Las apariciones de la Santísima Virgen a Santa Catalina Labouré tuvieron lugar en 1830, siendo la más importante de ellas la del 27 de noviembre, cuando María Santísima le reveló los tesoros de dádivas celestiales destinados al mundo con la difusión de la Medalla Milagrosa.
Cumple recordar que, en aquella época, a la par de un gran reflorecimiento de la práctica de la religión católica, existían también fuertes manifestaciones de laicismo y ateísmo hostiles a la Iglesia, de manera que un foso abismal separaba el catolicismo del anticlericalismo. Yo mismo, en el Brasil de los años 20, conocí ecos de esa animosidad. Por lo tanto, casi un siglo después de las apariciones de la Rue du Bac.
Tan profundo era ese parapeto divisor entre las cosas de la Iglesia y las de la sociedad civil que, al trasponer el umbral del ambiente profano e ingresar en el religioso, era como si dejáramos un país para entrar en otro. Recuerdo cuando asistía a la bendición del Santísimo Sacramento en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, tras la cual, al salir del templo, observaba el edificio de lo que entonces era el internado del Liceo,1 desplegado en dos alas en torno de toda la manzana.
Las ventanas de las plantas inferiores permanecían cerradas y protegidas por rejas. Al contrario de las de los pisos superiores a través de las cuales, en el lado donde yo sabía que estaba situado el dormitorio de los niños, se podían ver algunas luces azules encendidas: señal de que los chicos dormían ya. Y el reloj de la torre aún no marcaba las nueve de la noche…
Me acuerdo de la impresión que causaba en mí el entrar en la sociedad profana —insisto, la de los años 20— y percibir el contraste entre lo fulgurante, lo inquieto, lo divertido de aquel mundo y el dormitorio extenso donde un gran número de muchachos descansaba.
Me alegraba ver que, mientras todos se encontraban inmersos en el sueño nocturno, las lucecitas azules simbolizaban la maternidad de la Iglesia envolviendo a sus hijos en una neblina amiga; la vigilancia de quien sabe sonreír sin cerrar los ojos, siempre consciente de lo que lo pasa. Todo eso me daba la impresión de que en aquel ambiente había una austeridad, una sacralidad, un orden que el mundo de fuera no conocía. Era otro universo.
Pues bien, en una atmósfera análoga a esa ocurrieron, en la París de 1830, las revelaciones de Nuestra Señora a Santa Catalina Labouré.
Ambiente modesto, puro y elevado
Era ella una monja de la Congregación de las Hijas de la Caridad, fundada por Santa Luisa de Marillac y San Vicente de Paúl. Estas religiosas se distinguían siempre por su extrema y abnegada solicitud cristiana, dedicándose al cuidado de los pobres, de los huérfanos y de los enfermos en los hospitales y Casas de Misericordia. Hasta hace poco se las reconocía por su característico hábito: una túnica oscura con cuello blanco almidonado, la cabeza adornada con un tocado bretón, estilizado por la inspiración y por las manos de la Iglesia. Esa toca se desdoblaba en dos anchas viseras que recordaban vagamente las alas de una gaviota en vuelo. En la cintura, como es natural en los hábitos religiosos, pendía un gran rosario.
No tuve contacto asiduo con esas monjas, pero me encontré con muchas de ellas. En general personas robustas, fuertes y prontas para el trabajo. Mirada límpida, recta, actitud modesta de quien prefería pasar desapercibida. Realizaban obras de misericordia temporal como oportunidad para obras de misericordia espiritual.
La elevación de ese apostolado de las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl era tan grande, y las admiraba tanto por eso, que solían ser tenidas como el propio símbolo de la religión en una de sus expresiones más bellas y conmovedoras.
Su principal convento se sitúa en un antiguo y aristocrático barrio de la capital francesa, el Faubourg Saint-Germain, y se volvió conocido por el nombre de la calle en la que fue edificado: Rue du Bac.
Debemos imaginar la ciudad de París de aquel 1830, mucho más pequeña y menos populosa que hoy, silenciosa, tranquila, aún sin ruidos de motores y sin luces de neón. Podemos pensar en la calle pavimentada con piedras, sobre las cuales, una vez que otra, el eco de las patas de un caballo o de las ruedas de un carro interrumpía el largo silencio de la noche. En el dormitorio de las monjas de San Vicente no había lucecitas azules, pero quizá sí algunos quinqués encendidos. Todas las religiosas descansan, entre ellas Santa Catalina Labouré.
En ese ambiente modesto, puro y elevado, completamente distinto del mundo exterior, lo maravilloso sobrenatural empieza a desarrollarse.
Coloquios con la Reina del Cielo
La primera aparición ocurrió el 18 de julio de 1830, como si viniera preparada por una actitud de la vidente impregnada de ingenuidad, inocencia y carácter filial muy bonitos. Había asistido el día anterior a una charla sobre la devoción a Nuestra Señora, sintió un ardiente deseo de verla y se acostó pensando que aquella misma noche se encontraría con la Santísima Virgen.
Y fue exactamente lo que pasó. Según nos lo relata la propia santa, alrededor de las once y media de la noche, oyó que alguien la llamaba. Corre la cortina de su cama y ve a un niño de cuatro o cinco años que le dice: «Id a la capilla, la Santísima Virgen os espera».
Muestra algo de recelo, con temor a que otras religiosas la sorprendieran fuera de la cama, pero el niño la tranquiliza; se viste y empieza a seguirlo por los pasillos del convento. Un detalle curioso, registrado por la vidente, que se admiró mucho con el hecho: por todos los lugares por donde pasaban las lámparas estaba encendidas.
Entra en la capilla y su sorpresa es aún mayor cuando percibe que todas las velas de los candelabros están encendidas, como si estuvieran preparados para la Misa del Gallo. El niño la conduce hasta el presbiterio; Santa Catalina se arrodilló al lado de la silla en la que se sentaba el vicario, mientras el niño permanece de pie. Siempre temiendo que pasara alguna monja por allí y que al verlos le pidiera unas explicaciones que no sabría dar…
Finalmente, el niño le advierte: «He ahí a la Santísima Virgen». La vidente oyó un frufrú, un rozamiento de tejido de seda, pero todavía no distinguía a Nuestra Señora. Entonces el niño le insistió —no ya con voz de niño, sino con tono vigoroso— que la Reina del Cielo estaba presente. En ese momento Santa Catalina vio a la Madre de Dios sentada en la silla del vicario, dio un salto hacia Ella y, genuflexa, apoyó sus manos en las rodillas de María.
O sea, una escena fabulosa, una aparición rodeada de afabilidad extraordinaria. Se comprende entonces que Santa Catalina haya registrado ese instante como el más dulce de su vida, imposible de ser descrito con palabras. Recibió allí diversos consejos y orientaciones de la Virgen, los cuales prefirió mantenerlos en sigilo.
La Medalla Milagrosa
Bien podemos concebir cómo Santa Catalina se sentiría después de ese encuentro con Nuestra Señora y cómo su corazón latía de un intenso deseo de volver a verla. Unos meses después sería ampliamente atendida. El segundo y más importante encuentro se dio la tarde del sábado 27 de noviembre de 1830. Así lo narra un cronista de las distintas apariciones de María:
«En su capilla de la Rue du Bac, las Hijas de la Caridad —hermanas y novicias— se reúnen para la meditación vespertina. Recogimiento y religioso silencio. De repente, en medio a su piadosa contemplación, Catalina Labouré cree haber oído el roce de un vestido de seda… ¡La Santísima Virgen, allí!.
«Cualquier pensamiento es imposible ante la inconcebible belleza de María. Lleva un vestido de seda albísima como la aurora. Del mismo color es el velo que desciende desde la cabeza hasta los pies. Éstos descansan sobre un voluminoso globo, que parece estar fijo en un punto del espacio. Las manos, elevadas a la altura del pecho, sustentan graciosamente otro globo, más pequeño que el pedestal y coronado por una cruz. La Virgen dirige su mirada al cielo. Sus labios rezan. Le ofrece el globo al Maestro, su Hijo.
«Súbitamente el globo desaparece y las manos permanecen extendidas. Los dedos se cubren de anillos guarnecidos de centellante pedrería, que emiten rayos deslumbrantes hacia todas partes. Mil fulgores preciosos se funden en un único brillo transcendente. Mil y una irradiaciones rodean a la santa figura.
«La Virgen posa los ojos sobre Catalina en contemplación, abismada en un mundo de sensaciones, de sentimientos, de descubrimientos, de revelaciones inexpresables. En el fondo de su corazón, la novicia oye una voz que le dice:
«—Este globo representa el mundo entero y, especialmente, Francia, y cada hombre en particular.
«La lluvia de rayos redobla en fuerza, en magnificencia.
«—He aquí el símbolo de las gracias que derramo sobre aquellos que más las piden. Las piedras que permanecen en la sombra (dirá aún, una que otra vez, la Santísima Virgen) simbolizan las gracias que se olvidan de pedirme…».2
Según narra Santa Catalina, se formó en torno de Nuestra Señora un cuadro de forma ovalada, en lo alto del cual estaban escritas en letras de oro las siguientes palabras: «Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos». Nuevamente oyó una voz que le ordenaba acuñara una medalla conforme a aquel modelo. Y la promesa: «Todos los que la usen, colgada al cuello, recibirán grandes gracias, que serán abundantes para quien la lleve con confianza».
A continuación, dice la vidente, el cuadro pareció girar y vio el reverso de la medalla: en el centro, el monograma de la Santísima Virgen, compuesto por la letra «M» coronada por una cruz, la cual tenía una barra en su base. Abajo, los Corazones de Jesús y de María, el primero coronado de espinas y el otro traspasado por una espada.
Era el dibujo de la Medalla Milagrosa, como sería ampliamente conocida y difundida por el mundo entero, obteniendo gracias y favores celestiales para incontable número de personas, milagro de orden físico, como la curación de enfermedades, y también de orden espiritual, reformas de vida y conversiones de las más inesperadas.
Designios de alta misericordia para el mundo
Me acuerdo, por ejemplo, de este hecho. Una dama de la aristocracia francesa mantenía en el salón noble de su residencia, magníficamente decorado, un cuadro con la Medalla Milagrosa, manchada y abollada en el centro. Los visitantes que recibía en su casa se extrañaban de aquel cuadro expuesto con tanta evidencia en un recinto espléndido, en medio de objetos de alta categoría, y le preguntaban la razón de ello. La señora respondía:
«Guardo esta medalla porque mi hijo era un juerguista y cuando se encontraba en un sitio inapropiado recibió un tiro. La bala acertó directamente en la medalla y en vez de perforarla, de manera inexplicable, tan sólo la dañó, como si autenticara el hecho extraordinario, y cayó en el suelo. Ante el prodigio, mi hijo se convirtió y hoy es un católico modélico. Entonces deseo que mis visitas conozcan este favor recibido de Nuestra Señora y sepan agradecérselo. Por eso la medalla está aquí».
Es simplemente incontable el número de episodios similares en los que se obtuvieron gracias preciosas a través de la Medalla Milagrosa, motivo por el cual se convirtió en objeto de tanta devoción. María Santísima la destinó a ser un maravilloso medio de realizar designios de su alta misericordia para con el mundo.
Expresión del cariño materno de María
Es interesante subrayar, además, que esa particular protección de la Virgen Santísima en relación con nosotros trasparece mucho en su prerrogativa de Madre de la Divina Gracia.
¿Cuántos no nos hemos sentido ya, al acercarnos a una imagen con esa advocación, recibidos por una sonrisa suya, envueltos por una especie de dulzura que nos prometía compasión y nos daba la convicción de que éramos atendidos y favorecidos por un acto de inagotable bondad?
Se trata de la certeza de que Nuestra Señora siempre se halla dispuesta a socorrernos y ampararnos con su clemencia, sea en nuestras carencias materiales y físicas, sea marcadamente en nuestras lagunas espirituales, ayudándonos a vencer nuestros defectos, las tentaciones y el pecado. Por lo tanto, Nuestra Señora de las Gracias podría llamarse Nuestra Señora de la Misericordia, que nunca, nunca, nunca nos dejará desamparados.
Y pienso que jamás será suficiente insistir en esta verdad: Madre de la Divina Gracia significa la tesorera de todas las gracias de Dios. Las dádivas celestiales constituyen un tesoro inagotable puesto en las manos de la Virgen y por Ella difundido a aquellos que recurren a su intercesión.
María es la dispensadora de todas las gracias y también Madre de los que le suplican favores. Madre de los miserables, de los afligidos, de quienes casi perdieron la esperanza, a los cuales reanima, y hace reencender en sus corazones la llama de la fe.
Basta considerar una imagen de Nuestra Señora de las Gracias para que comprendamos cuánto ese título expresa el cariño materno de María en relación con nosotros. Nos acoge de brazos abiertos, la sonrisa en los labios, impregnada de una invitación amorosa para que nos acerquemos y convivamos un poco con Ella. Nos envuelve con una afabilidad y una promesa de perdón sin límites, insondable. Y nos hace oír en el fondo del alma su voz cariñosa: «Me tienes a mí, soy enteramente tuya. Y a causa de ello todos los caminos hacia el Cielo te son flanqueados…». ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones,
de la revista «Dr. Plinio». Año VIII.
N.º 92 (nov, 2005); pp. 18-25.
Notas
1 Colegio de los Salesianos contiguo a la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, localizado en el barrio de los Campos Elíseos, de São Paulo.
2 Cf. MOLAINE, Pierre. L’itinéraire de la Vierge Marie. Paris: Corrêa, 1953.