Las Apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe – Primera gran señal para el continente del futuro

Desde la perspectiva de la Historia, las apariciones de la Virgen de Guadalupe se delinean como el primer gran signo de Dios para un continente llamado a tener un futuro grandioso, cuando aún despertaba a las verdades de la fe.

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¡Con cuántos misterios y “milagros” nos encontramos en la contemplación de la naturaleza! ¡Y cómo estos patentizan la limitación de la humana ciencia, haciendo que nos reconozcamos contingentes!

En el magistral y casi infinito libro del universo es posible leer, cada día, toda clase de señales, lecciones y secretos. Sin embargo, raramente el hombre de hoy se pregunta quién ha sido el “Genio” que concibió y ejecutó una obra tan perfecta y grandiosa.

Y las leyes que rigen el orden del universo continúan desempeñando su labor de servicio a la vida, aun cuando no son reconocidos los derechos de su Artífice… La Tierra prosigue su peregrinación con relación al Sol, en una cadencia que marca para el hombre los días y los años; la vegetación está siempre creciendo y produciendo sus frutos; felinos, aves, peces y demás animales son compelidos a seguir sus instintos, sin omitir o cambiar nada…

Miles de ejemplos de todo orden podrían ser dados. A la vista de ellos, algunos pensarían en extrañas “coincidencias” que nos permiten existir… Pero si todo fuera resultado del “acaso”, al ver la perfección del universo, ¿no debería el “acaso” ser aclamado “dios” o al menos el mayor “genio” de la Historia?

Signos de la voluntad de Dios

Sin duda es posible percibir en las señales de la naturaleza la mano de su divino Autor. Hay algo, no obstante, aún más importante. Dios nos creó por bondad y desea manifestarla a los hombres por medio de los “signos de los tiempos” (Mt 16,4). Para ello reservó bellísimas páginas de la Historia en las cuales supera sus “milagros” naturales con la operación de milagros sobrenaturales, que le permiten al hombre escrutar y discernir la voluntad divina.

¿Qué son las Sagradas Escrituras, sino una inmensa colección de muestras de este modo de actuar? ¡Cuántos episodios nos traen sobre la intervención de Dios en acontecimientos portentosos! Milagros en el mar, en la naturaleza animal y vegetal, en el cuerpo humano, como curaciones y resurrecciones; milagros presencia-dos por multitudes o efectuados en la soledad… Todos ellos son señales de lo alto, que encuentran su plenitud en Jesucristo, de quien brotó una fuente inagotable de pruebas de amor di-vino: la Santa Iglesia Católica, arca de los signos de la Nueva Alianza de Dios con la humanidad.

Es por medio de esa sagrada e inmortal perspectiva que invito al lector a contemplar la primera gran señal dada por Dios al continente americano, cuando, nimbado de promesas, empezaba a abrirse a la acción evangelizadora de la Iglesia: las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe.

La fe, la Historia y la propia ciencia nos ayudarán a penetrar en los ricos significados de este signo de los tiempos, a través del cual María Santísima nos revela aspectos maravillosos, hasta entonces incógnitos, de su maternal misericordia.

Sentimientos opuestos en cara al Nuevo Mundo

Imagen original de Nuestra Señora de Guadalupe,
fotografiada en octubre de 2017 – Basílica de Santa
María de Guadalupe, México

Mal comenzaba el siglo XVI, y la Iglesia sufría heridas dolorosas en el Viejo Continente. La herejía luterana había roto la unidad de la fe en los reinos germánicos, arrastrando atrás de sí a gran número de adeptos. Inglaterra capitulaba a los anhelos de Enrique VIII, el cual pasó a tener el control de la Iglesia, dispensando al Papa. Por su parte, Zwinglio daba continuidad en Suiza a las ideas luteranas. En Francia, Calvino iniciaba similar intento de sedición religiosa… Se desarrollaba la primera etapa de un largo proceso de disgregación del Cuerpo Místico de Cristo, ante el cual el Concilio de Trento reaccionó usando medios inusitados en toda la vida pastoral y teológica de la Iglesia.

En el Nuevo Continente, en ultramar, los descubrimientos de Colón, ampliados por continuas expediciones marítimas, despertaban en muchos corazones dos sentimientos opuestos: la esperanza y la perplejidad. Esperanza ante un mundo desconocido y prometedor que se abría para el Reino de Dios; perplejidad ante la realidad del tipo humano indígena, la mayo-ría de las veces entregado a una vida salvaje, durante incontables generaciones, capaz de familiarizarse con atrocidades innombrables.

La idolatría reinaba entre los amerindios, ¡y no cualquiera! La exacerbación del odio, de la venganza y de la rivalidad se diseminaba en las mentes y se externaba en tótems y divinidades hambrientas de sacrificios humanos. A esto se sumaba la devastación moral, el robo, la guerra ininterrumpida y otras tantas tendencias que llevan a pensar: ¿qué era personificado en los ídolos precolombinos? ¿Quién se lucraba a raíz de tales desvíos? Ta-maña red de creencias sanguinolentas y antropofágicas, extendida por las vastedades americanas, podría ser comparada a un gran cuerpo idolátrico que alimentaba a sus miembros con excesos pecaminosos.1

No es de extrañar, por tanto, que un celebrado escritor mexicano haya resumido la triste situación religiosa y social de su país en esta corta frase, que podría retratar el drama del continente americano: “Un infierno y no otra cosa era el país que habitaban nuestros antepasados”.2

La llegada de los Españoles a México

Un cuadro pintado con tales tonalidades fue el que encontraron los españoles que, el 22 de abril de 1519, desembarcaron en el territorio del Imperio mexica o azteca, cuya capital era la imponente ciudad de Mexihco-Tenochtitlán, en la época con “cerca de 250000 habitantes”.3

El capitán de la expedición, Hernán Cortés, había hecho que toda su tropa rezara el Rosario de rodillas en la arena de la playa de San Juan de Ulúa, pues profesaba una gran devoción a María, como lo atestigua el hecho de que siempre avanzaba bajo los auspicios de un bello estandarte en el que figuraba la Santísima Virgen con las manos puestas, cabeza coronada, aureolada con doce estrellas, vestida con una túnica rojiza y un manto azul.

El desembarque de los hombres blancos en el litoral mexicano —vestidos de negro en aquella ocasión por ser Viernes Santo— fue asociado inmediatamente al cumplimiento de ciertas profecías legadas por los ancestros de los nativos, a los que anunciaban el retorno de Quetzalcóatl, un dios que en tiempos remotos se había ido mar adentro, prometiendo regresar para asumir el reino.

Muchas eran las coincidencias de esa tradición con la llegada de los españoles: sus misteriosas “casas flotantes” arribaron justamente el día en que los aztecas conmemoraban la fiesta de Quetzalcóatl, que también se vestía de negro y no aceptaba servirse de carne humana. Por eso los descubridores fueron recibidos como verdaderos embajadores de aquella divinidad, más por miedo que por reverencia.

Se abre una nueva etapa en la Historia

Pasado un tiempo, sin embargo, circunstancias imprevistas revirtieron la situación… De la noche a la mañana los aztecas se volvieron hostiles, obligando a los españoles a retroceder hasta las ciudades indígenas aliadas, donde se recuperaron del golpe e intentaron equilibrar la desproporción numérica de los contendientes.

En aquella coyuntura, un “arma” desconocida por los aztecas y tenida por ellos como la venganza de Quetzalcóatl atacó fortuitamente la Ciudad de México: una epidemia de viruela diezmó sin piedad la población, dejando tan solo a una minoría más muerta que viva. Los españoles aprovecharon la ocasión para cercar la inmensa capital, ayudados por las tribus amigas, y consiguieron tomar la ciudad, dos años después de haber pisado por primera vez en territorio azteca. Se libró un gran choque que vino a encerrar la historia del imperio y consolidar la nueva etapa que se abría: la unión entre el europeo y el nativo americano.

La Iglesia no podía permanecer ajena al bien de las almas. Comenzaba, pues, la difícil misión de catequizar a un pueblo salvaje, tan rudo que hubo quien llegara a cuestionar la existencia del alma en los amerindios… En la distante capital de la cristiandad, el Santo Padre no cesaba de advertir sobre la urgente necesidad de llevar a la pila bautismal a esos “pobres, lisiados, ciegos y cojos” de la parábola evangélica, llamados por el Señor al banquete de la fe en lugar de los convidados que lo rechazaron (cf.Lc 14, 16-24).

Decenas de misioneros, pertenecientes sobre todo a las órdenes religiosas, se lanzaron a una empresa más ardua que la de dominar por la fuerza de las armas: conquistar para Cristo el corazón de los indígenas. Pero no estaban solos… Como se verá luego, la propia Madre de Dios había asumido para sí esa tarea. Y la primera intervención visible de Ella, reconocida por la Iglesia, fue precisamente la aparición de Guadalupe.

Una resplandeciente Doncella

Cuauhtlatoatzin —“el águila que habla”, en lengua náhuatl— era el nombre de un indígena nacido en 1474, en la ciudad de Cuauhtitlán, aliada de los españoles en la lucha contra los aztecas y localizada a 20 km de la capital. Se casó con una nativa de nombre Malintzin y, en 1524, con el santo Bautismo recibía el nombre cristiano de Juan Diego, y ella, el de María Lucía. Tenía 57 años, y era ya viudo, cuando se dio el gran acontecimiento de su vida, en la aurora de un sábado, el 9 de diciembre de 1531.

Caminaba presuroso hacia Ciudad de México para instruirse en la doctrina católica y asistir a la Santa Misa, cuando, al pasar por el cerro del Tepeyac, oyó hermosos cantos de pájaros, como preludio de una voz arrebatadora que lo llamaba con ternura: “Juanito, Juan Dieguito”.4 Lejos de tener miedo e intentar esconderse, sintió su inocente corazón rebosar de alegría y subió a lo alto de la colina en busca del origen de aquella voz.

Relata el Nican Mopohua5 que se encontró con una Doncella resplandeciente como el sol, de pie sobre rocas relucientes como joyas preciosas. La tierra presentaba los colores del arcoíris y en la vegetación brillaban las tonalidades del jade, del oro y de la turquesa. Era la Virgen Madre de Dios la que llamaba a su lado a su humilde siervo, a fin de incumbirle la misión de comunicar al obispo de México su deseo de que en aquel lugar fuera construida una “casita sagrada”,6 pues quería erigir allí un pedestal para glorificar a su dilectísimo Hijo.

Fray Zumárraga exige una señal

Juan Diego compareció ante fray Juan de Zumárraga, sacerdote franciscano que ya había sido nombrado obispo, aunque todavía no había recibido la ordenación episcopal, a quien le expuso todo lo que Nuestra Señora le había revelado. El prelado no le dio atención aquel día…

Desolado, regresó al Tepeyac para manifestarle a la Madre celestial su incapacidad de desempeñar la misión que le había confiado. No obstante, la Santísima Virgen lo animó a que volviera a la presencia del obispo y le presentara nuevamente el pedido del Cielo.

Al día siguiente, domingo, Juan Diego le transmitió una vez más a fray Zumárraga el mensaje. Este se quedó impresionado con la insistencia, la coherencia y los detalles del relato de las apariciones, pero no se dejó convencer: exigió una señal que le confirmara su autenticidad. El enviado de María asintió sin dificultad y le preguntó qué deseaba. Un tanto inseguro ante la tranquilidad del indígena, fray Zumárraga lo despidió sumariamente.

Juan Diego regresó al Tepeyac y le comunicó a la Señora la exigencia de la autoridad eclesiástica. Ella le respondió:

—Bien está hijito mío. Volverás mañana a la ciudad para que le lleves al obispo la señal que te ha pedido. Estaré aquí esperando.

Las órdenes religiosas evangelizando América
Antigua Basílica de Guadalupe, México

Dos misiones que se completan

Al entrar en su casa, Juan Diego encuentra a su tío Juan Bernardino gravemente enfermo, atacado por una dolencia súbita, y pasa todo el día cuidando del único pariente que le quedaba y que le había protegido desde pequeño, haciendo las veces de sus fallecidos padres. Sin embargo, todos sus esfuerzos para llevarlo a recuperar la salud se mostraban inútiles. En la madrugada del martes salía en busca de un sacerdote para que le administrara los últimos sacramentos.

Dos misiones bastante diferentes marcaban el viaje: recoger la señal celestial de una historia que estaba iniciándose y socorrer en sus postreros momentos a un hombre que agonizaba. Desde este prisma, Juan Bernardino bien podría personificar un continente que fenecía en las tinieblas del pecado, sin los medios humanos de salvación, pero al que le estaba siendo dado, con el luminoso auxilio de la Virgen Santísima, una señal para salvarse, con vistas a un futuro marcado por la fe.

De camino a la ciudad, Juan Diego evitó pasar por el lugar en donde tres veces había visto a la Virgen, receloso de no tener tiempo suficiente para ejecutar las dos tareas. Tomó un atajo, decidido a subir al Tepeyac solo por la tarde. Perturbado por el dolor y por el drama, no pensó en la idea de pedirle un milagro…

Ella, no obstante, conociendo las desviaciones de la vida humana, se le apareció en el trayecto del camino y le preguntó a dónde se dirigía. Juan Diego cayó de rodillas, la saludó cariñosamente y le expuso la amarga situación que le estaba impidiendo cumplir el celestial designio, a lo que replicó la bondadosa Dama:

—Escucha y grábalo en tu corazón, oh el menor de mis hijos: que nada te espante ni te aflija; que no se perturbe tu corazón; no temas esta ni ninguna otra enfermedad o angustia. ¿No estoy yo aquí, tu Madre? ¿No estás bajo mi protección? ¿No soy la fuente de tu alegría? ¿No descansas feliz en mis brazos? ¿Acaso tienes necesidad de alguna otra cosa? No te aflijas por la enfermedad de tu tío, no morirá. No lo dudes, él ya está curado.

Milagros ricos en significado

En aquel instante, como después se supo, se le apareció también a su tío y lo curó. Entonces mandó a Juan Diego a que fuera a lo alto del cerro a recoger varias flores que encontraría allí y las trajera a su presencia. Al llegar, vio estupefacto gran variedad de perfumadas rosas de Castilla, fuera de temporada; se apresuró a coger-las, las envolvió en su rústica tilma7 y se las llevó a Nuestra Señora. Esta las recolocó ordenadamente en el capote del buen indio, que marchó enseguida a entregárselas al obispo.

Tras larga espera, fue finalmente recibido por fray Zumárraga. Entonces pudo relatar todo lo sucedido y darle la señal enviada por María. Abrió la tilma, de la cual cayeron rosas en profusión, y floreció un milagro más estupendo: manos invisibles habían estampado en ella la imagen de la Santísima Virgen, tal como se presentó aquel día en el Tepeyac y que en la actualidad puede ser venerada en la basílica de Guadalupe.

Juan Bernardino aguardaba en casa el regreso de su sobrino, para contarle que la esplendorosa Señora también se le había aparecido a él, llevándole la tan anhelada curación y revelando el nombre por el cual deseaba ser venerada: “La perfecta Virgen Santa María de Guadalupe”.8

Se producían, así, dos milagros complementarios y muy ricos en significado. En aquel contexto histórico, el restablecimiento de la salud del venerable anciano representaba la curación de la humanidad y un radical cambio en la historia del continente. La imagen milagrosamente estampada en la tilma indicaba que María entraba de cuerpo entero, de forma mística, en la evangelización de las Américas, mereciendo ser proclamada por los Papas, ya en pleno siglo XX, Emperatriz y Patrona de ese Nuevo Continente.9

Señal de alianza perenne con su pueblo

Notable es el hecho de haber sido dado una señal solo en la última aparición, como también ocurriría siglos más tarde en Fátima. Y no se trata únicamente de un milagro para confirmar circunstancias momentáneas. La imagen de la Virgen, grabada en un áspero y frágil tejido, permanecería incólume con el paso del tiempo, evo-cando las características de la Mujer descrita en el Apocalipsis (cf. Ap 12, 1-2) y prometida, aun en el paraíso terrenal, a la humanidad peca-dora (cf. Gén 3, 15).

Al mirar la tilma guadalupana nos acordamos del Santo Sudario de Turín, semejante a ella en cuanto a la inexplicable grabación de la imagen en los tejidos, así como también en cuanto a su conservación en el transcurso de los siglos, sirviendo de estímulo permanente para la fe de aquellos que los contemplan.

La veneradísima imagen de Guadalupe es, sin embargo, un signo cuajado de otros signos. El tejido de la tilma está hecho de una fibra vegetal llamada ixtle, que se deshace en menos de veinte años. Fieles réplicas confeccionadas con el mismo tipo de tejido no duraron ni siquiera una década… Ahora bien, aquella tilma se mantiene inalterada desde hace casi cinco siglos, a pesar de haber permanecido sin vidrio de protección durante más de cien años, en un ambiente húmedo y salitroso, expuesta al humo y al calor de miles de velas.

A esta señal de la perenne alianza establecida por Nuestra Señora con su pueblo se añaden otros dos hechos milagrosos: en 1785 fue derramado sobre el borde del manto, accidentalmente, un líquido corrosivo que tan solo manchó las fibras, sin destruir nada. Y en 1921 explotó a los pies de la imagen una bomba que reventó vidrieras, retorció candelabros y un crucifijo de bronce, afectando incluso a casas vecinas, ¡pero el tejido permaneció intacto!10

La propia existencia de la imagen grabada en la tilma es un portento continuo, señal de la permanencia de María entre sus hijos. Según estudios realizados por técnicos altamente especializados, “no se encontraron elementos colorantes conocidos en las fibras […]. No existen colorantes de tipo mineral ni vegetal ni animal, podríamos decir que es una pintura sin tinta […]. Estaríamos entonces ante una aparición continua de la Santísima Virgen”.11

Unión entre el Cielo y la tierra

Las estrellas del manto y los arabescos del vestido no son simples adornos. Según Mons. Eduardo Chávez Sánchez, uno de los mayores especialistas en el tema, se trata de un verdadero códice de signos que los indios sabían leer.

El manto azul representa el cielo, y las cuarenta y seis estrellas estampadas en él “coinciden sorprendentemente con las constelaciones del cielo de aquel 12 de diciembre de 1531”.12 La tonalidad rosa-aurora de la túnica y las flores que la ornan evocan la tierra a la salida del sol. Los estampados del vestido, cuya hoja principal recuerda la forma del corazón y cuyos tallos se asemejan a venas enraizadas en el manto, configuran un cuerpo de corazones vueltos hacia lo alto que, estando en la tierra, reciben la sangre del Cielo.13

En la túnica de la Madre de Dios, a la altura del vientre, se ve un jazmín de cuatro pétalos. Los aztecas lo denominaban nahui ollin, que significa plenitud. La presencia de este símbolo, unido a la cinta oscura que ciñe la túnica de la Virgen, indican que estaba embarazada, presta a dar a luz la plenitud de su amor, o sea, el fruto de sus entrañas. Esto permite venerarla como Nuestra Señora de la Visitación, pues, así como Ella fue al encuentro de su prima cuando estaba gestando al Hijo prometido, también bajó del Cielo al Nuevo Mundo trayendo en su seno al Hijo de la promesa: Jesucristo.14

A los pies de la Virgen aparece una figura humana dotada de alas, cuya forma anatómica es idéntica a las del águila. Sus rasgos fisonómicos llaman la atención, porque el rostro refleja la inocencia del infante, pero el modo como el cabello está cortado y se implanta en la cabeza, con discretas entradas en el área frontal, evoca la madurez de un sabio adulto. Su edad indeterminada y la actitud de sus manos simbolizan la unión de la tierra con el Cielo, del tiempo con la eternidad, ya que con una mano toma la extremidad de la túnica y con la otra, la del manto. Es, al mismo tiempo, eslabón y mensajero.15

“Todo está unido: el Cielo y la tierra están hermanados; el Sol, la Luna y las estrellas ya no están en conflicto, o en guerra cósmica, ahora están en armonía cubriendo la figura de María”,16 interpreta Mons. Chávez Sánchez.

La imagen de Nuestra Señora de Guadalupe estampada en la tilma de Juan Diego, por
Juan Correa – Museo Nacional de Escultura, Valladolid (España)

Admirable y suprema señal

Para los hombres del siglo XX, sin embargo, la Virgen había reservado una magnífica e incontestable señal en los ojos de la figura de la tilma de San Juan Diego, puesto que allí se encuentran aspectos inexplicables para la ciencia. En ellos existe la presencia de diversas imágenes ópticas, y el iris, al ser iluminado, se vuelve “brillante y los reflejos luminosos contrastan con mayor claridad, fenómeno que se puede percibir sin necesidad de aparatos, y que induce al observador a pensar que se trata de un ojo humano in vivo”.17

Los ojos de Nuestra Señora de Guadalupe vienen siendo analizados desde hace décadas por especialistas, los cuales se encuentran con el hecho de que presentan profundidad ocular idéntica a la del ser humano, capaz de reflejar imágenes de dos tipos: las que pueden ser vistas con un oftalmoscopio y las que solo aparecen por medio de ampliaciones electrónicas de hasta 2000 veces.

En la mirada de María está inexplicablemente impresa la escena del momento en que Juan Diego abrió su tilma para dejar caer las rosas: en ella los técnicos identificaron los diversos personajes presentes. ¿Cómo se conseguiría, aun con las avanzadas técnicas actuales, pintar más de diez personas en tan minúscula área y en un tejido tan rudo?

Para Dios, no obstante, nada es imposible. Y todos los detalles aquí comentados revelan que Él es el insuperable Autor de la figura de la Virgen de Guadalupe, en cuyos ojos está presente también lo que, a nuestro ver, sería la admirable y suprema señal: San Juan Diego contempla extasiado a su Emperatriz, con la misma mirada inocente de tantos santos que vendrían a florecer en América a lo largo de los siglos.

¿Cuáles habrán sido sus pensamientos durante los últimos años de su vida, al recogerse en una ermita en lo alto del Tepeyac? Tal vez se pasaría contemplando las maravillas de la gracia que María había prometido derramar sobre aquel continente, que por entonces nacía a la fe, vislumbrando el futuro esplendoroso y mariano que vendría, y para el cual nunca dejó de mirar. 

Extraído de la revista Heraldos del Evangelio, #175.

Notas


1 Cf. SILVA DE CASTRO, Emilio. La Virgen María de Guadalupe. Reina de México y Emperatriz de las Américas. Guadalajara-Jalisco: Procultura Occidental, 1995, p.48-52.

2 TRUEBA, Alfonso. Huichilobos, apud SILVA DE CASTRO, op. cit., p.49.

3 CHÁVEZ SÁNCHEZ, Rómulo Eduardo. Santa María de Guadalupe. Reto para la Historia, la ciencia y la Fe. Ciudad de México: Instituto Superior de Estudios Guadalupanos, 2009, p.142.

4 En la narración original de los hechos, la Virgen le llama Iuantzin Iuan Diegotzin. “Estas palabras se tradujeron siempre como ‘Juanito, Juan Dieguito’, dándoles un sentido conmovedor de afecto y ternura maternal. Pero en náhuatl el término tzin es también una terminación reverencial, es decir, se añade para significar reverencia y respeto” (SILLER ACUÑA, Clodomiro. Anotaciones y comentarios al Nican Mopohua, apud GONZÁLEZ DORADO, SJ, Antonio. Mariología popular latinoamericana. São Paulo: Loyola, 1992, p.47).

5 Nican Mopohua en náhuatl significa “Aquí se cuenta” y es la relación original de los hechos de Guadalupe, escrita hacia 1549 en la ciudad de Tlatelolco, como los antiguos códices aztecas, es decir, en papel de pulpa de agave, en la lengua nativa, pero con caracteres latinos (cf. GONZÁLEZ DORADO, op. cit., p.44). Las citas del informe original utilizadas en este artículo fueron tomadas de la traducción al español del Nican Mopohua realizada por miembros del Instituto Superior de Estudios Guadalupanos, bajo la supervisión de Monseñor Eduardo Chávez Sánchez (cf. ANDERSON, Carl A.; CHÁVEZ SÁNCHEZ, Rómulo Eduardo. Nuestra Señora de Guadalupe. Madre de la civilización del amor. México: Grijalbo, 2009, p.212-225).

6 VALERIANO, Antonio. Nican Mopohua, n.26.

7 La tilma es una prenda indígena de calidad ordinaria y poco duradera, confeccionada con fibras del cactus maguey agave. Los indígenas solían utilizarla como manto.

8 VALERIANO, op. cit., n.208.

9 En 1910, durante el pontificado de San Pío X, fue proclamada “Patrona de toda América Latina” (Congregación ordinaria, 16/8/1910). Pío XI amplió el título, añadiendo Filipinas (cf. Littera apostolica, 16/7/1935). En 1945, Pío XII la declaró “Emperatriz de América” (Alocución en el cincuentenario de la coronación canónica de la Virgen de Guadalupe, 12/10/1945).

10 Cf. CHÁVEZ SÁNCHEZ, op. cit., p.424-426.

11 ROJAS SÁNCHEZ, Mario. Guadalupe. Símbolo y evangelización. 2.ed. México: Othón Corona, 2011, t.I, p.160; 22.

12 CHÁVEZ SÁNCHEZ, op. cit., p.427.

13 Cf. Idem, p.438-441.

14 Cf. CHÁVEZ SÁNCHEZ, op. cit., p.433; ROJAS SÁNCHEZ, op. cit., p.14; ANDERSON; CHÁVEZ, op. cit., p.184.

15 Cf. ROJAS SÁNCHEZ, op. cit., p.9; 11.

16 CHÁVEZ SÁNCHEZ, op. cit., p.433.

17 ANSÓN, Francisco. O mistério de Guadalupe. 2.ed. São Paulo: Quadrante, 1998, p.46.

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