Santo Tomás de Aquino enseña que «gobernar no es más que encaminar una cosa, el que la gobierna a su conveniente fin» (De regno ad regem Cypri. L.I, c.15). Ahora bien, cada comunidad —familias, ciudades, naciones— tiene su idiosincrasia y, por tanto, sus propios medios para conquistar el bien común. Todas, no obstante, deben conducir al único bien último trascendente, es decir, a Dios.
Además, hay que mantener la distinción entre el ámbito de la Iglesia y el del Estado: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt22,21). En esta afirmación el Señor no apunta hacia un secularismo antirreligioso, ni mucho menos hacia una religión hostil al Estado. De hecho, como subraya San Pío X en la Carta apostólica Notre charge apostolique, «no se edificará la sociedad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos». La civilización cristiana fue concebida precisamente para «instaurarlo todo en Cristo». Sin embargo, no todo estilo de gobierno es compatible con la fe católica; más bien, algunos pueden incluso ser antagónicos. San Agustín distinguía la ciudad de Dios de la ciudad del demonio, así como el pueblo fiel del infiel, el que vive por la fe o contra ella.
En las tres grandes revoluciones —la protestante, la francesa y la comunista— encontramos esta incompatibilidad: Santo Tomás Moro, por ejemplo, no vendió su alma y prefirió la muerte a aceptar la corrupción de Enrique VIII de Inglaterra; las mártires carmelitas de Compiègne subieron ufanas al patíbulo cantándole al Espíritu Santo, que todo lo gobierna; finalmente, innumerables inocentes fueron asesinados por el bolchevismo, una «religión política» que pretendía reemplazar a la Iglesia.
Tales flagelos no fueron reservados solo a Europa. En México, la Ley Calles de 1926 impuso la mayor persecución anticatólica que jamás hayan visto las Américas. Gritos de «¡Viva Cristo Rey!» precedían a los estampidos de los fusiles que se cobraron la vida de miles de mártires cristeros. Estaban convencidos de que más valía morir por el Rey de reyes que arrodillarse ante un déspota.
Hoy, en pleno siglo XXI, época en que los hombres se jactan de haber alcanzado la libertad, la igualdad y la fraternidad, datos probados señalan que uno de cada siete cristianos en el mundo sufre persecución. Y lamentablemente esta no tiende a enfriarse…
Pero no hay razón para desanimarse. Si, en La Salette, la Reina del Cielo y de la tierra predijo una crisis en la propia Iglesia y, en Fátima, profetizó que Rusia esparciría sus errores por el mundo y muchas naciones serían aniquiladas y los buenos martirizados, también aseguró: «Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará».
De hecho, como afirmaba el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, en cualquier parte del orbe donde haya un sacerdote, y hostia y vino para consagrar, todo puede ser restaurado. El motor propulsor de la Contra-Revolución no se encuentra en la política, en conchabanzas o en la demagogia, ni tampoco en una Iglesia sumisa a los dictámenes del mundo, sino en la fuerza del alma fiel, en los héroes, en suma, en los santos. Solo ellos vencen, porque, aun muriendo, siguen viviendo; son inmortales.
Editorial de la revista Heraldos del Evangelio, #232.