Las manifestaciones de la omnipotencia de Dios en el Antiguo Testamento poseían un marcado carácter justiciero, pretendiendo infundir en las almas el temor y el respeto. Esto aconteció, por ejemplo, cuando Moisés recibía las tablas de la Ley en el monte Sinaí: “Al amanecer del tercer día, hubo truenos y relámpagos, una densa nube cubrió la montaña y se oyó un fuerte sonido de trompeta. Todo el pueblo que estaba en el campamento se estremeció de temor. […] La montaña del Sinaí estaba cubierta de humo, porque el Señor había bajado a ella en el fuego. El humo se elevaba como el de un horno, y toda la montaña temblaba violentamente” (Ex 19, 16.18).
Para obtener el perdón de sus pecados, los hombres debían repararlos mediante una vida de penitencia; y era frecuente que sintieran sobre sí mismos, al menos en parte, el peso del duro castigo impuesto por sus culpas. Ése era el caso de Moisés, el gran legislador de Israel, a quien la Escritura elogia como el más humilde de los hombres. Una única infidelidad hizo que ante él se cerraran las puertas de la Tierra Prometida y tan solo pudo contemplarla desde lo alto del monte Nebo (cf. Dt 32, 4852). Circunstancia semejante le ocurrió al rey David, cuya falta le acarreó, a lo largo de sus últimos años de vida, grandes sinsabores que procedían de su propia familia (cf. 2 S 15 ss; 1 R 1) y cuyo ejemplar arrepentimiento le llevó a componer los insuperables Salmos Penitenciales.
Jesús trajo a la Tierra la era de la misericordia
De una manera diferente, al descender a la Tierra y encarnarse en el seno virginal de María, el Hijo de Dios quiso atraernos por la bondad de su Corazón: “Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 17).
Con su vida ejemplar, sus consejos y sus parábolas, instruía a los hombres —habituados hasta ese momento a la ley del Talión— acerca del deber de perdonarse mutuamente las ofensas y de compadecerse del mal ajeno. Enseñó, con su arrebatador modelo de conducta, a acoger a los pecadores arrepentidos: “Hijo, tus pecados te son perdonados” (Mc2,5); o bien: “Yo tampoco te condeno. Vete, no peques más en adelante” (Jn 8, 11b).
La sobrenatural influencia que Jesús ejercía sobre sus discípulos obtuvo la transformación radical de sus corazones. Los hijos del Zebedeo, por ejemplo, a quienes Él mismo diera el nombre de Boanerges, o sea, “hijos del trueno” (cf. Mc 3, 17), se transformaron en espejos perfectos de la mansedumbre de su Maestro, a tal punto que Juan ha merecido llevar el título de Apóstol del Amor.
Las propias disputas con los fariseos, en las que el Divino Maestro mostraba una enérgica intransigencia, son otras de tantas manifestaciones de ese deseo suyo de convertir a todos, incluso a aquellas almas cegadas por la maldad de las pasiones. Y sus lágrimas sobre Jerusalén, la ciudad donde sería crucificado, son el elocuente testimonio del dolor que el Hombre Dios sufriría, al constatar el rechazo del cual sería objeto por parte de aquella generación y de otras tantas a lo largo de los siglos.
Todo lo que provenía del Salvador invitaba a los hombres a la confianza y al abandono en las manos de la Providencia, con la certeza de que serían acogidos con la benignidad de un Padre y de un Amigo. El célebre teólogo dominico el P. GarrigouLagrange comenta: “El Evangelio entero es la historia de las misericordias de Dios en favor de las almas, por más alejadas que estén de Él, como la samaritana, Magdalena, Zaqueo, el buen ladrón; en favor de todos nosotros, por quienes el Padre entregó a su Hijo como víctima de expiación”.1
Cuando “la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14), una nueva época comenzaba. Jesús fundó su Iglesia, instituyó los sacramentos y, por la efusión de su Preciosísima Sangre, trajo a la Tierra una nueva perspectiva de las relaciones entre el Creador y la humanidad y entre los hombres consigo mismos.
La era de la Ley había terminado. La misericordia vencía a la justicia.
Condición absoluta para la salvación de nuestra alma
La misericordia es definida por San Agustín como “la compasión que experimenta nuestro corazón ante la miseria del otro, sentimiento que nos compele, en realidad, a socorrerle, si podemos”.2
Ejercitar esta virtud no es deber sólo de los hombres que desean la perfección. Por el contrario, Jesús ordenó que todos la practicasen, cuando afirmó categóricamente: “Sed misericordiosos”, y les ponía a continuación el supremo ejemplo del Padre: “como también vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). Hacer uso de la misericordia es una condición absoluta para obtener el perdón de los pecados y la salvación de nuestra propia alma, como dice el Evangelio en otro pasaje: “si no perdonáis a los demás, tampoco el Padre os perdonará” (Mt 6, 15).
Así, Santo Tomás nos enseña que “en sí misma, la misericordia es, ciertamente, la mayor. A ella, en efecto, le compete volcarse en los otros, y, lo que es más aún, socorrer sus deficiencias”.3 Un poco más adelante afirma: “Toda la vida cristiana se resume en la misericordia en cuanto a las obras exteriores”. 4Por otro lado, el mencionado pasaje de San Lucas: “Sed misericordiosos”, San Mateo lo escribe en términos diferentes, pero con idéntico sentido: “Sed perfectos como vuestro Padre que está en el cielo es perfecto” (Mt 5, 48). O sea, el cristiano debe procurar ser perfecto como el propio Dios lo es, pero sólo alcanza este grado supremo quien practique la virtud de la misericordia.
A primera vista, esto nos parece extremadamente difícil e, incluso, imposible. ¿Cómo podremos nosotros, pobre criaturas, asemejarnos a un Dios infinitamente superior, cuyas virtudes son la sustancia misma de su Ser?
No nos olvidemos, sin embargo, que el propio Señor afirmó: “Mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 30). Ninguna virtud puede ser practicada de una manera estable por el simple esfuerzo de nuestra naturaleza. Pero con el auxilio de la gracia divina nos volvemos capaces de imitar a Dios y de ser espejos de la perfección que Él es por esencia.
Mediante la misericordia, Dios manifiesta su omnipotencia
La palabra compasión —del latín compassio, “padecer con”— denota una cierta tristeza o sufrimiento por parte de aquél que se vuelca en el miserable. Pero Dios al apiadarse de nuestras miserias no experimenta la menor aflicción, ya que Él es la Suma Felicidad. En este sentido, afirma Santo Tomás: “Entristecerse por la miseria ajena no lo hace Dios; pero sí, y en grado sumo, desterrar la miseria ajena, siempre que por miseria entendamos cualquier defecto”.5
Y en otro trecho el Doctor Angélico pone de relieve que mediante la misericordia el Creador hace patente su poder: “Por eso se señala también como propio de Dios tener misericordia, y se dice que en ella se manifiesta de manera extraordinaria su omnipotencia”.6
El Salmo 102 nos ofrece una hermosísima síntesis de las disposiciones de Dios con relación al pecador penitente, muy diferentes a los sentimientos de odio y venganza comunes a las almas egoístas y hurañas a la gracia: “El Señor es bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia; no acusa de manera inapelable ni guarda rencor eternamente; no nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas. Cuanto se alza el cielo sobre la tierra, así de inmenso es su amor por los que lo temen; cuanto dista el oriente del occidente, así aparta de nosotros nuestros pecados” (Sl 102, 812).
Parece que Dios necesitase de nuestra fragilidad y miseria
La consideración de la misericordia divina nos debe llenar de confianza y de admiración por Dios: nuestros pecados, por más graves y numerosos que sean, no conseguirán agotar su bondad o consumir su paciencia.
Al contrario, la mayoría de las veces cuando se comete una falta, Él no envía el castigo inmediatamente, sino que aguarda, a semejanza del padre del hijo pródigo, con la esperanza de que el infeliz desviado retome el camino de vuelta a la casa paterna. Y cuando lo avista a lo lejos sale corriendo a su encuentro y, movido por la compasión, le besa con ternura, sin dar oídos siquiera a la protesta de penitencia que hace el culpable (cf. Lc15, 1124).
Infinitamente superior a aquel buen padre, Dios no sólo acude a la generosidad, al retardar una intervención definitiva de su justicia, sino que crea Él mismo las gracias necesarias para estimular las conciencias y convertir a los pecadores más empedernidos. “¿Quién tan magnánimo —exclama San Agustín—, quién tan abundante en misericordia? Pecamos y vivimos; aumentan los pecados y se va prolongando nuestra vida; se blasfema todos los días y el sol continúa naciendo sobre buenos y malos. Por todas partes se nos invita a la corrección, a la penitencia, hablándonos por medio de los beneficios de las criaturas, concediéndonos tiempo para vivir, llamándonos por la palabra del predicador, por nuestros pensamientos íntimos, por el azote de los castigos, por la misericordia del consuelo”.7
Para usar un lenguaje análogo, se diría que Dios necesita nuestra fragilidad y miseria para dar una salida a los desbordamientos de bondad que brotan de su “misericordiosa ternura” (Lc 1, 78). Si todos los hombres fuesen fieles a la gracia y eximios cumplidores de los Mandamientos, sin desviarse jamás ni caer, los tesoros de misericordia divina quedarían para siempre guardados en los esplendores del Padre Eterno, desconocidos de los ángeles, ignorados por los justos, y ese aspecto tan esencial de su gloria dejaría de brillar en el orden de la creación.
El Hijo de Dios nos puso a la derecha del Padre
Todos los acontecimientos son permitidos por Dios, aunque no hayan salido siempre de su expresa voluntad. En muchas ocasiones el Creador se sirve de las circunstancias producidas por la maldad de las criaturas para, de ahí, sacar un bien mayor, en el que refulge de modo espléndido el poder de su misericordia.
A lo largo de la Historia observamos esta constante: a las faltas cometidas responde Dios con excesos de clemencia; a los grandes desastres provocados por la infidelidad de algunos, se suceden restauraciones cuya belleza excede a la del plan anterior; invariablemente los designios de Dios se cumplen, sin que su gloria sea manchada o disminuida.
Éste es el caso del pecado del primer hombre en el Paraíso, cuyos estigmas acarreamos todos, y que trajo como consecuencia la privación de la gracia y del Cielo, para él y para su descendencia. Y, ¿cuál ha sido la respuesta divina? Elevó a la naturaleza humana decaída a una altura inimaginable cuando envió a su Unigénito, quien, “después de habernos purificado de nuestros pecados, está sentado a la diestra de la Majestad en lo más alto de los cielos” (Hb 1, 3b), conforme le había sido dicho: “Siéntate a mi derecha” (Sl 109, 1).
Al respecto San León Magno afirma en uno de sus sermones sobre la Ascensión: “Y, en verdad, grande e inefable motivo de júbilo era, en la presencia de una santa multitud, elevarse una naturaleza humana por encima de la dignidad de todas las criaturas celestes, sobrepasar a las órdenes angélicas y subir más alto que los arcángeles, y ni siquiera así alcanzar el término de su ascensión a no ser cuando, sentada junto al eterno Padre, fuese asociada al trono de gloria de Aquél a cuya naturaleza estaba unida al Hijo. […] Hoy no sólo hemos sido ratificados como poseedores del Paraíso, sino que penetramos con Cristo en lo más alto de los Cielos, habiendo obtenido, por la inefable gracia de Cristo, mucho más de lo que perdiéramos por envidia del diablo. Aquellos que el virulento enemigo expulsó de la felicidad del habitáculo primitivo, el Hijo de Dios, les ha incorporado a Sí, poniéndoles a la derecha del Padre.”.8
Este es el sentido más profundo de las palabras que la Liturgia canta en la Vigilia Pascual, al celebrar la resurrección del Señor: “¡Pecado de Adán ciertamente necesario, que fue borrado con la sangre de Cristo! ¡Oh feliz culpa que nos mereció tan noble y tan grande Redentor!”9 Frase desconcertante a primera vista, pero cuya realidad no se puede objetar, y que se conjuga admirablemente con la afirmación de San Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20b).
No obstante, el Padre no se limitó a enviar, en la plenitud de los tiempos, a su Hijo amado para rescatar a los hombres de la vil esclavitud del pecado. “Después de la muerte de Jesucristo —afirma el P. GarrigouLagrange— bastaría que nuestras almas fuesen vivificadas y conservadas por gracias interiores, pero la divina Misericordia nos ha dado la Eucaristía. En el día de Pentecostés, renovado para todos por el Sacramento de la Confirmación, el Espíritu Santo vino a habitar en nosotros. Tras nuestras reiteradas caídas personales, encontramos la absolución, siempre que nuestra alma desee sinceramente volverse hacia Dios. Toda la Religión Cristiana es la historia de las misericordias del Señor”.10
Y aún, en los postreros instantes de su Pasión, intentando disipar el menor temor con relación a su excelsa majestad, quiso el Redentor entregarles a todos los hombres, representados allí en la persona del Apóstol Juan, a una Madre que intercediese por ellos en sus necesidades, como otrora suplicara a favor de los novios de las bodas de Caná: “No tienen vino” (Jn 2, 3b). ¿Qué legado más precioso nos podría haber dado que el de dejarnos a María, Aquella que escogiera desde toda la eternidad para ser su Madre?
“Deseo salvar a todas las almas”
Con el transcurrir de los siglos, el Señor no ha dejado de prodigar manifestaciones de su misericordia. Sería demasiado extenso enumerarlas. Fueron mensajes con los cuales la Providencia Divina quiso llamar al mundo a la conversión, intentando tocar los corazones por medio de la ternura de un Dios ebrio de amor por sus criaturas.
Pensemos, por ejemplo, en las apariciones de Jesús a Santa Margarita María Alacoque en el siglo XVII, en las que le pedía propagase la devoción a su Sagrado Corazón.
Mucho más cercano a nosotros, en la primera mitad del siglo pasado, Santa María Faustina Kowalska recibía de los labios de Jesús el llamamiento que llevó al Papa Juan Pablo II a instituir la fiesta de la Divina Misericordia, el primer domingo después de la Pascua, de acuerdo con el deseo expresado por el propio Señor.
Le decía en febrero de 1937: “Las almas se pierden, a pesar de mi amarga Pasión. Les ofrezco la última tabla de salvación, o sea, la Fiesta de mi Misericordia. Si no adorasen mi misericordia, morirán para siempre. Secretaria de mi misericordia, escribe, háblale a las almas de esta gran misericordia, pues está cerca el día terrible, el día de mi justicia”.11
En otra ocasión el Divino Mensajero le revelaba claramente su especial predilección por los más miserables: “Hija mía, escribe que, mientras más grande es la miseria de un alma, tanto mayor es el derecho que tiene mi misericordia e [invita] a todas las almas a confiar en el inconcebible abismo de mi misericordia, pues deseo salvarlas a todas”.12
En estas conmovedoras palabras discernimos el anhelo que Jesús tiene de liberar a las almas de sus flaquezas y pecados. Todos somos como ese hijo enfermo que atrae sobre sí mismo las atenciones de sus padres, que conocen sus necesidades y desean aliviarle del mal que padece; o esa oveja extraviada, que por amor a ella el pastor no duda en dejar a las otras noventa y nueve en el monte para ir en su búsqueda (cf.Mt18,12).
Pongamos, por lo tanto, toda nuestra confianza en el divino Médico y aprovechemos los eficaces remedios que Él nos ofrece.
Extraído de la revista Heraldos del Evangelio, #69.
Notas
1 GARRIGOULAGRANGE, Reginald. Les perfections divines, extrait de l’ouvrage «Dieu, son existence et sa nature». 4ème ed. Paris: Gabriel Beauchesne, 1936, p.176.
2 Suma Teológica IIII, q.30, a.1.
3Idem, IIII, q.30, a.4. Resp.
4Idem, IIII, q.30, a.4. ad 2.
5Idem, I, q.21 a.3.
6 Cf. Suma Teológica IIII, q.30, a.4. Resp.
7 AUGUSTINUS, Sanctus. Enarrationes in Psalmos. Ps.102, 16 (PL 36, 1330).
8 Sermo 1 de Ascensione, 4. In: LEÃO MAGNO. Sermones. Trad. Sérgio José Schirato e outros. 2. ed. São Paulo: Paulus, 2005, p. 171.
9 Monición de la Páscua – Vigilia Pascual.
10 GARRIGOULAGRANGE,Op. cit., pp.181182.
11 KOWALSKA, María Faustina. Diario. La Divina Misericordia en mi alma. Trad. Eva Bylicka. Granada: Levántate, 2003, p. 377.
12 KOWALSKA, Op. cit.,p.429.