerte de Tomás, su confesor contó que sus faltas eran similares a las de un niño inocente.
Grande también fue su cuerpo, pero más aún su alma, por practicar eximiamente la magnanimidad, virtud que hace que el espíritu tienda a la grandeza, como él mismo subrayó.
Grande, además, fue su disciplina en los estudios, cuyo maestro sólo podía ser un santo magno, llamado Alberto. Escribió más de un centenar de obras, buena parte de ellas por encargo de variados interlocutores, desde Papas, reyes y nobles, hasta compañeros de estudio y hermanos de hábito.
Gran catedrático en la Universidad de París, sus concurridísimas clases no sólo captaban la atención de los jóvenes, sino que también atraían la mirada envidiosa de sus iguales. Así pues, también fueron nimias las disputas con sus opositores. No obstante, la verdad siempre luchó a su favor.
Gran poeta de la Eucaristía, compuso admirables himnos a Jesús Sacramentado, como el Adoro te devote, que aún hoy siguen inspirando la piedad católica.
Grandes también fueron sus milagros, por lo que Juan XXII comentó de él: «Escribió tantos artículos como milagros realizó».
Grandes, finalmente, fueron los honores que se le rindieron, hasta el punto de que Benedicto XV afirmara que la Santa Iglesia asumió como propia la doctrina del Aquinate.
Podríamos continuar recorriendo los grandiosos atributos del ángel de las escuelas, muchos de ellos ilustrados en las páginas de esta edición. Pero insistimos en atribuirle el título de magno y es de esperar que la Iglesia lo haga en el futuro, pues a diferencia de los Alejandros y Napoleones, la magnificencia del Angélico atraviesa los siglos de la historia y permanece viva en nuestros días.
Esto se debe a que Tomás de Aquino no ostentó la vanagloria de los césares ni recibió el incienso oscurecido de los aduladores, sino que fue coronado con la más grandiosa de las glorias: la de la santidad, cuyo reconocimiento de la Iglesia mediante su canonización tuvo lugar el 18 de julio de 1323, hace exactamente setecientos años. Entonces a él se le abría el luminoso camino de los auténticamente magnos. ◊
Editorial de la revista Heraldos del Evangelio, #240.