El juicio de Nuestro Señor Jesucristo – El encuentro entre dos pontífices
En una de las escenas más grandiosas de la Historia, el pontífice transitorio se halla ante el Pontífice eterno; el sumo sacerdote de la Antigua Ley ante el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza; un cristo ante el Cristo; la prefigura ante su plena realización.
Al recorrer las páginas de los Evangelios, con facilidad nos emocionamos contemplando las maravillas que nuestro Salvador realizó cuando «se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). Movido por un amor infinito, nos trajo la Buena Nueva y la certificó con numerosos milagros, los cuales no se limitaban a restituir un bienestar natural a quien lo necesitaba, sino que tenían como principal finalidad restaurar en las almas la unión con su Creador, perdida por el pecado.
En efecto, había llegado la «plenitud del tiempo» (Gál 4, 4) y la humanidad sería objeto de la mayor muestra del amor divino: la Redención obrada por el Verbo Encarnado, que se cumpliría en la hora entre todas bendita del «consummatum est» (Jn 19, 30).
Sin embargo, el Señor quiso que tan sublime reconciliación se prenunciara de diversas formas. Una de ellas fue el establecimiento del sacerdocio levítico en Aarón, por medio de Moisés, institución que debía preparar la manifestación del sacerdocio eterno de Jesús al mundo.
Muy diferente, no obstante, fue la actitud de las autoridades religiosas de Israel, cuyo rechazo a los planes de la Providencia acerca de ellas se consumaría con el juicio del Hijo de Dios, al comienzo de la Pasión.
Sacerdocio levítico, prefigura del sacerdocio eterno
La institución del sacerdocio levítico pretendía constituir varones que sirvieran de puente entre los hombres y Dios, o sea, que fueran prefiguras de aquel que uniría efectivamente el Cielo y la tierra.
Dicha misión se aplicaba sobre todo al sumo sacerdote, designado, por tal motivo, con el término pontífice, cuya etimología es fabricante de puentes. A él le correspondía la preeminencia entre los levitas (cf. Lev 21, 10).
Cuando el pontífice era consagrado, se le ungía con óleo (cf. Lev 8, 12; Núm 3, 3). Así, en cierto modo, podía ser considerado como un cristo — que en griego significa ungido—, lo que le confería un rasgo prefigurativo más del Mesías.
Inicialmente, el cargo era vitalicio y de sucesión hereditaria. Por otra parte, la función recaía en la descendencia de Aarón, no en cualquier levita. Con todo, la secuencia se interrumpe en la época de los Macabeos, cuando Jonatán asume el pontificado (cf. 1 Mac 10, 20).
Más tarde, Herodes el Grande eliminaría su carácter vitalicio y en la época de Jesús tal dignidad era prácticamente comprada al poder romano, que dominaba Judea. De esta manera el sumo sacerdocio se distanció enormemente del designio que Dios le había trazado en la Ley mosaica.
Sumo sacerdote en el momento auge de la Historia
Tres Evangelios mencionan a Caifás nominalmente (cf. Mt 26, 3.57; Lc 3, 2; Jn 11, 49; 18, 13) como sumo sacerdote en el cargo durante la vida pública del Salvador, por lo que conviene prestar atención en su figura.
¿Acaso fue un pontífice legítimo? San Juan admite que sí (cf. Jn 11, 51). Pero una cosa es cierta: desde el momento en que se volvió contra Jesucristo, negando que Él era el Mesías, se convirtió en un usurpador.
Casado con la hija de Anás —anterior pontífice—, fue nombrado sumo sacerdote por Valerio Grato. Los hermanos Lémann,1 judíos conversos y sacerdotes de Cristo, sitúan su pontificado entre los años 25-36 d. C. Fue depuesto en el año 36 por Lucio Vitelio, gobernador de Siria, al mismo tiempo que Pilato.
Hay un aspecto que llama la atención es su prolongada permanencia en el cargo: sus predecesores no lograron conservar tal dignidad más de un año y algo similar ocurrió con sus cinco sucesores inmediatos.
Al ser el sumo sacerdote en aquel momento auge de la Historia de la humanidad, ¿no habría tenido un singular llamamiento? Nos es legítimo ponderar cuál sería la vocación de esta alma. Si Caifás hubiera correspondido a la gracia ¿qué maravillas podrían haber ocurrido? Debería ser, a todas luces, un pontífice, pues le correspondería construir el puente entre el antiguo sacerdocio y el nuevo. Ciertamente, su deber era someterse con humildad a Jesús y depositar a sus pies la milenaria institución del sacerdocio, que en breve sería elevada a la categoría de sacramento.
Sin embargo, sucedió exactamente lo contrario: desató una feroz persecución contra aquel que, según erróneamente pensaba, amenazaba su estabilidad en el pontificado y, finalmente, consiguió prenderlo, con el plan de condenarlo a muerte.
Dos pontífices se encuentran
Llega la hora del juicio y se produce el encuentro entre dos pontífices. En efecto, el sumo pontífice transitorio se halla ante el eterno Pontífice, el sumo sacerdote de la Antigua Ley ante el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza (cf. Heb 9, 15), un cristo ante «el Cristo», la prefigura ante su plena realización.
El supuesto juicio tuvo lugar en la casa del propio Caifás, donde estaba reunido el sanedrín para arrancar a cualquier precio la condenación del Justo, aunque se requiriera para ello numerosas infracciones jurídico-religiosas.2
Artimaña tras artimaña, los miembros de esa pérfida asamblea no escatimaron esfuerzos para lograr sus objetivos. El pontífice, al igual que la jerarquía sanedrita, estaba preso del miedo, la inseguridad y el apremio, lo que le llevó a actuar imprudentemente.
Sobornaran a hombres para que dieran falsos testimonios: «Aquel desfile de “falsos testigos”, a sabiendas de que lo eran, como sugiere no oscuramente San Mateo (cf. Mt 26, 59-60), acusa una perversidad y una deformación moral inconcebibles».3
Al no conseguir mediante esa maniobra lo que quería, Caifás lanzó una nueva embestida, también ilícita, para obligar al Salvador a que declarara contra sí mismo: «Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios» (Mt 26, 63).
Constreñir a alguien a confesar a favor de su propia condena es una actitud absolutamente ilegítima. El Señor le responde, no por respeto a una autoridad que carecía de derecho a interrogarle, sino porque en esa ocasión su silencio equivaldría a una retractación.
Tan pronto como Jesús afirma taxativamente que es el Hijo de Dios, Caifás, dominado por la ira, se rasga las vestiduras como si hubiera oído una blasfemia. Muy profundo es el comentario de San Jerónimo al respecto: «Mas rasga sus vestimentas el príncipe de los sacerdotes para manifestar que los judíos han perdido la gloria del sacerdocio y que los pontífices tienen sede vacante».4
¿De dónde venía tanto odio?
Ante esta escena, nos podemos preguntar de dónde nace, no sólo en Caifás, sino también en los demás sacerdotes, tanto odio con relación a quien era la «esperanza de Israel» (Hch 28, 20).
Alguien podría alegar que no tenían conocimiento de que Jesús, de hecho, era el Mesías que había de venir al mundo. Después de todo, ¿no había pedido Él mismo perdón por sus verdugos porque no sabían lo que hacían? A propósito de esta petición del Señor —las primeras palabras que dijo desde la Cruz—, Santo Tomás de Aquino5 distingue que la culpa de la condenación del divino Maestro recayó de manera diferente sobre dos tipos de personas: el pueblo y las autoridades religiosas.
Los primeros pidieron su muerte porque fueron arrastrados por sus jefes. No obstante, Jesucristo afirma que son culpables —a pesar de su ignorancia—, porque nadie pide perdón por alguien que no ha cometido ninguna falta. En efecto, ¿cuántos de los que habían sido curados, exorcizados y perdonados por el Buen Pastor no gritaron: «¡Crucifícalo!»? Sólo Dios lo sabe…
Por otra parte, las autoridades judías, en función del conocimiento que tenían sobre las profecías y la Sagrada Escritura, tenían elementos para reconocer a Jesús como el Mesías. Y los numerosos milagros que realizó lo ratificaban hasta la saciedad, como lo confirman los mismos sumos sacerdotes al declarar que el Señor debía morir, pues, de lo contrario todos creerían en Él (cf. Jn 11, 48). Además, en las últimas lides verbales con estos contendientes suyos antes de la Pasión, el Salvador no escatimó argumentos teológicos y filosóficos que, habiéndolos dejado sin respuesta, eran más que suficientes para convencerlos finalmente de la divinidad de su Persona y misión.
Ofuscados por el odio y la envidia, optaron por no creer que Él era el Hijo de Dios, incurriendo en una culposa ignorancia, que agravaba aún más su pecado. Por eso el Doctor Angélico concluye que las palabras del divino Crucificado se aplicaban a las clases inferiores del pueblo y no a los príncipes de los judíos.6
¿Una sentencia sin valor?
Se sigue la condenación de Jesús, concluyendo aquel juicio «sin ningún valor moral en los jueces, ni valor jurídico en su fallo»,7 en palabras de los hermanos Lémann.
La opinión de los dos estudiosos es completamente razonable. Pero ¿será absoluta desde todos los puntos de vista? Desde el prisma legal, la condena del Señor carecía de todo valor. Sin embargo, ¿acaso ese inmenso pecado, perpetrado con refinamientos de malicia, no tuvo peso en otro terreno? ¿Semejante condenación no acarrearía graves consecuencias?
Un pequeño detalle registrado en el Evangelio de San Juan tal vez arroje luz sobre el asunto: el apóstol virgen no narra el juicio que tuvo lugar en casa de Caifás, únicamente lo menciona (cf. Jn 18, 24.28). ¿Por qué ese silencio, precisamente por parte del evangelista que describe la Pasión con mayor riqueza de pormenores?
Comenta el P. Ignace de La Potterie8 que no es fácil interpretar un silencio, pues existen múltiples razones para no hablar de algo y plantea la hipótesis de que, a diferencia de los otros evangelistas, que procuraron resaltar el aspecto fraudulento del juicio, el Discípulo Amado lo considera desde una perspectiva más elevada.
Mientras la trama histórica nos presenta la infame condena del Justo, la reflexión teológica apunta a una realidad bien distinta: toda la Pasión fue un juicio, en el cual el Señor era el verdadero Juez y el reo era el mundo (cf. Jn 12, 31). Los vaivenes del inicuo proceso poco le interesan a San Juan, porque sabía ver, por encima de aquellos hechos, las implicaciones sobrenaturales de lo que estaba pasando: cuando Caifás y las demás autoridades judías clamaban por la crucifixión del Hombre Dios, atraían sobre sí mismos la sentencia de condenación.
A pesar de todo, ¡Dios siempre vence!
Lamentablemente, Caifás y los demás príncipes de los sacerdotes no fueron fieles al cargo que Dios les había confiado de guiar al pueblo hacia aquel que es «el camino y la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Al contrario, lo rechazaron con odio mortal y, por medio de un injusto juicio, condenaron a muerte al Juez Supremo, imaginando obtener con ello su completa derrota.
No obstante, aunque los enemigos de Dios multipliquen sus conspiraciones, Él no dejará de llevar a cabo sus planes. En realidad, con la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, las profecías alcanzaron su máximo cumplimiento. Al ser ultrajado, insultado, abofeteado, condenado, azotado, coronado de espinas y finalmente crucificado y asesinado, el Señor obtuvo la mayor victoria de la Historia: no solo restauró la unión de la humanidad pecadora con Dios, desempeñando plenamente su papel de sumo pontífice, sino que también nos abrió las puertas del Cielo. ◊
Evangelio
Los que prendieron a Jesús lo condujeron a casa de Caifás, el sumo sacerdote, donde se habían reunido los escribas y los ancianos. Pedro lo seguía de lejos hasta el palacio del sumo sacerdote y, entrando dentro, se sentó con los criados para ver cómo terminaba aquello.
Los sumos sacerdotes y el Sanedrín en pleno buscaban un falso testimonio contra Jesús para condenarlo a muerte y no lo encontraban, a pesar de los muchos falsos testigos que comparecían. Finalmente, comparecieron dos que declararon: «Este ha dicho: “Puedo destruir el templo de Dios y reconstruirlo en tres días”».
El sumo sacerdote se puso en pie y le dijo: «¿No tienes nada que responder? ¿Qué son estos cargos que presentan contra ti?». Pero Jesús callaba. Y el sumo sacerdote le dijo: «Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios». Jesús le respondió: «Tú lo has dicho. Más aún, yo os digo: desde ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder y que viene sobre las nubes del cielo».
Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras diciendo: «Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué decidís?». Y ellos contestaron: «Es reo de muerte» (Mt 26, 57-66).
1 Cf. LÉMANN, Augustin; LÉMANN, Joseph. Valeur de l’assemblée qui prononça la peine de mort contre Jésus-Christ. 3.ª ed. Paris: Victor Lecoffre, 1881, p. 32.
2 Con respecto a las transgresiones que hicieron inválido el procedimiento que condenó Cristo, véase el artículo: VIETO RODRÍGUEZ, Santiago. El más injusto e infame juicio de la Historia. In: Heraldos del Evangelio. Madrid. Año XVI. N.º 176 (mar, 2018); pp. 16-19.
3 CASTRILLO AGUADO, Tomás. Enemigos de Jesús en la Pasión, según los Evangelios. Madrid: FAX, 1960, p. 104.
4 SAN JERÓNIMO. Comentario a Mateo. L. IV (22, 41-28, 20), c. 26, n.º 261. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 2002, v. II, p. 391.
5 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 47, a. 5-6.
6 Cf. Ídem, a. 6, ad 1.
7 LÉMANN; LÉMANN, op. cit., p. 108.
8 Cf. LA POTTERIE, Ignace de. La Pasión de Jesús según San Juan. Texto y espíritu. Madrid: BAC, 2007, pp. 52-54.