En la comunión, Nuestro Señor Jesucristo entra en contacto con nosotros de un modo muy especial: ¡de alma a alma! Como Padre bondadoso y Médico infinitamente poderoso, quiere perdonarnos y curarnos.
Cuando yo era pequeño, en las clases de catecismo se le preguntaba al niño si creía que Nuestro Señor Jesucristo estaba realmente presente en la Sagrada Eucaristía. Tenía que dar una respuesta que me quedó grabada hasta hoy, muy bonita, como eran las respuestas del catecismo: «Creo que Él está presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad».
Para comulgar bien debemos recordar la siguiente verdad: no vemos a Nuestro Señor Jesucristo, pero Él está presente en la Sagrada Eucaristía, como lo estuvo en la casa de Nazaret, en Betania —con Marta y María—, en los brazos sagrados de la Santísima Virgen o en la cruz.
Y en la comunión, ese mismo Jesús entra en nosotros.
«Caro Christi, caro Mariæ»
¿Cuál es la fuerza de la presencia de Nuestro Señor Jesucristo en nosotros cuando comulgamos?
Imaginemos a Jesús en el seno inmaculado y purísimo de la Virgen María. Al ser Dios, desde el primer instante de su encarnación poseía inteligencia, mantenía comunicación directa, altísima e insondable con la Santísima Trinidad, y recibía continuamente el culto de su Madre, la cual sabía que el Redentor estaba presente en Ella.
Durante los meses de la gestación, Nuestra Señora iba dándole elementos para que su cuerpo fuera constituyéndose y hacía actos de adoración y de amor cada vez más grandes, porque conocía el proceso por el cual Él estaba pasando. La carne y la sangre sagradas de Jesús eran carne y sangre inmaculadas de María Santísima.
«Caro Christi, caro Mariæ», dicen los teólogos: la carne de Jesucristo es la carne de María. La presencia física de Nuestro Señor en el claustro inmaculado de la Santísima Virgen era tan íntima que determinaba como que una interpretación de las almas, así como había una interpretación de los cuerpos. Y eso convertía en extraordinariamente fecunda su presencia, la de Él, para sustentar aún más aquella montaña luminosa y cristalina de santidad que fue Nuestra Señora.
Jesucristo presente en nosotros
Luego, por medio de la analogía de la presencia de Nuestro Señor Jesucristo en el claustro de María Santísima, podemos comprender qué es la presencia eucarística en nosotros.
El Señor entra en nosotros y, mientras las sagradas especies permanecen en nuestro interior sin corromperse por el proceso de la digestión, existe una acción suya sobre todo nuestro ser. Y como estamos compuestos de cuerpo y alma, Él misteriosamente entra en contacto santificante con nuestra alma. ¡Esa es la bienaventuranza extraordinaria que cada uno de nosotros recibe en el momento en el que comulga!
Para que comprendamos esa acción del Señor sobre nosotros durante la comunión, recuerdo un hecho muy bonito, narrado en el Evangelio.
Jesús estaba andando y una mujer enferma que quería ser curada, al ver a aquella muchedumbre de gente en torno al divino Maestro deseosa de oírlo y verlo o de quedar libre de alguna dolencia, se acercó por detrás y le tocó su túnica sagrada. En ese momento, Jesús se volvió y preguntó: «¿Quién me ha tocado?». Dice el Evangelio que Él sintió que una virtud salió de sí y pasó a otra persona (cf. Mc 5, 25-30).
Es decir, Él percibía que una fuerza —en ese caso, evidentemente, se trataba de una fuerza vital— salida de Él y transmitida a aquella mujer la había curado. Ahora bien, si una persona con fe, al tocar su túnica, podía ser curada, ¿qué significa recibirlo entero en nosotros? Es una gracia que no se puede medir.
Contacto de alma a alma
Imaginemos a una persona que va todos los días a casa de otra para conversar. Si fuera alguien distinguido, preclaro, eminente o santo, honrará aquella casa. Sin embargo, mucho más importante que eso será la convivencia de alma a alma establecida entre ambas. En la conversación, alguna cosa del talento, de la nobleza, de la excelencia, de las virtudes o de la santidad del alma del visitante es comunicada al visitado.
En grado inmensamente mayor, la sagrada comunión nos proporciona esos bienes, porque el Señor tiene con nosotros una convivencia mucho más íntima que la de un visitante en nuestra casa. Entrar en nuestro cuerpo y tener allí ese contacto de alma es como que una interpenetración.
El Evangelio nos habla de las varias actitudes de Nuestro Señor. Aquellas que más me tocan son de dos tipos. Una es cuando se dirige al Padre eterno: sus palabras son lindísimas, humildísimas. Él es Dios, pero también hombre. Y si viéramos a un hombre como nosotros rezarle al Padre de ese modo, con esa humildad y, al mismo tiempo, con esa intimidad, nos sentiríamos sumergidos en ese haz de luz, casi que transportados hacia el interior de la Santísima Trinidad.
Para mí, las oraciones de Nuestro Señor son más bonitas que sus sermones y todo lo que hizo. Es natural, pues al hablarle al Padre eterno le diría cosas más bellas que a los hombres, a los cuales les hizo tan admirables revelaciones que hasta el fin del mundo no se habrá acabado de estudiarlas.
Supongamos también que, además de rezar, mirara y le dirigiera palabras a la Virgen —para mí, es la segunda actitud más tocante. La última mirada del Redentor hacia Ella desde lo alto de la cruz, ¡qué cosa maravillosa! Nunca se comprenderá el esplendor de este intercambio de miradas.
Es necesario, por tanto, que consideremos a quién vamos a recibir y el inmenso honor, el beneficio incalculable que nos es concedido por aquel que así entra en nosotros y se digna establecer con nosotros tal unión.
Bondadosa visita
No debemos quedarnos únicamente con la sensación del honor, sino también de la bondad. Nuestro Señor, en la Sagrada Eucaristía, queda horas y horas solo, encerrado en un sagrario, aislado, en una capilla donde solo arde la lámpara del Santísimo Sacramento. A menudo hay gente que pasa por delante de un templo y nadie se detiene a rezar. Y Él está allí, a la espera de que alguien quiera comulgar. El Redentor, pues, se da a cualquiera, entra en su cuerpo y toma contacto con su alma para hacerle bien.
San Pedro dijo con respecto al Señor esta frase que me pareció muy bonita, de una sencillez y profundidad asombrosa: «Pertransivit benefaciendo – Pasó por todas partes haciendo el bien» (Hch 10, 38). A los lugares donde iba, las personas más pecadoras eran recibidas con bondad. Así, durante la comunión debemos tener la confianza de que Él no es un juez severo, sino un padre bondadoso, un médico infinitamente poderoso y deseoso de perdonarnos.
«Madre mía, preparadme para la comunión»
Antes de comulgar, debemos traer esas consideraciones al espíritu, a fin de recibir dignamente al Santísimo Sacramento.
Y actuará de acuerdo con la condición de esclavo de Nuestra Señora, según la espiritualidad de San Luis María Grignion de Montfort, el que se prepare para la comunión en unión con Ella, pidiéndole las gracias necesarias.
Así es como me preparo, diciéndole a la Santísima Virgen: «Madre mía, preparadme para esta comunión, poniéndome en el alma todas las buenas disposiciones, todas las buenas ideas, todos los buenos impulsos, para que tenga presente el inmenso honor que recibiré. Porque rezasteis, vuestro Hijo vendrá a mí».
En unión con Nuestra Señora todo se consigue. ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de la revista «Dr. Plinio».
São Paulo, Año XIII. N.º 144 (mar, 2010); pp. 16-18.
Devoción suprema
La piedad eucarística ocupaba un lugar de primacía en la espiritualidad del Dr. Plinio. Era junto al Santísimo Sacramento y en las cuentas del Rosario donde se encontraba el secreto de ese infatigable luchador de la Santa Iglesia.
uien nunca llegó a tener la oportunidad de acompañar al Dr. Plinio cuando se acercaba al sagrario o al ostensorio no podrá decir que conoció de verdad el amor que tenía para con Nuestro Señor Jesucristo. Eran momentos en los que, invariablemente, su sensibilidad sobrenatural era tocada a fondo por la presencia eucarística.
A respecto de eso comentó en la década de 1990, al salir de una de las casas de su Obra donde había participado en la inauguración de la adoración de las Cuarenta Horas: «Nosotros lo miramos a Él y Él como que nos mira a nosotros. No cabe duda de que nos sentimos vistos por el Santísimo y nos da la impresión de que nos dice: “Yo estoy aquí y, por lo tanto, no temas nada, porque todo tiene arreglo. Yo soy Rey y lo puedo todo, quiero todo lo que sea para tu bien; y todo lo soluciono siempre y cuando confíes en mí”. Así es como interpreto la presencia del Santísimo. ¡Es de una belleza, de una bendición! ¡Es un silencio que habla, algo simplemente maravilloso, incomparable!».
Cuando entraba en iglesias o capillas donde el Santísimo Sacramento estuviera expuesto, tras una profunda reverencia se sentaba e, inmediatamente, clavaba la vista en la Sagrada Forma; y permanecía absorto en oración hasta el punto de casi no pestañear. Si en esas circunstancias había que transmitirle algún recado urgente o hacerle una pregunta rápida, él le hacía un gesto al que se le acercaba y le pedía que esperara un momento. Entonces le atendía, pero sin mover la cabeza ni quitar los ojos siquiera del ostensorio; y respondía en la misma posición, en voz baja y con pocas palabras.
Preguntado en cierta ocasión sobre esta actitud, de la que parecía deducirse una relación de intimidad con nuestro Señor sacramentado más sensible aún que en la propia comunión, el Dr. Plinio lo confirmaba: no recordaba haberse aproximado ni una sola vez al Santísimo para adorarlo sin que hubiera experimentado una atracción irresistible.
La sensibilidad eucarística del Dr. Plinio era tal que llegaba a tener una verdadera intuición de la cercanía del Santísimo Sacramento, lo cual se verificaba con frecuencia durante sus desplazamientos en automóvil. Al pasar por delante de las iglesias era capaz de decir si allí estaba presente nuestro Señor sacramentado o no, y, dependiendo de esto, se quitaba el sombrero en señal de adoración o dejaba de hacerlo.
El enorme respeto que le tributaba a la Eucaristía se reflejaba también en ciertos pormenores relativos a los cuidados que tomaba cuando se preparaba para la comunión, hora sagrada, punto central y momento ápice de su jornada.
Incluso hasta el propio horario elegido para comulgar formaba parte de estos hábitos: después de la siesta, al final del período dedicado a las oraciones; circunstancia en la que se sentía con mejor disposición. Por cierto, él mismo afirmaba que la preparación para el solemne acto de la comunión comenzaba desde por la mañana, al despertarse, y que su recuerdo se prolongaba a lo largo del día: «Una acción tan seria, como es la de recibir a Nuestro Señor Jesucristo en nuestras almas, debe marcarnos el día entero, a la manera de la Primera Comunión, cuya recordación no debería disminuir con el tiempo, sino crecer».
La adoración a la Sagrada Eucaristía era la suprema devoción del Dr. Plinio. ◊
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Extraído, con pequeñas adaptaciones, de: CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio.
«El don de la sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira».
Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2016, v. V, pp. 300-315.
Artículo originalmente publicado en la Revista Heraldos del Evangelio, #203.