Todavía era el comienzo de la Creación y los ángeles se encontraban en estado de prueba. Rebosante de amor para con estas obras de sus manos, Dios había decidido —como es opinión extensa entre los teólogos de renombre—, revelarles los planes que llevaba en su corazón: la Encarnación de la segunda Persona de la Santísima Trinidad y la elección de una criatura humana perfectísima como Madre suya, la cual sería la Reina no sólo de los hombres, que irían a ser creados, sino de todo el universo y de los seres angélicos inclusive.
La sublime revelación constituyó un factor de división entre los puros espíritus: unos la aceptaron, otros la rechazaron.1 Los rebeldes estaban capitaneados por el más grande de los ángeles: Lucifer, quien, al no querer someterse a una naturaleza inferior a la suya, gritó: «Non serviam! – ¡No serviré!». Apenas resonaron sus palabras en los Cielos cuando San Miguel respondió a la afrenta con un clamor mil veces más potente: «Quis ut Deus?! – ¡¿Quién es como Dios?!». A la voz del príncipe de la milicia celestial, los ángeles buenos se congregaron bajo su mando para expulsar del Paraíso a los que se atrevieron a alzarse contra los designios del Creador. La victoria fue retumbante.
Teólogos ilustres, como San Agustín y Santo Tomás de Aquino,2 sitúan aquel gran enfrentamiento en el primer día de la Creación, narrado en el Génesis: «Vio Dios que la luz era buena. Y separó Dios la luz de la tiniebla» (1, 4). No obstante, basta con seguir leyendo el libro sagrado para entender que la guerra no había hecho más que empezar…
Lucifer y sus secuaces no se rendirían fácilmente: querían venganza y, para llevarla a cabo, se valdrían del género humano, tan vinculado a la causa misma de su rebelión. En efecto, la victoria ya no dependería únicamente de la fuerza de acción de los espíritus angélicos, sino de cómo reaccionaría la flaqueza humana ante ella. Y el ataque inicial infligido por los ángeles malos en ese nuevo escenario conllevaría como funesta consecuencia el pecado que trajo la maldición para toda la humanidad.
A lo largo de la Historia, los ataques del diablo contra la realización de los planes divinos no han hecho más que aumentar. Tras haber conquistado el consentimiento de tantas almas a las solicitaciones infernales, el enemigo se jactó de los vicios y pecados en los que, instigados por él, se hundían los hombres.
Durante todo ese tiempo, sin embargo, San Miguel no permaneció inerte.
Arcángel de Israel… y del «Nuevo Israel»
En manos de este «gran príncipe» (Dan 12, 1) estaba la misión de velar por el pueblo elegido. Tan excelso patrón fue el sostén de los patriarcas, la inspiración de los profetas, el consuelo de los justos, en fin, la defensa de los hijos de Israel. ¡Qué privilegio, incluso para un ángel, tener la tarea de custodiar a la nación de la que nacería María Santísima y, de Ella, el «primogénito de toda criatura» (Col 1, 15)!
Sí, qué privilegio y, perdónenos San Miguel, qué disgusto… ¿Quién iba a imaginar que de ese mismo pueblo surgirían los sicarios del Mesías? Lo impensable sucedió: el arcángel vio a su Señor siendo crucificado y asesinado por aquellos de quienes era su guardián; aun así, en medio a tal auge de maldad, el patrón de Israel allí estaba, inspirando dolor y arrepentimiento en aquellos corazones empedernidos.
Se hizo la oscuridad en pleno día, hubo terribles temblores de tierra, el velo del Templo se rasgó. ¿Y por qué no ver también en esos acontecimientos la indignación de San Miguel contra el infame pecado de deicidio? Tales calamidades parecían un eco, en esta tierra, de aquel grito que había resonado en la bóveda celestial e hizo temer a los ángeles rebeldes, precipitando al abismo al espíritu otrora «portador de la luz», Lucifer. De hecho, ahora eran los judíos infieles los que, a imitación de la actitud del jefe de los demonios, clamaban: «No he de servir» (Jer 2, 20). Al igual que el ángel sublevado, las autoridades del pueblo deicida perderían el honor de irradiar la luz de la divina Revelación al mundo y serían arrojadas a las tinieblas del error, pues cayó «un velo sobre sus corazones» (2 Cor 3, 15).
No obstante, en el momento en que del costado abierto del Salvador brotaba sangre y agua, nacía el pueblo de la eterna Alianza, el «Nuevo Israel», la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, de la cual San Miguel se convertiría en protector suyo.
Celoso defensor de la Santa Iglesia
Hermas, personaje bastante singular, antiguo esclavo griego y hermano del papa Pío I, escribió una de las primigenias obras de la literatura cristiana, llamada El Pastor.
Este libro, muy apreciado —diríamos incluso venerado— por los fieles de los primeros tiempos, está lleno de relatos de experiencias místicas, en una de las cuales se pone de manifiesto la íntima relación entre San Miguel y la Santa Iglesia ya en sus comienzos: «El gran y glorioso ángel es Miguel, que tiene el poder sobre este pueblo y lo gobierna. Es él quien da la ley y la introduce en el corazón de los creyentes».3
Sin duda, el Cuerpo Místico de Cristo necesitaba un guardián poderoso que lo auxiliara a no abandonar la ley divina de cara a las batallas que vendrían. El diablo, movido por su odio implacable contra el cristianismo, no perdería ni un instante y trataría de asfixiarlo en sus primeros años de vida.
En épocas antiguas, la Iglesia se vio obligada a esconderse en las catacumbas; ser cristiano era considerado un crimen abominable. Que lo digan los romanos, que se divertían arrojándoles personas inocentes a las fieras o condenándolas a los más crueles métodos de tortura, mientras una exaltada asamblea se entretenía con ese atroz espectáculo.
Inmersa en tan terrible persecución, era difícil creer que la Iglesia resistiera mucho más tiempo… El diablo ya estaba casi cantando victoria cuando una inesperada intervención angélica vino a frustrar sus planes.
«¡Con este signo vencerás!»
Corría el año 312. El trono del Imperio romano oscilaba entre dos hombres: Constantino y Majencio. Si bien ambos eran paganos, el primero de ellos había nacido de una mujer cristiana: Santa Elena. Éste decidió avanzar contra Roma, para arrebatársela de las manos a su rival.
Tras varios días de marcha forzada, su pequeño ejército de cuarenta mil hombres no se hallaba en unas condiciones muy favorables como para entablar combate contra un adversario numéricamente superior.
Inseguro, el hijo de Elena resolvió buscar ayuda de lo alto: le rezó al Dios de su madre. Al terminar su plegaria, divisó en el cielo una inmensa cruz luminosa y sobre ella una frase en griego que decía: «Con este signo vencerás». A la noche siguiente, la visión se repitió en sueños y Constantino, al darse cuenta de que se trataba de un acontecimiento sobrenatural, ordenó que hicieran un estandarte en forma de cruz para que liderara las filas de su ejército.
La batalla tuvo lugar el 28 de octubre y, pese a las negativas previsiones, Constantino aplastó a las tropas de Majencio.
Un año más tarde, en el 313, como muestra de agradecimiento por la milagrosa victoria, el soberano firmaba el Edicto de Milán, mediante el cual se acababa con las persecuciones contra la Iglesia y se concedía la libertad de culto a los cristianos. Finalmente, la religión verdadera podía respirar un aire distinto al de las catacumbas.
Pero no fue hasta el año 314 cuando Constantino entendió completamente la causa de su éxito. En un sueño se le apareció un hombre envuelto en luz, diciéndole: «Soy el arcángel Miguel, jefe de la milicia celestial, el protector de la fe de los cristianos. Fui yo quien, mientras tú luchabas contra los impíos tiranos, hice victoriosas tus armas».4
Una mujer vestida del sol
Incontables son los ejemplos de la infalible acción del arcángel a lo largo de la Historia, mas es imposible enumerarlos todos. Afortunadamente, el Espíritu Santo nos ha dejado un compendio admirable al respecto, en una escena descrita en el Libro del Apocalipsis.
Al principio del capítulo doce, San Juan relata una visión grandiosa: aparece en el firmamento una mujer vestida del sol, coronada con doce estrellas y la luna bajo sus pies. Está encinta y gime con dolores de parto. Entonces surge otro gran signo: un dragón, color de fuego, que se pone delante de la mujer, con el fin de devorar a su hijo tan pronto como lo diera a luz. Ella huye al desierto, donde Dios le había preparado un refugio. Inmediatamente a esta descripción, el apóstol virgen añade: «Y hubo un combate en el Cielo: Miguel y sus ángeles combatieron contra el dragón, y el dragón combatió, él y sus ángeles. Y no prevaleció y no quedó lugar para ellos en el Cielo» (12, 7-8).
Escenas muy enigmáticas —como, por cierto, lo es todo el Libro del Apocalipsis—, aunque llama la atención el hecho de que San Juan las narre juntas. El dragón que persigue a la mujer es el mismo que fue derrotado por San Miguel y la lucha entre ambos es por ella: uno la ataca, otro la defiende.
¿Quién será esa mujer misteriosa? ¿La propia Virgen María? Así lo afirman muchos; es una interpretación tradicional y bellísima, pero no la única. Algunos Padres de la Iglesia y escritores eclesiásticos hallaron razones para agregar otra explicación: la que identifica a la mujer con la Santa Iglesia.5
Así como la dama del Apocalipsis fue perseguida por el dragón, la Iglesia es atacada por el diablo y sus secuaces. Y de la misma manera que San Miguel derrotó al monstruo que amenazaba a la mujer, también demuestra un celo extremo en cuanto a la protección de la Esposa Mística de Cristo, sobre todo en los momentos de mayor peligro.
Victoria final de San Miguel
¿Cuándo será la última batalla? ¿Cómo será ese feliz día, cuando el dragón sea arrojado definitivamente al abismo?
Acerca del cuándo, no hay nada que decir; el futuro le pertenece a Dios… Pero sobre el cómo, muchas revelaciones privadas nos proporcionan alguna idea.
Al respecto, es bastante esclarecedor lo que afirma la Beata Ana Catalina Emmerick, gran mística del siglo XIX. De entre los velos simbólicos de los que la narración está llena, podemos discernir algunos contornos de lo que será el embate postrero:
«He visto nuevamente la iglesia de San Pedro con su gran cúpula. Sobre ella resplandecía el arcángel San Miguel, vestido de color rojo, teniendo una gran bandera de combate en las manos. La tierra era un inmenso campo de batalla. […] La iglesia era de color sangriento, como el vestido del arcángel. Oí que me decían: “Tendrá un bautismo de sangre”. Cuanto más se prolongaba el combate, más se apagaba el vivo color rojo de la iglesia y se volvía más transparente».6
Casi tres años después, Ana Catalina Emmerick anotaría una nueva revelación, en la que da más detalles sobre esa purificación de la Iglesia en plena refriega:
«He visto la iglesia de San Pedro del todo destruida, excepto el coro y el altar mayor. San Miguel, armado y ceñido, descendió a la iglesia, y con su espada impidió que entraran en ella muchos malos pastores, y los impelió hacia un ángulo oscuro. […] Todo lo que había sido destruido en la iglesia fue reconstruido en pocos momentos, de suerte que pudiera celebrarse el culto divino. Vinieron sacerdotes y legos de todo el mundo trayendo piedras para reedificar los muros, ya que los cimientos no habían podido ser destruidos por los demoledores».7
En la época de las persecuciones romanas, los enemigos de la Santa Iglesia buscaron destruirla por la fuerza, las armas y la persecución abierta. En nuestros días, sin embargo, sus métodos parecen más inteligentes: como saben que no conseguirán matarla, tratan de desfigurarla tanto como pueden.
Pero ella nada ha de temer, pues a su lado está aquel cuya simple presencia llena de pavor a los enemigos del Altísimo. El arcángel San Miguel, que venció al diablo en el prœlium magnum del Cielo y supo derrotarlo innumerables veces en la tierra, proveerá también la victoria final. ◊
Extraído de la revista Heraldos del Evangelio, #230.
1 Cf. MAYNARD, Michel-Ulysse. La Sainte Vierge. Paris: Firmin-Didot, 1877, p. 352.
2 Cf. SAN AGUSTÍN. De civitate Dei. L. XI, c. 19. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, t. XVI, p. 746; SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 63, a. 5, ad 2.
3 HERMAS. Le Pasteur, c. 69, n.º 3: SC 53, 266-269.
4 BERNET, Anne. Enquête sur les anges. Paris: Perrin, 1997, p. 137. Quizá fuera ése el motivo que llevó al emperador a edificar, en Constantinopla, el santuario más antiguo dedicado a San Miguel, además de consagrar todo el imperio al arcángel.
5 Cf. BARTINA, SJ, Sebastián. Apocalipsis de San Juan. In: NICOLAU, SJ, Miguel et al. La Sagrada Escritura. Nuevo Testamento. Madrid: BAC, 1962, t. III, pp. 711-713.
6 BEATA ANA CATALINA EMMERICK. Visiones y revelaciones completas. Quito-Miami: Jesús de la Misericordia; FVT, 2011, t. III, p. 611.
7 Ídem, p. 615.