Qué interesante sería si hubiera un libro titulado: La teología del llanto, en el que pudiéramos estudiar en profundidad lo que verdaderamente hay detrás de las lágrimas del hombre, expresión física de los sentimientos de su alma.
En efecto, existen tantos tipos de lágrimas como distintas son las situaciones de la vida. A lo largo de la historia, cuántos llantos no ha habido, cada cual con sus matices, su simbolismo, sus misterios…
Lágrimas para cada tiempo y lugar
Hay quien llora de dolor, de nostalgia, de odio, de miedo. Hay ocasiones en que la angustia o la tristeza, la satisfacción o la alegría extrema se transforman en lágrimas. Incluso hay llantos que expresan ideales realizados o sueños que nunca se cumplirán. ¿Qué decir de las lágrimas de arrepentimiento? Sólo quien ya las ha derramado a la sombra de una gran misericordia, mediante un perdón concedido, será capaz de describirlo. Recordemos, por ejemplo, la admirable escena de María Magdalena lavando con sus lágrimas los pies del divino Maestro (cf. Lc 7, 38). Existen, por tanto, momentos en los que es hermoso llorar.
Hasta el Señor lloró durante su vida terrena, y María Santísima unió a los sufrimientos del Salvador sus lágrimas de Corredentora del género humano. ¿Qué podríamos considerar de más elevado?
El Hombre-Dios lloró la pérdida de su dilecto Lázaro (cf. Jn 11, 35), un llanto en el que mantuvo toda su grandeza y, al mismo tiempo, expresó toda la emoción que lo conmovía. «¡Cómo lo quería!» (Jn 11, 36), exclamaron los presentes, asombrados ante tal espectáculo de incomparable sublimidad: un Dios que llora la muerte de su amigo.
Al respecto, comenta con especial unción Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP : «Cuán humano, sin dejar de ser divino, se muestra en esta ocasión, sobre todo al derramar, también Él, sus preciosísimas lágrimas, santificando así las lágrimas que brotan de todos los corazones que sufren por amor a Dios o que están arrepentidos de sus faltas».1
En otro episodio —¡y en otro contexto!— lloró Jesús la dureza de corazón de la Jerusalén deicida (cf. Lc 19, 41), lágrimas, tal vez, de desilusión y de dolor, expresión de un amor totalmente no correspondido…
¿Qué otros detalles podríamos conocer del adorable llanto del Señor? Definitivamente, si existiera, ese sería uno de los libros más bellos jamás escritos en la tierra, que podría llamarse: Jesús también lloró.
Una mirada a través de la historia sagrada
Desde el llanto desesperado de Agar en el desierto al ver la inminencia de su muerte (cf. Gén 21, 16), hasta las lágrimas de los ancianos de Éfeso al despedirse por última vez del apóstol San Pablo (cf. Hch 20, 37), la Sagrada Escritura nos ofrece una amplia gama de ejemplos, de los que sacaremos valiosas lecciones.
Meditemos, por ejemplo, en el valor de una oración bañada con sinceras lágrimas de piedad, como la rezada por Ana, esposa de Elcaná, que suplicó, en medio de la tristeza de su esterilidad, la gracia de tener descendencia y fue atendida, convirtiéndose en la madre del profeta Samuel (cf. 1 Sam 1, 10.20).
Se comprende así el salmo que exclama: «El Señor ha escuchado mis sollozos» (6, 9). Según San Agustín,2 las lágrimas son la sangre del corazón, ese sufrimiento profundo que Dios no puede ignorar y que Él recoge en un odre, en la feliz expresión del salmista (cf. Sal 55, 9).
Cuando es Dios quien hace llorar…
Hay todavía otra categoría de llanto: aquel que el propio Dios exige de ciertas almas, a las que alimenta con «pan de lágrimas» (Sal 79, 6). Consideremos, por ejemplo, la enigmática figura de la hija de Jefté (cf. Jue 11, 30-40). Condenada a morir en la flor de su juventud por una promesa de su padre, le pide para ir antes a los montes a llorar su muerte, lamentando el hecho de no llegar a ser antepasada del Mesías.
Es el holocausto del inocente, de quien el Señor se complace en afirmar: «Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares» (Sal 125, 5). Flota sobre ellos la divina promesa de un consuelo sin fin: si en esta tierra se les ha pedido que sufran, Dios «enjugará sus lágrimas» (Is 25, 8) en la eternidad.
Recordemos también uno de los llantos que más marcó la historia de la Iglesia: el del apóstol San Pedro, el sollozo de un traidor arrepentido… En aquella fatídica noche en la que Nuestro Señor Jesucristo fue apresado, el primer Papa negó ser su discípulo cuando lo interrogaron en el patio de la guardia del sumo sacerdote (cf. Mt 26, 69-74). Su falta se repitió tres veces, en triste cumplimiento de la profecía que el divino Maestro le había hecho: «Antes de que el gallo cante, me negarás tres veces» (Mt 26, 34).
Sin embargo, esa tercera negación fue también el comienzo de un largo llanto, una mezcla de arrepentimiento y de perdón, que se extendería hasta el final de sus días. De hecho, a causa de esa falta, Pedro, «saliendo afuera, lloró amargamente» (Lc 22, 62) hasta su muerte. Según una venerable tradición, las lágrimas que brotaban abundantemente de sus ojos marcaron su rostro envejecido con dos profundos surcos, fundiéndose en un acto de reparación y de amor ininterrumpido, y haciéndole sentir su corazón purificado y más cercano al Señor a quien una vez había negado.
Una objeción y un llanto infructuoso
Alguien poco habituado a manifestaciones emocionales podría objetar que, al ser una persona de escasas lágrimas, no encajaría en ninguna de las realidades enunciadas en este artículo. Nada más falso. Al igual que existen hemorragias internas que pueden hacer sufrir hasta la muerte, hay cierto tipo de almas que, sin derramar ninguna lágrima, pueden llorar incluso más de los que con frecuencia tienen esa manifestación externa de emoción.
Además, en materia de lágrimas no se debe confundir cantidad con calidad, porque si así fuera, habría quienes reclamarían favores divinos sólo con llenar con sus lágrimas un recipiente considerable. Se trata, más bien, de esa «sangre del corazón» de quien sufre con resignación y lo ofrece todo a Dios, esperando de Él el momento de consuelo.
Finalmente, también están las lágrimas infructuosas, que no llegan a ninguna parte, frutos del amor propio y no del amor a Dios. Al ser tan comunes hoy en día, dejamos al lector la oportunidad de sacar sus propias conclusiones sobre el tema…
La desgarradora historia de José de Egipto
No obstante, antes de concluir estas líneas, invitamos al lector a que considere en profundidad un episodio conmovedor narrado en el Libro del Génesis, en el que dos llantos se entrelazan: la historia de José de Egipto (cf. Gén 37–47).
Predilecto de Jacob, de entre doce hijos, José fue víctima de un feroz odio fraterno, avivado por la envidia suscitada por su eminente situación. En efecto, además de ser amado por su padre, José daba muestras de predestinación divina, y en un movimiento de extrema crueldad fue vendido como esclavo por sus hermanos, terminando en las lejanas tierras de Egipto.
Allí, exiliado y entre paganos, José vivió una auténtica odisea. Guiado por la mano de Dios, pasó de esclavo a empleado, de mayordomo a prisionero nuevamente, y de cautivo ascendió a primer ministro del reino, casi un faraón. Una impresionante historia que supera con creces cualquier ficción de nuestros días.
En cierto momento, su familia bajó a Egipto en busca de provisiones y lo encontró ejerciendo como gobernador. Es interesante notar que ésa constituyó la fase más peligrosa para él: cuando todo le iba bien, José podría haberse olvidado de su padre y de lo que representaba, es decir, la alianza que Dios había hecho con su pueblo… ¿Había sido fiel?
La respuesta se encuentra en la propia narración del reencuentro, en la que el escritor sagrado no deja de subrayar un detalle: las lágrimas de José. En efecto, cuando reconoce a sus hermanos «rompió a llorar fuerte, de modo que los egipcios lo oyeron y la noticia llegó a casa del faraón» (Gén 45, 2). Fue, por tanto, uno de esos sollozos voluminosos que no se reprimen, porque brotan del fondo del corazón.
¿Qué ocultaba su llanto? Se descubre con la pregunta que hace a continuación: «¿Vive todavía mi padre?» (Gén 45, 3). ¡He ahí la incertidumbre que lo afligía! Después de tantos años de sufrimiento, ¿qué pruebas atravesaban su espíritu? ¿Qué significaban esas lágrimas de abandono, en medio de cada desastre que le sucedía? La pregunta no podía ser otra: «¿Vive todavía mi padre?».
Cuando por fin pudo estrecharlo entre sus brazos, ¡cuántas desolaciones consoladas, cuántas incomprensiones resueltas, cuántas angustias olvidadas! ¡Cómo debió quedarle claro lo providencial de todos sus sufrimientos!
Jacob, el padre que ama y llora
Vemos, por otra parte, que Jacob también había llorado. ¡Y mucho!
Para ocultar la infamia del crimen, sus hijos le habían dicho que José había sido devorado por un animal. Pero Jacob no creía en la muerte de su hijo, tal vez presintiendo en él un altísimo designio que Dios deseara realizar. Es lo que se desprende de sus palabras, al narrar el episodio de su desaparición: «Y pienso que lo ha despedazado una fiera, pues no he vuelto a verlo» (Gén 44, 28). Sabía que si José hubiera sido comido por un animal salvaje, nunca regresaría…
El autor sagrado nos permite entrever en esa expresión sui generis «y pienso», que Jacob intentaba convencerse de la tragedia que se había abatido sobre su hijo predilecto, sin comprender cómo se cumpliría la voluntad de Dios a respecto de él. Y es fácil adivinar el profundo sufrimiento que le provocó tal contradicción, las lágrimas que derramó cada vez que lo recordaba…
El llanto de Jacob, por otro lado, alimentaba la esperanza de volver a ver a su hijo perdido, deseando que, dondequiera que estuviera, continuara siendo fiel.
Dos mensajes, un mismo llanto
Tenemos entonces dos situaciones diferentes. Las lágrimas del padre, como deseando a su hijo: «¡Persevera! ¡Sé fiel!»; y las lágrimas de José, angustiado: «No entiendo nada, todo da errado, pero si mi padre todavía me ama, esto tendrá arreglo».
José temía el olvido de su padre más que todas las desgracias que le sobrevinieron, y Jacob temía haber perdido para siempre a su hijo y la promesa divina; pero como ambos supieron confiar en Dios, de sus sollozos surgió una confirmación en la esperanza. Cuando estos dos llantos se encontraron, purificados por el sufrimiento y por la incomprensión, se transformaron en un mar de consuelo: «José hizo enganchar la carroza y se dirigió a Gosén a recibir a su padre. Al verlo se le echó al cuello y lloró abrazado a él. Israel dijo a José: “Ahora puedo morir, después de haber contemplado tu rostro y ver que vives todavía”» (Gén 46, 29-30).
Lindísima escena es ésa, que las Escrituras recogen para enseñarnos una lección: llorar es normal, sea cual sea el motivo. ¡Pero necesitamos sobrenaturalizar nuestro llanto, transformar nuestras lágrimas en oración, poniéndolas en las manos de la Providencia y confiando que el amor del Padre por nosotros es inextinguible!
Por eso, cuando nos sobrevengan angustias, desentendimientos, tristezas, abandonos, incomprensiones, miedos… entreguemos con confianza nuestro llanto interno o externo en las manos de la Virgen. Ella irá llenando, con nuestras lágrimas, una copa sagrada que en determinado momento presentará al Sagrado Corazón de Jesús, obteniéndonos gracias que ni siquiera podemos imaginar. ¡Sólo entonces comprobaremos que valió la pena haber llorado! ◊
Extraido de la revista Herlaldos del Evangelio, #248.
Notas
1 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. «La resurrección de Lázaro». In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2014, t. I, p. 242.
2 SAN AGUSTÍN. «Confessionum». L. V, c. 7, n.º 13. In: Obras Completas. 7.ª ed. Madrid: BAC, 1979, t. II, p. 205.