Al meditar sobre la relación de María Santísima con su divino Hijo aún niño, vamos a considerar la adoración de la criatura para con su Dios y Creador y, al mismo tiempo, el afecto de aquella Madre celestial para con su Hijo único e incomparable.
La admiración es el fundamento del amor
Como modelo de humildad, Nuestra Señora no se acerca al Niño Jesús sin antes haberle manifestado todo el respeto y toda la admiración que merecía. Sabiendo que su Hijo era, en cuanto criatura, la clave de bóveda de la Creación no podía dejar de colocarse en esa posición humilde ante el Salvador.
La más alta de las criaturas está tan ínfimamente por debajo del Creador que le puede hablar a Nuestro Señor como si fuera la última. Por ejemplo, si alguien pensara que está más cerca del Sol porque mide diez centímetros más que el promedio de las personas nos reiríamos, pues la distancia entre la Tierra y el Sol es tal que cabe preguntarse: ¿qué son diez centímetros en comparación con ella?
Puesto que Dios es infinito, incluso la inmensa distancia que separa a Nuestra Señora de todos nosotros resulta pequeña cuando es comparada con la que la separa a Ella de Nuestro Señor.
Es comprensible, por tanto, la serie de actos de humildad que Ella hacía en presencia del Niño Jesús y que no estaban basados en consideraciones egocéntricas, sino teocéntricas. Nuestra Señora no decía «soy la última de las criaturas», sino que tenía en vista, más que su propia dependencia, la grandeza infinita de Dios. Por eso sus manifestaciones de afecto comenzaban con actos de admiración.
En esto hay una ordenación lógica que merece un rápido comentario. Cuando queremos muchísimo a alguien, hemos de empezar por admirarlo. Porque la admiración es el fundamento del amor verdadero.
La Santísima Virgen tenía ante sí a aquel que, en cuanto hombre, era la más admirable de todas las criaturas; y en cuanto Hombre Dios, hipostáticamente unido a la segunda Persona de la Santísima Trinidad, estaba infinitamente por encima de todo. No hay palabras para expresar la admiración que eso merece, ni para expresar suficientemente el amor así despertado, pues este fluye de la admiración.
Contemplar en el frágil Niño la infinita grandeza de Dios
Evidentemente, las razones que María Santísima tenía para amar a su Hijo recién nacido estaban muy por encima del hecho de que fuera bello y gracioso. Consideraciones así tienen su legítimo papel, pero no es lo principal. Mucha gente imagina que Nuestra Señora miró al Niño Jesús y dijo: «¡Qué muñequito tan lindo!». Algo que no estaría absolutamente a la altura de las circunstancias.
La Madre de Dios conocía, por revelación divina, hecha directamente a Ella, que el Hijo engendrado en Ella era la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Por eso su asombro al contemplarlo por primera vez fue: «Tan flaquito, tan pequeñito, sin embargo, es Dios, en su infinita grandeza y en su admirabilidad inconmensurable. ¡Dios está ahí!».
Su pensamiento subió hasta el Altísimo, considerando lo que Él tiene de grandioso, y después se volvió hacia el Niño. Pudo así medir la distancia que hay entre uno y otro, la profundidad de unión hipostática y la gloria que esa unión hace fluir a torrentes sobre aquel Niño. Sólo después lo analizó con afecto de madre y vio en su mirada el sol de Dios que se reflejaba en Él. Fue entonces cuando entró la ternura materna por su Hijo, tan pequeñito.
Admiración y afecto: dos posiciones de alma correlacionadas
No obstante, la admiración no desaparece en ese momento para dar paso al puro afecto, porque si muriera, el afecto moriría también; al igual que muriendo el afecto, muere también la admiración. Se trata de dos posiciones de alma correlacionadas.
Cuando una buena madre tiene un bebé, ella se enternece con el niño. Pero tendría que haber, aunque sea en su subconsciente, la siguiente idea: «Cuánta grandeza hay en el hecho de que una criatura esté llamada a llevar una vida de larga duración, a cumplir con obligaciones graves, como las de la paternidad o de la maternidad y, sobre todo, los deberes para con Dios: ser buena hija o buen hijo de la Iglesia Católica, dominar las propias pasiones, santificarse, ir al Cielo para toda la eternidad. Este “proyecto de ángel” que aquí se encuentra, ¡qué cosa extraordinaria! Cuán enternecida me quedo viendo algo tan grande contenido en un cuerpo tan pequeño».
Al considerar que aquel es su hijo, entra una ternura muy grande, pero también una gran admiración: «¡Qué magnífico es este misterio por el cual yo, criatura humana, engendré otra criatura humana! ¡Qué cosa enigmática y profunda! Nació de mí, está siendo alimentado por mí, se formó en mi claustro, yo lo liberé para la vida y aquí está tan pequeñito, tan minúsculo… Para que él existiera se llevó a cabo un inmenso misterio».
A éste se le añade otro más: el momento exacto en que Dios, como que inclinándose sobre aquel embrión, «sopla» un alma dándole algo que la madre no engendró ni vino del acto nupcial, sino que fue creado directamente por Dios. ¡Qué cosa magnífica!
La ternura de una madre verdadera, bien orientada para con su hijo, debe estar entrelazada con reflexiones como esta. Ella dio origen a un «otro yo mismo», que es carne de su carne y sangre de su sangre. Sobre ese nuevo ser se posó el divino Espíritu Santo y le infundió un alma. La obra de Dios se sumó a la de ella para dar origen a algo inmensamente más grande.
Con el alma, los horizontes se abren para aquel niño. Horizontes de lucha, de batalla, de abnegación o de alegría y victoria en los días en que se tiene la impresión de estar tocando el Cielo con las manos. Pero también hay horizontes de tristeza, abatimiento, desfallecimiento, que nos llevan a pedirle a Dios gracias para continuar.
Cómo debe una madre mirar a su hijo
Aparece de esta manera otro aspecto del nacimiento de un simple niño.
Según la Iglesia, la vida de toda criatura es comparable a la de un héroe que se prepara con ejercicios para la lucha y después, en la hora de entrar en la arena, se sirve de fricciones, óleos perfumados y cosas del género para poner toda su musculatura en condiciones de enfrentar a las fieras que va a combatir o los otros gladiadores contra los que va a pelear.
Llegado el momento, coge sus armas y escudo y entra en la arena. Quien se hubiera fijado en un héroe de estos esperando en la sala de los gladiadores o de los domadores de fieras y lo viera sentado tranquilo, preparado para la inmensa batalla, no podría dejar de admirarlo.
Ahora bien, un niño que viene al mundo es como ese héroe. Está ante la inminencia de una inmensa batalla. Sea niña o niño, si la madre tiene una verdadera noción de las cosas, le dirá: «¡Batallador! ¡Batalladora! Te admiro porque eres combatiente del buen combate. Tu deber es ese. Cuando recibas el Bautismo la gracia te llamará. Y a partir de ese momento comenzará en ti una vida sobrenatural similar al fuego que alguien prende en una vela».
El niño es para la madre como una vela por encender. Ella misma va a llevarla hasta el sacerdote que hará brillar en su alma la luz de la gracia, participación creada en la vida de Dios. Ella mira y dice: «¿Con cuánta fuerza arderá esta alma? ¿Qué bien hará? ¿Cuánta gloria dará a Dios?».
Llevando la meditación hasta el extremo
Así es como una verdadera madre debe mirar a su hijo. Pero si ella tiene el valor de llevar sus raciocinios hasta el final, no podrá dejar de pensar: «¿Será que algún día este niño ofenderá a Dios? ¿Llegará a abusar de la paciencia divina? ¿Acaso no descargará Dios sobre esa persona su cólera e irá al Infierno? A mí, como madre, que le preparé una cuna tan delicada, tan esplendorosa, ¡cómo me duele pensar que puede ser condenado a las penas del Infierno y este muñequito que ahora llora blasfeme contra Dios por toda la eternidad! Y si yo me salvo, veré desde lo alto del Cielo a este niñito, ya adulto, blasfemando contra Dios por toda la eternidad. Y diré: “¡Dios mío! ¿No habría sido mejor que no hubiera nacido?”».
Sin embargo, si ella fuera una verdadera madre, porque ante todo supo ser una verdadera hija de Dios, pensará de otra manera: «Si ocurriera que este hijo mío, a pesar de haber rezado por él como Santa Mónica rezó por San Agustín, se resiste a la acción de la gracia y fuera precipitado en el Infierno, ¡oh, Dios!, ¡qué horrible destino! Pero, si ha merecido vuestra cólera eterna, yo, Dios mío, no me desvincularé de Vos: si Vos lo odiares, yo lo odiaré también. Y cuando él blasfeme contra Vos en el Infierno y os maldiga, desde ahora mismo uno mi maldición de madre a la vuestra. Si él fuera vuestro enemigo, me tendrá a mí, su madre, como enemiga también».
Esa sería la meditación de una madre llevada hasta el extremo.
Inefable convivencia entra Madre e Hijo
Pero, volviendo a la convivencia entre la Santísima Virgen y su divino Hijo, consideremos lo que pasó durante los treinta años en que Jesús estuvo recogido en la casa de Nazaret.
Allí Jesús asistió a la muerte de San José —proclamado, con mucho tacto y acierto, por la Iglesia, como Patrón de la Buena Muerte, pues no se puede morir en mejores condiciones que asistido por Nuestra Señora y por el propio Jesús— y auxilió como hijo a su madre que había quedado viuda.
Podemos imaginar las conversaciones entre ambos cuando ya de noche, terminada la cena, estando solos, se miraban y se querían bien, disfrutando de la enorme felicidad de estar juntos, charlar, intercambiar pensamientos, etc.
Nuestra Señora, meditando en lo que ocurriría en el futuro, debía pensar incluso en el momento en que los ángeles trasladarían por los aires aquella casa santa de Nazaret para que no cayera en las manos de los mahometanos.
Sabía que sería puesta en un lugar llamado Loreto, y que un número incontable de peregrinos irían allí, probablemente hasta el fin del mundo, a venerar las paredes santas entre las cuales resonaron aquellas conversaciones. Allí se oyeron las risas cándidas y cristalinas del Niño Jesús, resonó la voz grave, paterna y afectuosa de San José y de la Virgen Madre, modulada casi al infinito, como un órgano, expresando adoración, veneración y ternura en todos los grados y modalidades.
María Santísima pensaba en la vida pública de Nuestro Señor, en los milagros que practicaría, en las almas que atraería y cómo todo eso resultaría en el rechazo de los judíos y en la traición de Judas.
Después de Pentecostés, se dio la expansión de la Iglesia por toda la cuenca mediterránea. Veía, sin duda, los lugares ignotos por donde caminarían los Apóstoles, llenando la tierra con su presencia, la liberación de la Iglesia por Constantino, el brillo que alcanzó en la faz de la tierra, la invasión de los bárbaros… Más tarde, San Benito se apartaría del lodazal que era Roma en su época y huiría a Subiaco, donde empieza una vida espiritual de la cual nacerá la Edad Media.
Vendrá la cristiandad, pero comenzará la Revolución: el Renacimiento, el humanismo, el protestantismo, la Revolución francesa, la Revolución comunista… En todo esto, sin duda, pensaba; y sobre todas estas cosas también nosotros debemos reflexionar cuando estemos a los pies del belén o contemplando una imagen de Jesús niño. Él es la piedra de escándalo que divide la Historia por la mitad. ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones,
de la revista «Dr. Plinio». São Paulo.
Año XIX. N.º 214 (ene, 2016); pp. 12-17.
Originalmente publicado en la revista Heraldos del Evangelio, #210.