Educadora eximia, madre extremosa

Elevación y dulzura son dos cualidades que según el concepto moderno se excluyen, pues una persona acostumbrada a lo sublime alejaría de sí a los otros, tendiendo a lo severo. Sin embargo, Dña. Lucilia era un ejemplo de lo contrario.

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Ni de lejos las palabras de Dña. Lucilia estaban desprovistas de significado y atracción. Pero, más que por ellas, era especialmente a través de sus actitudes y de su modo de ser que transmitía a los otros, sobre todo a sus hijos, el deseo de hacer el bien y de seguir las vías de la perfección moral. Símbolo vivo de las virtudes que ella practicaba, su presencia impregnaba, intensa pero discretamente, de consuelo, de luz y de paz cualquier ambiente donde se encontrase.

Mirada serena, voz aterciopelada, sonrisa luminosa

Su mirada era serena y de un castaño muy oscuro; la luminosidad de sus ojos poseía una intensidad que cambiaba en función de cuanto quería caracterizar lo que decía. Cuando estaba contenta, por apreciar a la persona a quien se dirigía, su brillo era suave y envolvente. Si las circunstancias exigían posturas serias, relucían de modo profundo, cargado y definido. El movimiento de sus ojos, siempre acompasado, revelaba un interior sin efervescencias, que reflejaba muy bien su templanza.

Quien la conoció jamás olvidará la armoniosa suavidad de su melodiosa voz, modulada conforme el tema y el estado de espíritu de su interlocutor. Las inflexiones eran dulces, variadas y acogedoras.

A veces procuraba dar realce a las palabras moviendo noble y discretamente sus finas y bien proporcionadas manos: dedos largos, piel alba y sedosa como el armiño. Sabía graduar las manifestaciones de bienquerencia de manera eximia. Un simple saludo suyo era rico en significado.

Todos estos aspectos de su personalidad —mirada serena, pequeños gestos, voz de timbre aterciopelado, sonrisa luminosa— manifestaban lo más íntimo de su alma, inundada por la fe, que habitaba siempre en un pináculo de consideraciones y de perspectivas elevadas. Su modo de ser derivaba de esas alturas, confiriéndole una actitud tal que hacía imposible, a quien quiera que fuese, aproximarse de ella sin sentir un gran respeto hacia su persona.

Elevación y rectitud, con mucha dulzura

Era esto lo que encantaba a su hijo, Plinio. Por ejemplo, cuando entraba en el cuarto de ella para darle los buenos días, o las buenas noches, y pedirle su bendición. El aposento era espacioso, de techo alto, y la cama estaba cubierta de un dosel de madera labrada, del que colgaban dos grandes cortinas de encaje que llegaban casi hasta el suelo.

Plinio, siempre habituado a las correlaciones, se daba cuenta de cómo aquel mueble era perfectamente armónico con el alma de su madre, a la cual, por su elevación, le gustaba verse rodeada de un orden digno y bien dispuesto. El inocente niño también discernía la semejanza entre el agrado de su madre por el dosel y el aprecio que tenía por todo orden de cosas basado en principios que, de modo consecuente, bajasen en cascada hasta los últimos y más ínfimos detalles. Por fin, un factor más que llevaba a Dña. Lucilia a estimar la noble cobertura fijada sobre su lecho: se sentía de alguna manera protegida, correspondiendo tal impresión a un trazo de su mentalidad.

Era notable en Dña. Lucilia el hecho de reunir en sí dos cualidades aparentemente opuestas: al lado de la elevación y rectitud —la elevación no es sino una forma excelente de rectitud—, la dulzura. Ella era elevada porque era dulce y dulce porque era elevada. Son dos cualidades que según el concepto moderno se excluyen, pues una persona acostumbrada a lo sublime alejaría de sí a los otros, tendiendo a lo severo y a imponerse sin dulzura. Ella era un ejemplo de lo contrario.

Este excelente conjunto de cualidades podían apreciarlo Rosée y Plinio continuamente en su madre, en todas las circunstancias de la vida cotidiana, así como en los mil y un cuidados que ella les dispensaba con el fin de que tuviesen la mejor educación posible.

Visita a un gran estadista del Imperio

Doña Lucilia, por pertenecer a preclaras estirpes —lo mismo que el Dr. João Paulo, su esposo— siempre que se presentaba una oportunidad adecuada, llamaba la atención de sus hijos sobre el deber de seguir los ejemplos de sus mayores, algunos de los cuales se habían destacado por los relevantes servicios prestados al país. Lo hacía con su amenidad habitual, contándoles innumerables historias de familia que constituían el encanto de los niños y hacían cortas las largas veladas de entonces.

Uno de los más célebres entre éstos era el consejero João Alfredo Corrêa de Oliveira —tío de su esposo— cuyas cualidades de gran estadista de la monarquía lo elevaron a los más altos cargos del Estado.

Habiéndosele presentado a Dña. Lucilia la ocasión de ir con sus hijos a Río de Janeiro, donde vivía el consejero, ya de edad avanzada, no quiso que perdiesen la oportunidad de estar con él personalmente. Tal encuentro —juzgaba ella— perduraría en el recuerdo de los niños para toda la vida, constituyendo un estímulo para seguir la ilustre vía del tío abuelo que habían conocido en la infancia.

La visita transcurrió con gran cordialidad y causó una profunda impresión en la mente de los pequeños.

Encuentros así, revestidos de las formalidades exigidas por la vida social de entonces —restos preciosos de los esplendores de antaño— eran muy frecuentes. Hacían parte de la existencia diaria entre las personas de buena familia, que el parentesco, las uniones matrimoniales y los negocios terminaban por relacionar entre sí.

Los mil y un cuidados dispensados por Dña. Lucilia fueron fundamentales para la recta formación de sus hijos
Plinio y Rosée en París, en 1912

Muy meticulosa en los trajes

Tal vez nos sea difícil evaluar hoy en día la importancia que las personas de aquella época le daban a la manera de vestir. Por ser una sociedad jerarquizada, era normal, e incluso obligatorio, que todos se presentaran condignamente, según su categoría social.

Siempre eximia en todo, Dña. Lucilia se amoldaba a ese deber con amor, tanto en lo que respecta a sí misma como a sus hijos. Tenía una noción clara de cómo este proceder ayudaría a crear a su alrededor un ambiente que invitase a la elevación de espíritu y al rechazo de la vulgaridad.

Además, el age quod agis1 —la regla de todas las obras de Dña. Lucilia— estaba presente en sus pensamientos, palabras y actos, no con ansiedad sino con suave y decidido empeño. Es bajo este prisma como se entiende su cuidado en el bien vestir, a fin de respetar los reflejos de Dios presentes en la dignidad humana, pues aquello que San Pablo afirma de un apóstol se aplica a todas las personas: «Estamos hechos para servir de espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres» (1 Cor 4, 9).

«Asistí muchas veces al final de su tocado —contaba el Dr. Plinio algunos años después del fallecimiento de su querida madre—. Recuerdo haberla visto ya lista, sentada delante del tocador. En cierto momento, se levantaba y se arreglaba un poco. Se colocaba delante de un espejo mayor y se miraba detenidamente, con mucho detalle, pero sin presunción. Sin dejar de prestar atención en lo que hacía, mantenía sus pensamientos en altos pináculos. La miraba y pensaba: “¡Qué perfección!”».

En aquel tiempo en que los mejores trajes nunca se vendían ya hechos, vestir bien constituía, a su manera, un arte que exigía no poco esmero. Dña. Lucilia, imaginativa y con muy buen gusto, escogía los tejidos y diseñaba sus propios vestidos, así como los de Rosée, su hija, inspirándose en modelos franceses. Después llamaba a una costurera para hacer las pruebas, lo que no dejaba de ser un pequeño acontecimiento en la rutina doméstica.

Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
Doña Lucilia. Città del Vaticano-Lima: LEV;
Heraldos del Evangelio, 2013, pp. 169-174.

Notas


1 Del latín: «Haz bien lo que haces».

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